Sergio Gaut vel Hartman
Por un breve, infinitesimal instante, Carmen imaginó que todo había terminado, que por fin había muerto, de pie, en el hacinado vagón del tren que avanzaba lentamente con rumbo desconocido. Abrió los ojos y vio oscuridad y un triángulo amarillo. Recordó como había llegado hasta allí, pero no pudo sostener ese pensamiento porque el brazo de un anciano, tratando de abrirse paso ciegamente entre los cuerpos, sin verla, le apretó el cuello con ferocidad y le cortó la respiración. Se movió hacia un costado, unos pocos centímetros, y logró inhalar una bocanada de aire fétido. El vagón repleto de moribundos, los murmullos, que como el zumbido de las abejas rugían furiosas en sus oídos, el hacinamiento, todo seguía allí, belicoso, pertinaz, envuelto entre pliegues de sudor acre. Recordó todo lo que podía ser recordado, y supo que no había muerto, que seguía viva, que a pesar de todo seguía viva. El hedor esquivó una vez más las ceremonias y pareció clavarse entre sus ojos; se derramó por las mejillas, violó el sello de los labios y llegó a la garganta, produciéndole una arcada. Mil arcadas. Vomitó nada, porque no había nada que vomitar, y otra pizca de aire entró a sus pulmones, ese aire pobre, viciado. No obstante, logró moverse unos pocos centímetros más, y el brazo del anciano cayó hacia un costado como una rama seca que se quiebra. No miró. No quiso mirarlo. Y de todos modos no hubiera visto gran cosa. Un miembro exangüe, un triángulo amarillo cosido en la manga, solo eso. Un viejo más que expiraba, entre tantos.
Paseó los ojos por el vagón atestado, y distinguió bultos, mínimos movimientos, sombras cortadas al sesgo por filosas esquirlas de luz plateada. Entre las personas amontonadas como reses había vivos y muertos, mezclados en estrechos y mórbidos abrazos. Las confusas maniobras para apartarse de ellos carecían de sentido armónico y se parecían demasiado a otras, a pasos arrastrados sobre suelos rugosos, cerillas que se frotan sin energía contra el borde de una caja. Esos pasos, los últimos que viera antes de abordar el tren, estaban confinados a un dudoso rincón de la memoria, y se diluían entre las sombras y el olor a podrido. Por eso le costaba tanto aceptar la humanidad de aquella masa informe, que fueran personas, las mismas que había visto en la estación de ferrocarril, flanqueadas por los guardias de uniforme negro. Esos guardias los habían conducido desde los camiones, por corrales y encierros, hasta desembocar en una tarima angosta, frágil, construida con tablones colocados sobre toneles para improvisar un andén. La masa humana empujaba en todas direcciones, fluyendo y meciéndose en constante vaivén, describiendo círculos incompletos y recorriendo con mirada ansiosa los pocos metros del universo visible. Y en algún momento, el tren los engulló.
Aquí y ahora, en la oscuridad, la palidez de esos rostros tan cuidadosamente clausurados parecía aumentar a medida que el tren se internaba en territorio extraño. Doble, triple ignorancia, pensaba Carmen. ¿Adónde me llevan? ¿Saben quién soy? ¿Acaso sé yo quién soy? ¿Qué significan las imágenes que me asaltan como fogonazos, estallando en la penumbra del vagón? Un bosque. ¿La arboleda es un recuerdo o un presagio? Una tarde de sol. David. Un mantel a cuadros. Ezeiza. ¡Sí! Es el bosque de Ezeiza. Pero de pronto, estallaron truenos y se descargó un aguacero despiadado. Corrimos a guarecernos. Corrimos buscando protección y llegamos empapados al refugio en el que un tipo de bigotes tomaba mate mientras leía el diario La Nación. ¡Qué ridículo! Usaba anteojos oscuros cuando el sol estaba prisionero de las nubes grises, casi negras. Eran pensamientos turbios, tan lejanos, tan perdidos...
Pero los pensamientos no podían ser menos turbios que la atmósfera, aunque en algún momento, abriéndose paso entre los dientes apretados de las sombras, Carmen logró captar el fugaz maullido de una idea. A intervalos regulares existían aberturas destinadas a la ventilación del vagón, cerca del techo. Eran poco más que claraboyas rectangulares, apenas más anchas y altas que la puerta de un horno de pan. Pan. Un recuerdo doloroso, agudo, alojado entre los pechos, dominó la idea. Tenía hambre. Había perdido la noción del tiempo transcurrido, pero era mucho, mucho tiempo. El hambre es un testigo infalible.
No tengo cómo saber cuánto tiempo, logró pensar Carmen. Ni una sola vez se han abierto las compuertas desde que partimos; no les importa, moriremos todos, esta vez moriré realmente. Un destello fugitivo, un relámpago, tal vez, mostró rostros de ojos pasmados y mandíbulas vencidas; maniquíes desamparados, casi hermosos, con sus triángulos cosidos en las mangas.
