Luciano Doti & Javier López
El amanecer de ese día fue muy extraño. A él y a todo
su grupo de neandertales los había despertado un murmullo. Salieron afuera de
su precaria vivienda y un poco más allá divisaron la fuente de ese murmullo:
eran hombres, pero diferentes a ellos en lo que respecta a su fisonomía.
Además, podían hablar de manera articulada y parecían poseer una habilidad
superior para el uso de herramientas.
Los cromañones se convirtieron en
sus dioses, con esas finas destrezas que les permitieron una vida más cómoda.
Pero pronto aquellos seres cándidos se dieron cuenta de que la posición
dominante que les otorgaba a sus visitantes esa inteligencia superior, se
volvía contra ellos. Fueron esclavizados y, con el tiempo, exterminados.
Hoy los antropólogos debaten sobre
las circunstancias de la desaparición de los neandertales. Es muy sencillo.
Tratándose de seres humanos, solo podían sobrevivir los que tenían más mala
leche.
CASI
VENCIDOS
João Ventura & Sergio Gaut vel Hartman
Abandonamos el bosque para seguir la traza de un arroyo
casi seco cuyo lecho estaba atiborrado de troncos podridos, peñascos y ramas
quebradas. Pasamos junto a los restos calcinados de varios dikis, y doscientos
metros más adelante nos encontramos frente a una torre de vigilancia de los
invasores. Por fortuna logramos cubrirnos antes de que los vigías advirtieran
nuestra presencia. La capacidad de los dikis para construir refugios y puestos
avanzados en pocas horas compensaba largamente su torpeza e incompetencia a la
hora de sostener la atención sobre cualquier objeto o ser que permaneciera
quieto más de cinco segundos, y si nosotros no habíamos sucumbido por completo todavía
era gracias a eso, ya que la superioridad de su armamento sobre el nuestro era
muy notoria y contundente.
—La torre está muy deteriorada
—dijo Flemy—. Creo que aquí les dimos duro y no retroceden solo de puro
testarudos.
El sargento Yuker, que comandaba
nuestro pelotón, siempre tomaba en cuenta las observaciones de Flemy, quien
antes de producirse la invasión había sido directora de una revista de
pasatiempos orientada al pensamiento lateral.
El camino se hizo más abrupto cuando
rodeamos la torre y trepamos la barranca para volver a ingresar al bosque.
Cuando nos paramos en medio de los
árboles, fuera de la vista de la torre, el sargento se detuvo. De una caja que
llevaba en la cintura, sacó un moscardón que encajó en una abertura del
brazalete multiusos que cubría su antebrazo izquierdo. Habló en el micrófono
del casco haciendo un breve informe.
—Encontramos una torre muy dañada
y varios cadáveres de dikis. No sabemos si hay enemigos en la torre. Esperando
instrucciones.
Tomó el moscardón y lo lanzó al
aire y el micro drone comenzó a volar, alejándose rápidamente para llevar el
mensaje al Puesto de Mando.
—Disfruten comiendo hasta que
lleguen las instrucciones —dijo el sargento Yuker. Y el personal comenzó a
atacar las barras de proteínas y los concentrados vitamínicos de las raciones
de combate.
Media hora después, los que
dormían se despertaron con la palabra clave post-hipnótica pronunciada por el
sargento, y todos estábamos en alerta máxima. El moscardón acababa de llegar,
se alojó en el brazalete y el mensaje del Puesto de Mando apareció en la
pantalla del sargento.
Leyó en voz alta:
—Verificar la torre. Eliminar
posibles sobrevivientes. Poner trampas en la torre, retirarse y esperar. ¡Vámonos!
Esto desencadenó un brote de
actividad en el pelotón. Comenzamos a armar el roboperro que habíamos
transportado en piezas separadas. Diez minutos más tarde el Cohete —ese
era el nombre que el pelotón le había puesto— ya estaba caminando entre el
grupo, olisqueando uno y otro. Su aspecto de mascota era ilusorio, de hecho era
una sofisticada máquina de guerra.
El sargento le puso el brazo
alrededor del cuello, transfiriendo la información de que iba a necesitar y se
lo dijo:
—¡Busca y mata! ¡Vete!
Yo y otro compañero, al borde del
bosque, seguimos su ruta hacia la torre. Se movía cerca del suelo prácticamente
sin mover la vegetación. Solo podíamos seguirlo con los sensores térmicos
conectados.
Cuando llegó a la base de la
torre, comenzó a subir hasta encontrar un agujero causado por el fuego de
nuestras tropas y entró por él.
Diez minutos después oímos el
aullido de un lobo. El Cohete había terminado su misión.
