¿Qué son las BIFICCIONES? Respuesta: narraciones breves escritas a cuatro manos (o dos cabezas, elijan). Durante bastante tiempo, un grupo de creadores se han unido para experimentar jugando a escribir alternándose en el manejo de personajes, escenarios y tramas; produjeron un largo millar de textos. Hay ejemplos famosos en el campo de la ficción especulativa: Pohl y Kornbluth, Lewis Padgett (Moore y Kuttner), los hermanos Strugatski... Trataremos de estar a la altura. Pasen y lean, disfruten, si corresponde, y sepan que no será la última vez que publique esta clase de obras. Están advertidos.
CINCUENTA MINUTOS
Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio
Ilustración: óleo del pintor británico Stephen John Darbishire
La ventana se abre, puedo ver un mundo perfecto,
repleto de jardines con flores, gente bondadosa que vive contenta, un cielo
límpido y aire puro. Me encanta contemplar este espacio una y otra vez, suelo
hacerlo casi todo el día. Lástima que solo sea un recuerdo pasado, de hace diez
años. Hoy todo está podrido. Todo, excepto esta cúpula que me mantendrá vivo
por los próximos… cincuenta minutos. Creo que pasaré mis últimos momentos
mirando este hermoso paisaje.
—¿Limpiaste la casa? —me dice mi
mujer.
—¡Vamos a morir en cincuenta
minutos! —digo.
—Claro, para el señor, cualquier
excusa es buena. Total, la que lava, plancha, cocina y barre soy yo mientras su
alteza mira de lo más tranquilo unas tontas imágenes y espera, sentado, nuestro
Apocalipsis.
Golpeo mi reloj. Dios, ¿es que el
tiempo del fin del último hombre vivo no puede transcurrir más rápido?
SEA MONKEYS
Claudia Isabel Lonfat & Luciano Lara
Era finales de los ‘70 cuando mi hermano trajo el sobrecito mágico. Estaba alegre y lleno de expectativas. Si hasta le brillaban los ojos y sonreía excitado. Eso era algo muy raro en Juan, no solo por lo difícil de contentar, sino debido a su carácter parco, casi salvaje.
Las imágenes del sobre daban lugar a todas las fantasías. Se podían ver unas diminutas criaturas semejantes al ciempiés, de numerosas patas largas y transparentes, con antenitas de caracol y ojos redondos oscuros. Todo más cerca de mi imaginación, que lo que podía transmitir la pobre ilustración caricaturesca del sobre.
De pronto, mi casa, que por lo general era poco alegre y hasta sombría, se había llenado de esperanzas y nuevas expectativas en torno a esas pequeñas cosas en estado de suspensión, a quienes nosotros, como familia, debíamos cultivar, y por qué no decirlo; darles vida. Seguimos las instrucciones confusas, tal vez mal traducidas del sobre “al pie de la letra”, como decía mamá. Compramos la pecera, los chirimbolos de plástico Made in China que simulaban ser algas o algo parecido, el termómetro, y toda la parafernalia para que nuestros monitos nadadores tengan su vida y nos alegren la nuestra.
Y así fue, los monitos marinos nos alegraron la vida; recuerdo que volvíamos de la escuela y lo primero que hacíamos era sentarnos frente a la pecera para verlos nadar.
—¡Ahí va uno! ¿Lo viste? —gritaba Juan.
—¿A ver? ¿Dónde?
—Ahí, nena ahí —y me marcaba el lugar pasando el dedo por la pecera.
—Si ponés el dedo no me dejas ver nada —respondía yo presa de un fastidio absoluto.
—¿Ay, pero no los ves? —insistía mi hermano.
No, yo no veía nada; confieso que desde chica he sido bastante corta de vista y que serlo me llenaba de vergüenza. La escena se repitió durante todos los días de la primera semana del experimento hasta que, como si fuese producto de la mismísima creación, el séptimo día, me pareció que estaba viendo a uno. Esa tarde me quedé sola durante horas mirando la pecera, y sí; me pareció ver más.
La fantasía duró hasta que Leonel, el vecinito de enfrente, un pequeño intelectual del que yo estaba enamorada, nos pinchó el globo:
—Ahí no hay nada —dijo en un tono más bien seco—, ustedes son pequeños pichones de esta sociedad; solo ven lo que el sistema quiere que vean.
Las palabras de Leonel fueron como puñales. Me dieron ganas de llorar, pero me la banqué. No iba a mostrar debilidad frente a ese hombrecito mandón y con entrecejo fruncido. Así que estaba dispuesta a seguir hasta las últimas consecuencias.