Triángulos cosidos en las mangas. No podía ver su propio triángulo. Era de color negro, teñido con un resplandor purpúreo, porque aquellos monstruos la habían clasificado como prostituta, y ella no logró hacerse entender. ¿Cómo explicarles, si no sabía una palabra de alemán? Había algunos triángulos verdes, bastantes rojos, unos pocos violetas y muchos, muchísimos amarillos... El alemán es un idioma gutural, había dicho David, ejercitan más la garganta que la lengua. ¿Adónde estás, mi amor, mi David?
Envuelta en su mortaja de cuerpos, Carmen trató de mover la cabeza. ¡Qué importaban los triángulos! No lo soportaría mucho tiempo más. Habían matado a David, ¿verdad? No los había visto hacerlo, pero lo habían matado. Él no era de los que aceptan mansamente su destino. Tenía una pistola y la había usado, estaba segura. Pero ellos eran más, y tenían armas mucho más poderosas que una pistola. ¿Qué triángulo le habrían cosido a David? ¿Amarillo por judío? ¿Rojo por comunista? ¿O simplemente negro, porque era asocial, agitador, subversivo? ¿Es lo mismo un rebelde que una prostituta? Parece que para los nazis es lo mismo. No distinguen muy bien entre una y otra cosa, pobrecitos.
A punto de ser cortada en dos por un sollozo, Carmen volvió a pensar en la lucerna, entre un relámpago extinguiéndose y el aterrador acceso de tos de un hombre que moría, un sonido desgarrado que ahuyentó todas las abejas y dejó un coro de gemidos. Uno más que se moría. ¿Y qué? Había llegado a aceptar con tal naturalidad la idea de la muerte que los primeros truenos, imponiéndose al traqueteo de las ruedas sobre los rieles, le sonaron como signo de una voluntad ajena, la inequívoca señal de que se avecinaba una fatídica serie de pruebas. Reconoció el delirio y separó los olores. La nariz, convenientemente equipada, capaz de distinguir unas sustancias de otras, tomó el control del movimiento. No sería sencillo, apretada como estaba entre cuerpos y cuerpos y cuerpos. Las fuerzas la habían abandonado, pero los demás eran castillos de baraja, humo, telarañas. No sería sencillo, pero lo haría. Al principio casi no tenía noción de qué se proponía y fueron necesarios otros cinco furiosos truenos para que las brumas de su mente se despejaran lo suficiente. El respiradero.
Hombro, cabeza, hombro. Hombro, cabeza, hombro. De pronto, la voz chillona de una anciana giró como un trompo antes de perderse en la nada. Carmen no conocía el significado de las palabras, pero en el tono se adivinaba la mezcla de rabia e impotencia que las impregnaba.
—¿Bus majte?
—Perdón, perdón. —Hombro, barbilla, dientes.
—¡Kurve! ¡Shmiedzi! —Las palabras se extinguieron en el regazo de un nuevo trueno y los gemidos subieron una octava. El tren frenó sin detenerse; chirridos y sacudidas de metal zarandearon el vagón, se abrieron espacios entre los cuerpos. Carmen, sin saber cómo, había logrado quedar debajo de la claraboya, mirando estúpidamente el lívido resplandor que se filtraba por la abertura. Había tres o cuatro muertos en ese sitio: un hombre, una mujer y, envueltos bajo la cúpula formada por troncos y cabezas, dos adolescentes. El hombre los había matado y luego se había dado muerte, como los infelices de Worms y Maguncia en el siglo XI. David se lo había explicado. Los judíos se suicidaban cuando se veían acorralados. Los triángulos amarillos. En el del muchacho se leía, además, una letra “B”.
—¿Erres espaniola? —Carmen apenas vislumbró, a la luz del siguiente relámpago, un ala de negro cabello rizado. Por un momento pensó decir que no, que era sudamericana, argentina, que un extraño azar la había puesto en ese lugar, en ese momento, a ella, que debería haber estado en otro lugar, entre otra gente. Era demasiado complicado explicarle la historia de David, la travesía del océano, la fuga a través de media Europa. Fuga, ¡qué palabra exquisita!
—Sí —dijo, concisa, en el mismo momento en que el resplandor le permitía ver el triángulo marrón—. Y tú eres gitana. —No era una pregunta.
—Persona no deseado. Janika, mi nombre. Soy húngara.