—Terra limpia —dijo el sargento—.
¡Hagan lo que hay que hacer, rápido! ¡Vámonos!
Entramos a la torre por el mismo
agujero. Recorrimos todo el edificio, colocando bombas de racimo en todo lo que
nos parecía importante.
Encontramos, en diferentes salas,
tres dikis derribados por nuestro Cohete, con micro agujas neurotóxicas
clavadas en las gargantas de los alienígenas. No obstante, había algo que no
cerraba. Demasiado simple, decía una voz en mi mente, demasiado sencillo. Todos
aquellos cadáveres en el lecho seco del arroyo y la facilidad con que el Cohete había limpiado la torre... Pincé mi nariz
con dos dedos y miré a Flemy. Ella asintió y dijo estas seis palabras:
—Hay que desconfiar de lo obvio.
Fue el momento exacto en que se desató el infierno. Todos los cadáveres
de dikis del arroyo y de la torre se incorporaron al unísono, como si hubieran
sido activados por un controlador remoto, y empezaron a disparar desde los
muñones, los ojos y la boca. De todos los orificios y extremidades del cuerpo
de cada uno de los invasores brotaron chorros de una sustancia verde, pegajosa
y maloliente que se adhirió a nuestros cuerpos e impidió cualquier movimiento.
Miré a Flenny, a Kiss, a García, a Junípero y al sargento Yuker; todos habíamos
quedado envueltos esa especie de film, como el que se utiliza para proteger las
maletas. Y casi de inmediato comprendí qué había ocurrido con los dikis y que
ocurriría con todos nosotros a continuación. Pensamiento lateral.
CIERTOS LÍMITES
Alejandro Bentivoglio
& Carlos Enrique Saldívar
La estatua se mueve sola todas las noches. No queda
ninguna duda. Ni siquiera se molesta en ocultarlo. Está filmada en todas las
cámaras. Sin embargo, nadie se anima a ir y enfrentarla en persona. Escuchamos
sus pesados pies por los rincones del museo, sin que nadie se atreva a hacer
nada. Nos quedamos quietos y esperamos que llegue la mañana. Solamente un niño,
quien ha escuchado la noticia de sus mayores, se aventura a pararse frente la
escultura para preguntarle por qué se traslada de un lugar a otro.
—Porque me aburro mucho aquí, sin
hacer nada —responde la figura.
Desde entonces otros pequeños la
rodean y realizan con ella todo tipo de juegos, le cuentan historias y chistes,
y pasan momentos gratos de diversión.
Nosotros lo permitimos porque
alguien debe entretener a la efigie. Nosotros no podemos. Solo los niños, con
su increíble imaginación, son capaces.
COFRADÍA
Edilberto Aldán & Ricardo Bernal
El azar y una noche lluviosa los reunió. Descubrieron
que soñaban lo mismo, también que esos sueños eran resultado de los libros que
estaban leyendo.
Establecieron sitio y fecha para
los encuentros siguientes. El grupo y su poder crecieron. En un principio
seleccionaron los libros que hacían surgir los sueños compartidos.
Lentamente aprendieron a domar los
sueños, a convertirlos en augurio: lentamente su poder fue creciendo.
Hoy saben que para estar en todos
los hombres sólo falta el libro que los transforme en sueños. Hoy saben que el
lector de ese libro ha de morir. Este párrafo es el final de la historia.
COMO
EN EL PRINCIPIO Y SIEMPRE
Lucila Adela Guzmán & Carlos Enrique
Saldívar
Sin cable, sin pilas, sin piedra naufragará la
humanidad desabastecida. ¿Yo?, yo me olvidé. Sí, olvidé cómo y lo que es peor,
ni sé para qué sirve la piedra, ¿para hacer fuego?
¿Quedará alguien que sepa amasar
el pan sin tener que googlear las instrucciones? Ah... Ya nadie sabe hacer las
cosas como eran en un principio; un principio que hace rato que dejó de ser «y
siempre»; todas las abuelas se han desvanecido en lo virtual e hipnotizadas por
los píxeles se la pasan jugando al Candy
Crush. Yo me desconecté de Internet hace cinco minutos y ya he comenzado a
sentir los achaques. He olvidado tantas cosas, cómo leer un libro, cómo besar a
alguien, cómo reír, como llorar. Al menos tengo provisiones para sobrevivir por
algún tiempo; comer, beber, excretar, dormir y luego la red.
«Esto el principio del fin»,
pienso, antes de dejar de pensar.