Mi hermano lo miraba furioso desde un rincón, y hasta me pareció que le brillaban los ojos; le tenía ganas desde hace rato:
—¿Qué te pasa, cuatro ojos! —exclamó—. Andá a visitar al oculista, o mejor cambialo por otro —agregó con una carcajada. Leonel se puso rojo, pero enseguida recobró su postura de superado.
—Qué se puede esperar de un burro como vos que compra todo lo que la publicidad vende…
No alcanzó a terminar la frase, cuando mi hermano se le tiró encima y lo empujó con tanta fuerza, que vi como Leonel se doblaba y salía expulsado hacia atrás, mientras que sus anteojos, gruesos como culo de botella, quedaban separados de su cuerpo y caían dentro de la pecera al chocar contra el brazo de Juan.
Leonel se tocó los ojos y se puso más rojo todavía. Empezó a caminar a los tumbos hacía la pecera con la idea de meter una mano adentro; Juan se abalanzó sobre él y ambos cayeron encima de la pecera que estalló en mil pedazos. Junto con el agua se desvanecieron los sea monkeys, la esperanza y la alegría de los días previos. Todo arruinado; los filósofos tienen eso: lo arruinan todo con su búsqueda de la verdad; si lo sabré yo que llevo cincuenta años al lado de Leonel. Atraída por su conocimiento como si fuese una droga necesaria para la vida y a la vez, experimentando la ruina absoluta de todos mis sueños.
Es una bella tarde primaveral; Leonel y yo tomamos mate a orillas del río:
—Sabés, viejo —le dije —; estaba pensando algo.
—A ver…
—La acumulación de conocimientos no implica sabiduría.
Leonel me miró extrañado, detrás de sus anteojos culo de botella y sonrió; no era tonto y sabía que una vez más lo estaba probando. No me respondió.
—¿Hay vida después de la muerte? —le pregunté aterrorizada; no quería que también me lo arruine. Entonces el viejo filósofo; mi marido “arruina esperanzas”, el hombre más sabio que he conocido, sonrió y me tomó de la cintura.
—¿Te acordás de los sea monkeys? —preguntó y yo asentí—, tengo que pedirte disculpas, estaba muerto de amor por vos y no soportaba al pelotudo de tu hermano. Te confieso que me parece haber visto alguno…
LOGÍSTICA
INCORRECTA
Patricia
K. Olivera & Sergio Gaut vel Hartman
Cruzamos
el portón de entrada a la fábrica en medio de jirones de niebla que se
filtraban por los intersticios de las tablas de madera mal cortadas. La
visibilidad era muy pobre, aunque no tardamos en ver el costado del sendero
sembrado de cadáveres vestidos con pijamas rayados, cubiertos de lodo y sangre.
La primera impresión fue que llevaban muchos días y noches en aquel lugar. Sin
embargo, Nikki observó que no podían ser más de dos, habida cuenta de que los
orzos se habían retirado en desorden cuando nuestra artillería los diezmó entre
lunes y martes de esa misma semana.
—No los entiendo —dijo Karter—. Invadir otro planeta con una
logística tan débil. Los recursos insumidos deben haber sido cuantiosos, pero
sus armas son una porquería.
—Nadie entiende, amigo —le dije—. Pero no fue gratis, te
recuerdo.
—Nada comparado con lo que predijeron las historias de
invasiones alienígenas —insistió Karter.
—¡Estupideces! —dijo Elssie, tan cáustica como siempre—. La
realidad supera a la ficción.
—Te recuerdo que en este caso ha sido al revés —replicó Nikki
con una sonrisa.
—La realidad superó a la ficción —insistió la bióloga,
obstinada—. La ficción es un remedo torpe de la realidad, y los poderes
predictivos de los escritores no valen nada —murmuró, sin dejar de observar con
detenimiento uno de los cadáveres.
—No se entiende tu aguda observación —acotó Karter, burlón.
—En las historias que mencionaste, los alienígenas son más
avanzados que nosotros y, de acuerdo con lo que hemos visto, este no sería el
caso —finalizó, concentrándose en la información que el escáner desplegó en la
pantalla, después de deslizarlo sobre uno de los cuerpos.
—Entonces… —La animé a seguir.
—Los orzos tratan de desentrañar nuestra logística. Solo que
no saben aún cómo afrontar el desafío... —Elssie interrumpió su perorata por
unos breves segundos—. ¿Qué significan estos cadáveres? —murmuró ensimismada—.