—¿Ese es tu nombre? El mío es Carmen —susurró. Le parecía muy raro haber dejado atrás el hedor y el hambre; ese instante de puro asombro lucía tan irreal como la tormenta, allá afuera. La gitana era la primera persona que encontraba en mucho tiempo que pudiera hablar, aunque fuera torpemente, en su idioma. Para confirmar lo absurdo de la situación, la lluvia se abatió en ráfagas horizontales y el agua penetró por los ventanucos. Así, los destellos y el aguacero diferenciaron una vez más a los vivos de los muertos. Carmen extendió la mano y tocó el rostro de Janika; entre las yemas de sus dedos se deshizo una sonrisa.
—Carmen —repitió la gitana. Señaló el triángulo negro en la manga de la otra y agregó: —¿Eres puta?
—No. —Un cansancio infinito pareció apoderarse de la voluntad de Carmen, y eso impidió que acompañara la negación con algún gesto. Necesitaba toda la energía, toda la que pudiera rascar del fondo de su alma, para llegar hasta la claraboya y descolgarse del otro lado. ¿Era Janika lo suficientemente delgada para pasar por la estrecha abertura? Se sorprendió al descubrirse pensando en algo tan disparatado; ni siquiera sabía cuándo había decidido hacerlo. —No soy puta, no. ¿Vendrás conmigo?
—¿Ir adónde?
—Fuera de este maldito tren. —Escupió cada palabra con asco, con odio. Tampoco sabía por qué involucraba a la gitana en su plan demente. En realidad no sabía nada, actuaba por puro instinto. Pero el puro instinto también tiene una voz y un dedo. El puro instinto le marcaba los pasos a seguir, le ordenaba que llevara a Janika con ella, le aconsejaba que empezaran a apilar los cuerpos de los muertos para formar un cúmulo y alcanzar la claraboya.
—...mer lojnicht —dijo la misma anciana, como si la queja reflejara por anticipado su condición de víctima. Carmen se preguntó de nuevo si la vieja estaba enojada o simplemente molesta, aunque parecía ser la única que prestaba atención a lo que ella hacía. Hasta Janika miraba hacia otro lado, como si intentara descubrir algo en la oscuridad del fondo del vagón.
—Janika. Esto es espantoso, pero debemos hacerlo.
—Kerem.
—No te entiendo. —Tampoco entendía por qué los demás se apretujaban, alejándose, ampliando el círculo alrededor de los muertos.
—Nada. —Janika volvió su rostro hacia Carmen. Las lágrimas acumuladas sobre las mejillas brillaron como gemas y cayeron sobre el cuerpo que la gitana aferró por los tobillos.
—¿Bus majte? ¿Bus majte? —repetía la anciana con las manos trenzadas sobre la cabeza, formando una cofia.
—¿Qué dice? —jadeó Carmen.
—Es yiddish, no sé. Que no hagamos esto que vamos a hacer, parece.
—Ij ken yein —lloriqueó la vieja, se tapó los ojos y se dejó caer.
—Debemos hacerlo —dijo Carmen. Había recuperado fuerzas, aunque comprendió que jamás habría logrado formar una pila de cadáveres como aquella sin la ayuda de la gitana—. Es suficiente. —Los cuerpos les llegaban hasta el pecho y solo quedaba rogar que no se desmoronaran mientras ellas se aferraban a brazos y piernas para alcanzar la abertura.
—Viví en España, de pequeña —dijo Janika. Carmen la observó un segundo. La afirmación explicaba lo del idioma, pero no era el momento para esos detalles—. Tengo navaja —insistió la gitana.
—No me importa. Debemos salir de aquí. —Carmen pensó en la navaja y en lo poco que serviría si los guardias las descubrían. Pero la existencia del arma operó como un estímulo; algo es algo, se dijo, ya se verá para qué. Hizo pie en una cadera y se elevó con la mano hacia adelante, tanteando en la oscuridad; una cosa era apilar los cadáveres y otra usarlos de escalera. Se aferró a una cabellera y estuvo a punto de soltarse; eran cabellos suaves, finos, de una muchacha, joven como ella. Pero muerta. Muerta. Muerta.
—Están muertos; ya no importa —dijo Janika—. Vamos, sube, de prisa.
Están muertos, pensó Carmen. Están muertos. Están muertos. Están muertos...
La sobresaltó un crujido seco, como si se hubiera partido una rama. Triángulos amarillos, pensó, rojos, marrones, verdes. Rogó para que por lo menos fuera uno verde. Esperó el relámpago. No, no era verde, era amarillo. Estiró la mano cuanto pudo y alcanzó el borde del ventanuco, un filete de metal retorcido que sobresalía del marco en varios puntos. Cuidando de no cortarse, Carmen metió los dedos en el canal y trató de alzar todo el cuerpo. Pero la debilidad pareció concentrarse en ese punto y perdió pie.
—¡No caigas! —dijo la gitana. Con prodigiosa agilidad, la muchacha se encaramó sobre los cadáveres y puso la cabeza entre las piernas de Carmen—. Toma la navaja. Clava.
—¿Dónde?
