domingo, 8 de septiembre de 2019

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (UNO)

Me pidieron una sorpresa y respondo con una sorpresa que tiene mucho de homenaje. Tres cuentos escritos por ocho autores, por tríos, como respuesta creativa al proyecto LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO. Y el homenaje es a uno de esos escritores, mi gran amigo Héctor Ranea, que nos dejó demasiado pronto.







ESTRUJANTES, GLÓBULOS Y FLUCSIOS
Daniel Alcoba, Patricio G. Bazán, Héctor Ranea

Siendo como soy un omnívoro radical, en Titán dudo entre comer glóbulos, naranjas de dos metros de diámetro sobre seis patas rodantes, o estrujantes, sus predadores, que cazan en los pantanos de las selvas sud ecuatoriales de P 3268 G Alpha Centauri con exprimidores mecánicos colosales que arrastran en carretas de treinta ruedas tiradas por flucsios dodecápodos corniveletos de pelaje overo rosado. Los flucsios, tienen
una carne excelente para guisar. Se asan los todavía jóvenes, con cuernos no más grandes de un jeme.
—¡Adelar!
—¡Adela’ar para ti, también, primo!
Estaba a punto de almorzar. Elegimos una mesa a la sombra de un phaat enano de lujuriantes inflorescencias. El denso y dulzón aroma estimulaba aún más nuestro insaciable apetito.
—¿Qué pensaste para la entrada, primo?
—Costeletas de flucsio, primo. Con salsa de marjantes.
—Buena elección, primo. No muy hechas.
El camarero octópodo nos trajo la carta (DIN A3, 400 páginas papel ilustración impresa a 4 colores), casi dos kilogramos de difíciles decisiones, así que ni la miré.
—Lo mismo que él, con pelo del flucsio y, por favor, que el jugo de corniveleto esté a punto, no hervido. —El primo me miró con curiosidad.
—No sabía que te gustaban los corniveletos.
—Si está pasado me hace montar en cólera.
Como era previsible, el octópodo entendió mal y el cuerno vino con ese sabor a leche quemada que parece gutapercha rancia y respondí por mí. Me comí al octópodo y dos metros de la cola de mi primo.





PERDIDA EN LAS PROFUNDIDADES

Claudia Isabel Lonfat, Juan Manuel Montes, Daniel Alcoba

Se internó en la red como cualquier día. Después de aburridas horas de videos y comentarios sin sentido, cayó dentro de una publicidad. La publicidad la llevó cibernéticamente hacia una puerta, pagó el onecoin que costaba el ingreso y bajó las escaleras. Jamás había descendido tanto por la red. A su alrededor emergieron pantallas ofreciéndole sexo exótico y planos de armas en 3D. Treinta pisos más abajo encontró que los pasillos estaban húmedos y poco actualizados. Avanzo igual, a pesar de cierta incertidumbre, un poco entregada a lo que pudiera ocurrir en ese desvío virtual, hacia dónde era arrastrada por la curiosidad y el morbo. Ahora el silencio era absoluto; no se escuchaba el sonido de las ventanas emergentes, ni a los locutores robotizados. Entró en una habitación oscura que olía a almizcle. En un rincón se condensó el rostro de un hombre atractivo que le sonrió con ternura y la insolencia de un amante inminente que parecía conocerla de toda la vida.
—¿Es posible hacer el amor con un holograma? —quiso saber.
—Claro —respondió el galán etéreo—, pero para que salga bien tienes que encontrar los algoritmos de tu deseo, que son únicos. Y usarlos como si fuesen íntima lencería.
Ella cerró los ojos. De inmediato se abrió una ventana emergente desde el punto G, irradiando un fuego desconocido que iba más allá de las entrañas; en segundos, se convirtió en polvo.







CONSECUENCIAS INESPERADAS
Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, Sergio Gaut vel Hartman

Al chocar contra la pared a una velocidad descomunal, el automóvil quedó reducido a una papilla humeante de metal indescifrable. Los restos fueron vidrios y ladrillos desparramados por todas partes. Sin embargo, Werner no se hizo ni un rasguño. Se levantó y miró el desastre. Esperaba no haber roto nada importante; ni siquiera conocía el pueblo en el que estaba y ya daba una mala impresión. Salió tambaleándose del vehículo para alejarse antes de que explotara y cayó de rodillas pocos metros más adelante. Una muchacha se acercó a él para auxiliarlo y un policía preguntó:
—¿Cómo es posible que no se hiciera ningún daño? —Werner reconoció que no había usado el cinturón de seguridad ni bolsas de aire.
—Es un caso de Impresión Demorada —dijo la chica—. Es raro pero sucede. —Aunque ella no lo conocía, lo rodeó con sus brazos y lloró. Werner entendió sus palabras un segundo antes de que su tórax se partiera y su cabeza reventara.
Las semillas de Werner se esparcieron por todo el pueblo, y a su debido tiempo, germinaron. La chica, que se hacía llamar Leticia Oxford desde que vivía en la Tierra, cultivó los pequeños Werner con dedicación y esmero. Como pertenecía a una especie que se caracterizaba por su longevidad, tuvo tiempo de ver crecer a sus retoños y tras un prolijo adoctrinamiento, los usó para conquistar el planeta.  

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Héctor Ranea, Salta, Argentina; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Patricio Guillermo Bazán, Buenos Aires, Argentina; Daniel Alcoba, La Plata, Argentina; Juan Manuel Montes, Mendoza, Argentina; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

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