¿Quiénes eran estas personas?
—¿Eso significa que la última avanzada de los orzos fue una estrategia?
—preguntó Nikki sorprendido—. ¿Los crees tan inteligentes?
—Escanearemos los iris; los registros nos dirán quiénes son —anunció
Karter, pero nadie le prestó atención.
—Creo que los están subestimando—continuó Elssie, en
respuesta a la pregunta de Nikki—. Sus armas serán una porquería, pero algo o
alguien fue la causa de que esto sucediera.
—¿Los cadáveres? —intervino Ruth, la psicóloga, bastante
preocupada—. ¿Acaso vas a informarnos qué le sucedió a estas personas?
—No lo puedo confirmar hasta no estudiar los cuerpos en el
laboratorio, pero algo fuera de lo común provocó ese avanzado estado de
descomposición —respondió Elssie, yendo hacía el vehículo, y dejándonos con la
palabra en la boca.
Nos mantuvimos en silencio un rato, la conversación que
acabábamos de tener quedó dando vueltas en nuestras cabezas.
—Bien. Peinemos la fábrica y los alrededores—ordenó Nikki—. Seamos
minuciosos, cualquier elemento que encontremos será fundamental para dilucidar
lo que ocurrió.
De no haber sido por los comentarios antipáticos de la bióloga,
ninguno de nosotros se hubiera tomado la tarea tan en serio. Si habíamos sobreestimado
el poderío de nuestra fuerza militar, al punto de no detectar una posible
filtración, debíamos solucionarlo lo antes posible.
—Ya tenemos el listado con los nombres de esas personas —anuncié
cuando entramos al laboratorio—. Eran pacientes en uno de los refugios
psiquiátricos de la zona central. Todos
ocupaban la misma barraca; desaparecieron hará cosa de un mes.
—¿Y cómo no estábamos al tanto? —preguntó Karter sorprendido.
—Lo mismo le pregunté a la médica encargada de la barraca
—respondí extendiendo las manos en un gesto que revelaba perplejidad—. Dijo que
ya había pasado otras veces, pero explicó que desistieron de hacer las
denuncias porque los militares no los tomaron en serio. Piensa que fueron
discriminados por ser pacientes psiquiátricos.
—Entonces entran de lleno en mi campo —dijo Karter—. Los
orzos están usando un truco de prestidigitador. Nos hacen creer que son torpes,
que su logística es deficiente; han perdido demasiadas unidades de combate,
instalando la idea de que desprecian la vida de sus efectivos. Pero mientras
operan en esa dirección, distrayéndonos, preparan una ofensiva que nos
destruirá por completo.
Corroborando la especulación de Karter, Elssie regresó pálida
y demacrada.
—Las autopsias —dijo con un hilo de voz— demuestran que los
cadáveres carecen de sistema nervioso. Les extirparon el cerebro y todo lo
demás cuando aún estaban vivos.
Como respuesta inmediata a las noticias traídas por Elssie,
Ruth empezó a vomitar y Karter se aferró a una viga de acero para no caerse.
Pero eso no fue todo. Simultáneamente se precipitaron sobre nosotros un par de eventos
asombrosos. El más avasallante fue que cientos de orzos irrumpieron en la
fábrica abandonada en medio de un vendaval de sonidos estridentes. Aquellos
seres diminutos, erizados de espinas, cuya apariencia nunca pudimos asimilar a
ninguna criatura natural de nuestro mundo, presente o pretérita, se desplazaban
a nuestro alrededor de un modo errático, caótico, produciendo más confusión que
daño. Pero no puede calificarse de menor la consecuencia directa de ese desorden.
Llegó a mi mente un concepto claro y definido. Los orzos habían, por fin,
encontrado una logística correcta para derrotarnos, o por lo menos eso creyeron
al apropiarse de los sistemas nerviosos de los internos del psiquiátrico:
pretendían sumirnos en la locura, fabricar una suerte de desorganización mental,
obligándonos a perder el rumbo de nuestros actos, desbaratando la estrategia
defensiva que creamos cuando fuimos invadidos.
Lo que los orzos ignoran es que la demencia es el estado
natural de la especie humana y que la única diferencia entre los que están
afuera y adentro de las instituciones psiquiátricas es el mayor o menor talento
para disimular las perturbaciones.
Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Patricia K. Olivera, Montevideo, Uruguay; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Luciano Lara, Quilmes, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.
Ideas que se potencian y crean relatos de las más pura humanidad atravesada por lo fantástico. Una lectura ágil y placentera. Muchas gracias.
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