—Clava. —Janika estiró la mano y puso la navaja abierta en la palma de Carmen. Estaba húmeda, pegajosa. ¿De quién era esa sangre? Estiró el brazo y clavó la navaja en el ángulo inferior izquierdo del marco, entre el bronce y la madera. Janika empujó y Carmen sintió la nariz de la gitana en su sexo, pero no le importó. Se pegó a la pared del vagón y se fue izando, palmo a palmo, usando la navaja como punto de apoyo, hasta que pudo afirmar el codo en el borde—. ¿Pasa? —La voz de la gitana fue apenas audible.
—¿Qué?
—Tu cabeza, ¿pasa por ahí?
Carmen movió las piernas en el aire y alcanzó a sacar la cabeza por la claraboya. Recibió una ráfaga de viento húmedo y frío que la estremeció, aunque la lluvia había amainado y las nubes, bajas y oscuras, seguían enhebradas por los relámpagos. El movimiento del tren era suave y cadencioso, tal vez porque las vías no estaban en las mejores condiciones, lo que le hizo alentar la esperanza de que podría completar felizmente la maniobra.
¡Afuera! ¡Estaba afuera! Dejó que el viento la azotara mientras pensaba cómo pasar los hombros por la estrecha abertura. ¿La verían los guardias? Retrocedió para extender el brazo, apoyó la mano en el techo del vagón y con la otra mano en el borde de la claraboya logró pasar medio cuerpo, hasta quedar sentada en el ventanuco. Sintió que los dedos de Janika en sus tobillos escribían un mensaje; no pudo comprender la palabra, pero imaginó que la gitana le pedía que se apresurara. Lo hizo. Aferrada a una milagrosa anilla del techo fue izando el cuerpo hasta que solo los pies quedaron apoyados en la claraboya y medio cuerpo abrazado al reborde. Estaba en una posición artificial, incómoda, pero fue suficiente para recuperar el resuello. Alzó la pierna izquierda hasta pasarla por el borde del techo y luego la otra. No lo podía creer. Estaba acostada en el techo del vagón, pero no debía quedarse ahí, tenía que hacerle lugar a Janika. Arrastrándose como una culebra, se movió hacia adelante en busca del extremo, donde seguramente hallaría un pasamanos o una escalerilla que le permitiera descender. La gitana la sorprendió, llegando a su lado en un lapso ridículamente breve. Por lo visto la muchacha era más ágil que ella, y tal vez no fuera la primera vez que se movía por el techo de un tren en movimiento.
—Silencio. Pegadas al... suelo —susurró Janika.
—¿La navaja?
—La tengo. Rápido te has acostumbrado.
Carmen se arrastró de nuevo y alcanzó el borde del vagón. La aterrorizaba la idea de quedar entre dos masas en movimiento, aunque la lógica indicaba que los vagones jamás se tocan. De todos modos la formación marchaba lentamente y el peligro de salir despedida durante el descenso era mínimo. Pensó por última vez en los desgraciados que quedaron en el vagón, en la anciana que la había insultado, en los cadáveres amontonados como bolsas de arena, en el sonido de los huesos que se quebraban...
No podía ser tan sencillo, algo tenía que salir mal, algo tenía que salir mal.
Había dejado de
llover por completo y el frío viento del norte empujaba las nubes como si
fuesen un rebaño de ovejas negras. Por fin apareció la Luna , rodando por el
horizonte, iluminando el paisaje con un fulgor insolente, peligroso. Algo puede
salir mal, pensó Carmen otra vez. No podía ver el suelo, pero no quedaba más
remedio que arriesgarse. Y aunque la fractura de un brazo o una pierna era un
lujo prohibido, debía hacerlo, forzar la voluntad; la muerte a mis espaldas y
tal vez al frente... ¡Ya!
Sin espacio para una
nueva vacilación, Carmen se soltó del travesaño y flotó un instante en sentido
opuesto a la marcha del convoy antes de tocar el suelo y rodar por el barranco.
Y mientras rodaba, oyó un golpe sordo, inmediato. ¡Janika!
Dolía, claro que
dolía. Un pinchazo en el hombro, como una mordedura de titán, y un sordo
redoble en la rodilla. ¿Eso era todo? El destino le había hecho precio. Nada
había salido tan mal.
¾Aquí estoy ¾susurró, sin atreverse a levantar
la cabeza y mucho menos a erguirse. El tren seguía pasando junto a ella, una
enorme boa ciega sin propósito.
Janika se arrastró
hasta donde estaba Carmen y la abrazó con tanta fuerza que pareció repetirse
aquel mínimo lapso de terror, la muerte de pie, la asfixia.
Se separaron para
mirarse a los ojos; ambas los tenían llenos de lágrimas. Carmen habló primero.
¾Vamos. Rápido.
