EL ÚLTIMO SEGUNDO
Antonio
J. Cebrián
¿Por
qué nadie habrá marcado este día en el calendario? ¿Cómo es posible que todas
esas fiestas, patronímicos y hasta fases de la Luna aparezcan, ordenadamente
reseñados en colores y en cambio se hayan olvidado de este día? Debería venir
resaltado con ahínco en todos los colores y con luz intermitente, al menos, en
mi calendario particular; porque éste es el segundo día más importante de mi
vida.
Entre todos los autobuses de línea de todas las ciudades y
entre todos los países del ancho y agitado Mundo, las confluencias planetarias
y los designios del destino habían mandado a aquel hombre precisamente a éste,
mi autobús.
Aquel individuo sombrío —cuyo nombre no me atrevería a
intentar pronunciar y cuya causa, no es que no me importe, ni había oído hablar
de ella—, permanecía de pie en el pasillo central sosteniendo una pistola
vieja, desgastada por el uso en innumerables conflictos y fechorías,
ordenándonos a voz en grito que permaneciéramos en silencio con las manos en la
cabeza.
El tiempo pasaba y pasaba, lento y agónico sin que nadie
nos informara de lo que estaba ocurriendo. Probablemente a estas alturas, los
políticos ya habrían difundido los habituales discursos contundentes con los
que se resuelve la incómoda situación que este tipo de incidentes genera.
Me hubiera gustado disponer de un aparato de televisión
para poder informarme sobre lo que me estaba pasando.
Y como no podía ser de otra forma, de entre las doce
personas que nos encontrábamos allí —todas y cada una de ellas con muchas menos
razones para vivir que yo, al menos en mi humilde opinión—, el individuo de la
pistola me eligió.
No pude evitar el desesperado intento de cambiar lo que el
vulgar azar había pretendido disfrazar de inamovible designio cósmico.
—Llévesela a ella —dije—. Es mucho más vieja y
probablemente le causará más problemas que yo si la deja aquí.
El intento fue infructuoso.
Mientras me empujaba por el pasillo central hacia la
puerta, me consolé pensando que como nadie sabía si el elegido sería muerto o
liberado, mi intento podía entenderse repleto de altruismo y bondad; no sólo
como la mayor de las vilezas.
Pero el trayecto era corto y pronto me vi de pié sobre el
escalón y con la pistola en la nuca. Al parecer la negociación no había
satisfecho al secuestrador. Sentí una extraña curiosidad por conocer su causa.
Desde luego, el método publicitario que había empleado resultaba demoledor.
Podría haberle propuesto un trato: “Tú me
matas a mí para promocionar tu causa y yo te mato a ti para promocionar la mía.
¿O acaso pensaste que yo no tenía causa? ¿Que todos y cada uno de los hombres
no portan consigo la más digna, encomiable e inmensa causa posible?”
Pero no parece que el trato pudiera dar fruto. Después de
todo, mi horóscopo de hoy rezaba: “mal
día para los negocios. Salud excelente.” Hay contradicciones difíciles de
prever.
Llegados a este punto ahorraré las súplicas y los detalles
más denigrantes, aunque sí quiero relatar con todo detalle lo que sucedió
después…
Foto de dominio público
Cuando
tuve la certeza de que el fin era inevitable, todo a mi alrededor empezó a
moverse cada vez más lentamente… y en el último instante, fui consciente de
algo que siempre supe pero nunca se me había manifestado: comprendí que el
Tiempo es ajeno a la Materia, que en realidad, es sólo un producto resultante
del silencioso deslizar de la conciencia sobre el entramado íntimo del
Universo. Ella alarga el Tiempo y lo acorta a su merced cuando la situación se
lo sugiere. Por eso, cuando la detonación proyectó la bala por el cañón del arma,
el Tiempo aminoró su marcha hasta casi detenerse. Y mientras el proyectil
flotaba a lo largo de los escasos centímetros que lo separaban de mi cabeza,
supe que el final estaba cada vez más lejos, que mi conciencia —incapaz de
aceptar su propia extinción— ralentizaría el tiempo indefinidamente. Si era
necesario, lo detendría por completo antes de que el daño fuera irreversible.
Solo me restan algunas preguntas: ¿Es esta situación
definitiva e inalterable? ¿Permaneceré aquí para siempre? ¿Está el Mundo y la historia
repleta de conciencias atrapadas en el último instante de su vida?
Meditaré sobre ello indefinidamente durante este último
segundo del último día de mi vida.
Antonio J. Cebrián
nació en Albacete, España, en 1964 y desde pequeño mostró una gran inquietud
por toda clase de actividades artísticas. Comenzó con el dibujo y el cómic y,
más tarde con la música. Cursó estudios clásicos de piano, violín y viola que
compaginó con una aproximación autodidacta a la música moderna y la
participación en grupos de diversos estilos. Completó la carrera de Ingeniero
Informático y su pasión por la divulgación científica lo llevó a adentrarse en
la narrativa conjetural. Ha publicado relatos en las antologías Visiones (2004), Fabricantes de Sueños (2006 y 2008), Los Universos Vislumbrados 2 (2007), Grageas 1 (2007), Cefeidas
(2009), Grageas 2 (2010), Grageas 3 (2014).
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