¾No ¾dijo Janika¾. Que pase el tren. ¾¿Cuánto tardaría en desfilar toda la hilera que se
cernía sobre ellas? No podían saberlo. ¿Eran sesenta, ochenta vagones? La
irritante lentitud de la gran forma negra convertía en irreal todo el paisaje.
Era materia que fluía casi en silencio, una oruga exquisita, ejemplar.
¾Jamás terminará de pasar ¾dijo Carmen, angustiada.
¾Quieta, chica. ¾La gitana le retuvo la mano. ¾Ya pasará.
¾No. Vamos.
¾Es pronto ¾dijo Janika entre dientes,
mordiendo cada letra.
Pero Carmen no le
hizo caso, se soltó con brusquedad y empezó a caminar agachada entre los
matorrales.
¾Tonta ¾dijo Janika, pero la siguió.
Habrían caminado unos
cien pasos cuando el último vagón, iluminado como un salón de fiestas, brilló
en la noche. Hubo un lapso de pura y desgarradora luz dorada que pareció hurgar
en el sordo sonido de las ruedas, y después los gritos.
¾Da
haut einer ab...!
Y después el freno de
mano, operado con prisa y sin delicadeza.
¾¡Corre! ¾jadeó Janika¾. ¡Corre, me cago en tu puta
madre, corre!
Carmen corrió. Era
muy difícil en la oscuridad, tropezando con matojos y piedras invisibles. Pero
corrió, y no podía darse el lujo de caer. Los gritos, a espaldas de las
muchachas, se multiplicaron. Y un elemento impensado se unió al caos, aunque
por un momento jugó a favor de la carrera: los soldados habían encendido un
reflector y estaban iluminando el prado, muchos metros por delante. Hacia allí
se dirigieron los primeros disparos, sin mucha convicción. Había una arboleda,
tal vez un bosque, y el reflector no ahorró detalles mientras hurgaba en las
tinieblas, durante los segundos que preludiaron y siguieron a los gritos mezclados
con ladridos.
¾Die
Hunde...!
¾Lasst
die Hunde los!
¾¡Perros! ¾Carmen sintió la helada tenaza
del espanto trepando por la espalda, mordiéndole la nuca, como un ávido
anticipo de futuras dentelladas. Trazos de fulgor blanco sucio surcaron el
espacio. Sonidos mezclados: aullidos, disparos, gritos.
Carmen sintió que el
terreno cedía bajo sus pies y resbaló por una pendiente; Janika, a su lado, no
corrió mejor suerte, o sí, ¿cómo saberlo? Estaban hundidas en un arroyo hasta
la cintura; el agua, helada y fangosa, buscaba las zonas más sensibles para
completar la tarea iniciada por las otras calamidades.
¾¡Vamos, fuerza! ¾exclamó Janika tomando a Carmen
de la mano y tirando de ella¾. ¡El bosque,
adelante, vamos!
¾Sí. ¾Exhausta, Carmen vio desfilar a cientos de figuras
blancas, los muertos o casi muertos del tren. También vio el bosque, real o irreal,
a pocos pasos adelante, reverberando en el límite de la percepción. Que me
maten ahora, pensó, o nunca. Seré indestructible. Observó a Janika tomando la
delantera para salir del cauce trepando el barranco y la vio flotar entre
marcas de fuego, izada por mariposas invisibles. Luego, la mancha roja en la
espalda. ¾¡Gitana! ¾No lograba recordar el nombre.
¾Corre, muchacha ¾murmuró Janika.
¾No, juntas. ¾Carmen pasó el brazo de la gitana
por encima de su cuello y trató de arrastrarla, pero pesaba demasiado.
¾Ostoba!
Déjame.
¾No ¾replicó Carmen, obstinada. Arrastró el cuerpo unos
metros en dirección a los árboles y cayeron abrazadas sobre la hierba húmeda,
entre ramas partidas y excrementos de un animal. Los perros, precedidos por sus
ladridos, estaban muy cerca.
¾Márchate. Es el fin ¾dijo Janika.
¾No. No. No.
Sintió el primer
mordisco en la punta de la lengua, aunque el perro la había mordido en la
pantorrilla. De pronto solo hubo animales tumultuosos, buscando espacios libres
en los que hundir los colmillos y manos como abanicos, que trataban de proteger
las zonas más vulnerables, apenas por instinto. Ciegas, heridas, envueltas en
túnicas de barro ensangrentado, las muchachas perdieron noción de tiempos y
distancias, y no supieron que los nuevos gritos y disparos venían del bosque y
no del tren.
¾Vichodzi!
Una mano ruda la
separó de las fauces del animal desgarrando la carne sin finura. La levantó
como si ella fuese una pluma mientras
otras manos y otras armas se encargaban de los perros. Un respiro. Un segundo
de aire sin sollozos. Carmen se miró las manos ensangrentadas y apenas reparó
en el dolor de las piernas, en las que colgaban tiras de carne desflecada. Se
abrazó al primer árbol, usándolo de muralla entre ella y la refriega, y a
través de la bruma que empezaba a cubrirlo todo, logró ver que los partizanos eran varios y mataban a los
perros con disparos y cuchilladas.
Luego el universo
empezó a contraerse, negro y azul oscuro, con algunas vetas y gotas rojas. Se
redujo al tamaño de una pasa de uva y se extinguió.
Estaba en una cabaña, sobre un jergón
sucio. A pocos metros gemía Janika. Dos o tres hombres hablaban en voz baja
junto al fuego y en una olla se cocía un guiso.
Despertó, un día o mil después,
Carmen no logró precisarlo. El aire frío de la mañana la retenía entre las
pieles mal curtidas; el hedor y el silencio no hacían buenas migas y yo no se
oían los gemidos de Janika. Carmen trató de mover la cabeza y descubrió que sus
piernas hervían; un dolor de bordes mellados corría frenético entre los pies y
los muslos; los insectos le mordían el cuerpo y zumbaban a su alrededor como artefactos
del infierno.
Janika ha muerto, dijo una voz en
la cabeza. Ha muerto. La misma mano ruda la ayudó a levantarse. Era un hombre
joven, hirsuto y también olía como el demonio. Tenía un arma en la mano y la navaja
de la gitana en la cintura.
¾Du fashteit yiddish? Polish, polak?
¾No. ¾Carmen sintió cangrejos en la
garganta, pero tenía que preguntar, a su vez, por la gitana. ¾¿Janika?
El barbudo movió la
cabeza. No es no, en todos los idiomas.
¾Allez. ¾Sonrió, un tajo apenas pronunciado en un rostro
hecho de piedra por las circunstancias, tal vez abrumado por la osadía de haber
usado una palabra francesa.
¾¿Adónde vamos? No puedo caminar.
Por toda respuesta,
el partizano la cargó sobre un hombro
y se acomodó el arma en bandolera, de modo que no golpeara las costillas de
Carmen. Salieron de la cabaña y se internaron en el bosque. El hombre la
llevaba sin dificultad, como si ella no pesara nada, pero no obstante caminaba
con cautela, midiendo cada paso. Se movieron por el interior del bosque, que él
parecía conocer a la perfección, y al cabo de un lapso considerable de marcha,
que Carmen fue incapaz de estimar, arribaron a un claro en el que se divisaba
cierta actividad. Cuatro cabañas bastante precarias formaban un rombo en torno
a una hoguera y hombres y mujeres armados realizaban tareas cotidianas, no muy
diferentes de las que seguramente los entretenían antes de la guerra.
¾Puedo caminar ¾dijo Carmen. El partizano movió la cabeza y redobló la
presión de la mano con la que la tenía sujeta¾. ¿Me dirás si Janika está viva o muerta? ¾El partizano no contestó; por lo visto ya se había convencido de que
no había forma, en polaco o en yiddish, de comunicarse con ella. Cubrió los
últimos metros que los separaban de una de las cabañas y entró resueltamente,
depositando a la muchacha en un camastro tan sucio y maloliente como el
anterior. Pero lo más sorprendente fue descubrir que sentado en la penumbra,
con un cigarro encendido entre los dedos, había un hombre.
¾Tranquila, muchacha ¾dijo en castellano, con marcado
acento catalán¾. Estás entre amigos.
¾¿Quién es usted?
¾Me llamo Joaquím, y no me pidas
que te explique cómo llegué hasta aquí. Me llevaría el doble de lo que tardé en
vivirlo. ¾El hombre se incorporó y permitió
que la luz incidiera en una horrible cicatriz púrpura que le cruzaba la cara.
Era bajo y robusto, tendría unos cuarenta años, aunque los rigores a los que se
había visto sometido lo hacían parecer más viejo.
¾¿Qué ocurrió con Janika? El
barbudo no me quiso decir nada.
¾La gitana murió, nena. Lo vuestro
fue... una locura, heroico, pero una locura. ¿Cómo os pudisteis fugar del tren?
¾Por el ventanuco, apilando
muertos... ¾Un sollozo fue preludio del
dolor. Carmen recordó los huesos quebrados de los cadáveres, la nariz de la
gitana oliendo su sexo, los perros, principalmente los perros; no se podía
sacar a los perros de la cabeza, no podía desprenderlos de sus piernas, a las
que seguían adheridos como cachorros a la teta.
¾Este lugar no es seguro ¾dijo Joaquím¾. Los nazis andan con ganas de
bombardear el bosque, de gasearlo, qué sé yo. Somos tercos, obstinados, y pocas
cosas les darían más gusto que borrarnos del mapa.
¾¿Por qué murió Janika? Era mi
amiga.
¾Le metieron una bala en el
pulmón, nena. Ni siquiera un médico la hubiera podido salvar.
Carmen se mordió los
labios. El dolor de las piernas y el dolor del corazón.
¾¿Usted peleó en España?
Joaquím vaciló un
momento antes de contestar; no estaba seguro si deseaba o no hacerlo. ¾Crucé los Pirineos en el treinta y
nueve. Pero no esperé a que los franceses me entregaran a los nazis.
Conversaron hasta el
mediodía, celebrando ambos la posibilidad de hacerlo en un idioma común. Joaquím,
mientras hablaban, aprovechó para cambiar las vendas de las piernas de Carmen;
no era médico, ni siquiera enfermero, pero la guerra desarrolla pericias
ocultas en el fondo de la desesperación.
¾¿Qué haremos, Joaquím? ¿Podré
regresar a mi país?
El partizano bajó la mirada y pareció
concentrarse en una bolsa de tabaco que le colgaba del cinturón. ¾Ese fue mi último cigarro ¾dijo.
¾Moriré aquí, ¿no es cierto?
¿Adónde podrían llevarme?
¾Haces demasiadas preguntas, nena.
Fue el turno de
Carmen de mirar hacia otro lado, no porque le importara que Joaquím le viera
los ojos, sino porque estaba siendo injusta con esa gente que apenas la conocía
y se había jugado el pellejo para salvar el de ella de los perros y los nazis.
¾Tiene razón; hago demasiadas
preguntas.
Las piernas mejoraron, contra
todos los pronósticos. Llevaría para siempre las marcas de los dientes, como un
tétrico repujado de tejidos fuera de su sitio, pero había salvado la vida.
Pasaba los días pensando en Janika y le resultaba sorprendente cómo el tiempo
jugaba una partida caprichosa consigo mismo, dilatando algunos episodios y reduciendo
otros hasta hacerlos casi invisibles. Había conocido a la gitana, había estado
unida a ella durante los instantes más intensos de su vida que pudiera recordar
y la había perdido. Todo aquello no había tomado más que un par de horas o
mucho menos. Luego, los días cayeron como un aguacero, martillando la memoria
con el puñado de recuerdos de lo vivido en el tren. Los nazis, los cadáveres,
Janika. Y ese extraño bosque, una y otra vez; ese bosque que parecía arrancado
de una realidad diferente, de otro tiempo. Era como si estuviera sumergida en
un fatal déjà vu, pero no de algo
ocurrido en el pasado sino de lo que iba a suceder en el futuro.
Los partizanos salían del claro y cruzaban
el bosque para hostilizar a los transportes, colocando explosivos en las vías.
Algunos regresaban heridos, otros ni siquiera regresaban. Carmen fue
memorizando los horarios y un buen día, harta de ser una carga, esperó a que la
mayoría de los hombres y mujeres partieran para abandonar la cabaña en
dirección opuesta. Había puesto pan, queso y agua en una bolsa y, aunque las
piernas le dolían bastante, imaginó que la floresta debía tener un límite.
Saldría a un prado, a una aldea en la que campesinos ignorantes de la carga que
llevaban los trenes, ajenos a los nazis y judíos y gitanos y rojos, le darían
leche de sus ovejas y hasta un buen pedazo de tocino. Pero restaba un
movimiento decisivo para que su plan pudiera aspirar a un mínimo de éxito: el
triángulo. Usando la navaja de Janika que había recuperado ¾Joaquím logró que el partizano que la trajera al campamento
se la devolviera¾ cortó con cuidado las puntadas
que unían el trozo de tela a la manga. Ya no era negro, ni siquiera marron o
gris; había cobrado un color indefinido, tan indefinido como su propio origen.
No sé quien soy; tampoco me importa.
Arrojó el triángulo a
los restos de la hoguera y lo vio consumirse en segundos. Otra vez el tiempo.
Janika, una vida en un instante, una chispa de mil años. La fogata se asemejaba
a un bosque en llamas, el bosque de sus visiones, un bosque traicionero que
ocultaba una terrible mentira. Guardó la navaja en el bolsillo.
Le quedaban varias
horas de luz y el aire de primavera casi la llegó a convencer de que regresaba
al Rosedal de Palermo para pasar la tarde con sus amigas. Fue sencillo. El
terreno descendía y el suave declive facilitaba la marcha. No podía calcular,
pero quizás había caminado unas dos horas cuando los árboles empezaron a
espaciarse y supo que salía del bosque.
Carmen sentía una
inusual felicidad. Dejaba atrás la pesadilla y ni siquiera le importaba lo que
pudiera ocurrir de allí en más. Metió la mano en el bolsillo y apretó la
navaja, segura de lo que haría si volvía a caer en manos de los nazis.
El bosque se abría a
un prado recién arado. Se esforzó por adivinar qué sembraría aquella gente. Ni
siquiera sabía dónde estaba. ¿Polonia? ¿Alemania? Papas, trigo, centeno, tal
vez. Allí no encontraría maíz o mandioca, como en su tierra. Divisó un camino a
lo lejos y apuró el paso todo lo que le permitían sus piernas maltratadas.
El automóvil era muy extraño,
verde, de un modelo que no lograba identificar, aunque vio la marca: Ford. Un
modelo nuevo, en todo caso, demasiado nuevo. En torno al vehículo, dispuestos
al azar, como aburridos, había cuatro hombres vestidos de paisanos. Por un
momento temió cometer una imprudencia y se dispuso a retroceder. Pero los
hombres ya la habían visto y después de todo, cuando les hable en mi idioma,
pensó, estarán tan desconcertados que no sospecharán de mí aunque sean de la Gestapo. Además ,
no parecían alemanes. Ninguno de ellos era rubio. Tres de ellos usaban grandes
bigotes y todos se cubrían los ojos con anteojos oscuros.
¾Hola ¾dijo moviendo la mano alegremente.
¾Hola ¾le contestó el más corpulento, en perfecto
castellano¾. Te estábamos esperando,
Blancanieves. Pensamos que nunca saldrías de ese bosque.
¾¿Es ella? ¾dijo uno de tez muy oscura;
parecía moro o indio.
¾Claro que es ella, pelotudo.
Mirale las piernas.
¾¿Las piernas? ¾Carmen quiso retroceder,
presintiendo algo torcido en el concepto y en el tono: los tipos hablaban en
porteño; no tenía sentido, ¿qué hacían esos hombres en ese lugar? Pero antes de
que pudiera detener la marcha, tres de ellos le cerraron el paso y la sujetaron
de los brazos. Mientras el alto la miraba con los brazos cruzados, el moreno le
arrebató la navaja, como si hubiera sabido desde siempre que estaba en el
bolsillo, y otro de los hombres, uno que tenía nariz de boxeador, sacó una
capucha negra del bolsillo y cubrió la cabeza de Carmen.
¾¿Qué hacen?
¾Enderezamos algo que se torció,
flaquita —dijo uno de los hombres—, o algo que siempre estuvo torcido. ¿Ya te
olvidaste de tu amigo, el rojo; de lo que hizo en Buenos Aires? Nosotros no,
flaquita, nosotros tenemos muy buena memoria. Ya vas a ver de todo lo que nos
acordamos.
La capucha olía a
muerto. El tiempo, como siempre, caprichoso, tomó a Carmen entre sus brazos y
la meció de un lado a otro de la eternidad. No fue un breve, infinitesimal
instante. Esta vez supo que, sin lugar a dudas, todo había terminado, que no había
escapatoria. El gran auto verde se puso en marcha con rumbo desconocido. Abrió
los ojos y vio oscuridad y, aunque no había ningún triángulo, recordó todo lo
que ocurriría de allí en adelante.
Pueden leer la versión en francés de este cuento en:
https://jplanque.pagesperso-orange.fr/Triangles_de_couleurs.htm
Pueden leer la versión en francés de este cuento en:
https://jplanque.pagesperso-orange.fr/Triangles_de_couleurs.htm
Sergio Gaut
vel Hartman es un escritor y editor argentino. Entre otros, publicó los
siguientes libros: Cuerpos descartables
(1985), Las Cruzadas (2006), El universo de la ciencia ficción
(2006), Espejos en fuga (2009), Sociedades secretas de la historia argentina
(2010), Historia de la Segunda Guerra
Mundial (2011), Vuelos (2011) Avatares de un escarabajo pelotero
(2017), Otro camino (2017), La quinta fase de la Luna (2018) y El juego del tiempo (2018). Ha compilado
casi treinta antologías y fue finalista de los premios Minotauro y U.P.C.
Lo que se busca en un cuento es llegar al lector, provocarlo, sacarlo de su zona de confort, y esto está logrado.La lectura me dejó una amarga sensación de impotencia y tristeza por un lado y, por otro, me recordó a EL SUR de Borges o LA NOCHE BOCA ARRIBA de Cortazar, y entonces la perspectiva cambia (claro está es mi impresión). visto así, el tren y todo lo que hay en él parece el producto de una mente que trata de escapar a la tortura a que la están sometiendo, y lo hace al peor lugar y momento. Esta sensación me dura solo hasta que a la muchacha le sacan la navaja y todo vuelve a empezar (ya no puede torcer su destino). Al final me quedo con la lucha y la resistencia que opone la protagonista frente a sus verdugos, antes de que la escena cambie de la Alemania nazi a la dictadura en Argentina, dejando toda interpretación lógica de lado. Pero los verdugos son eso: un absurdo aberrante en cualquier tiempo y lugar.
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