EL
BREBAJE PARA TODOS LOS MALES
Alejandro Bentivoglio & Carmen Belzún
El brebaje para todos los males se vende bien. No
cura nada y de hecho enferma a quien no esté enfermo. Por eso el doctor
Bruselas, creador del brebaje para todos los males ha pasado largas noches
creando el antídoto para el brebaje para todos los males, que se vende aún
mejor que el brebaje para todos los males que va matando a quien no tiene el
antídoto. Aunque el antídoto para el brebaje para todos los males tiene sus
efectos secundarios. Por ejemplo, impide discernir el sueño de la vigilia;
además, exacerba los sentidos a tal punto que se producen sinestesias
perturbadoras (se ven los ruidos, se escuchan los colores, se tocan los
sabores...) y dicen que, quien lo bebe, no puede evitar decir siempre la verdad
y, aceptar como tal todo lo que le dicen. ¡Todo un problema andar por la vida
con alma de niño!
KIMNOTOS VIVOS
Daniel Alcoba &
Luciano Doti
No es tanto el hecho de que existan tres planetas habitados
por hexápodos, como yo mismo, que lo parasitan... No, no es una autocrítica
social o penitencia. Sólo describo la realidad de la región galáctica SRCG 269
S, donde hay una ya numerosa especie de planetas que son enormes
animales que orbitan alrededor de su sol. Planetas que nacen, crecen, ¡se
reproducen!, mueren. Siempre sangrados por los orificios que les practicamos
con taladros y succionamos con pajitas, con pajas y aun mangueras, de los ríos
y fuentes subterráneas que los kimnotos ocultan en su seno. Así
extraemos el líquido que necesitamos para subsistir.
Al parecer son planetas
inteligentes, y una bruja hexápoda, que lee la mente, ha averiguado que planean
viajar a cierta galaxia conocida como “Vía Láctea”. Creen que allí encontrarán
otro líquido llamado “leche”, cuyo consumo les hará recuperar la vitalidad que
pierden por el sangrado.
ESPEJOS
Luciano Lara & Claudia Lonfat
Me cansé de los espejos; me cansé de ser un psicólogo
de mala muerte: que la teoría del espejo, que mi cara en el espejo; que el
espejo da una imagen que ya es parte del pasado, etcétera, etcétera. ¿Cómo pude
creerme todo eso? Quizás estaba con las defensas bajas o pensando en otra cosa.
En la actualidad he llegado a un
hartazgo tal que casi no escucho a mis pacientes; aunque se ve que lo disimulo
bastante bien, porque ellos siguen viniendo a las sesiones rigurosamente. Lo
que más bronca me da es que cuando logro prestarles atención, lo primero que se
me ocurre es la maldita teoría del espejo: mostrarles lo que se ve desde afuera
para que puedan conocerse; estoy harto de la teoría del espejo y me juré
desecharla y ponerme a estudiar otras alternativas. Sin embargo; hace unos días
me pasó algo que me dejó boquiabierto:
Carlos Torres, uno de mis
pacientes más antiguos hablaba sin parar; inmerso en un estrés agobiante,
relataba la lista de reclamos y acusaciones que le había hecho su pareja la
tarde anterior.
—¿Sabe qué pasa, doctor? —me dijo
haciendo por primera vez una pausa—, mientras la escuchaba, me dio la sensación
de que todos los defectos a los que hacía referencia, eran una descripción
exacta de ella misma.
Y ahí lo vi; vi a Carlos Torres
con un espejo en la cara reflejando la imagen de aquella mujer acusadora.
A veces “ser profesional” implica
cierta falsedad. Decir cosas que uno no piensa, ni siente, porque las
experiencias de la vida son muy distintas a las del librito; pero al final uno
tiene que decir las del librito. Y lo que yo veía, era la imagen de una mujer
manipuladora, siniestra, odiosa, que me hubiese gustado asesinar, sí, asesinar.
Incluso mientras Torres hacía su inútil catarsis, porque con ese demonio no
había nada que hacer, yo pensaba como lograr limpiar al mundo de gente así, en
lugar de perder el tiempo sentado como un boludo, actuando de serio y
mintiéndoles para luego robarles la plata dándoles herramientas inservibles.
No, ese espejo no era la entrada a
Narnia ni al mundo maravilloso de Alicia. Ese espejo, era la entrada al mismo
infierno; era la bruja de Blancanieves que quería ser la joven y bella princesa
azul, pero era horrenda y llena de verrugas.
—Torres, terminamos por hoy —dije
con la monotonía de siempre—. ¿Qué le parece si seguimos trabajando con lo
mismo y nos vemos la próxima semana? —Ah, la sesión aumentó a doce mil pesos.
FACILI DESCENSUS AVERNI
Daniel
Frini & Guillermo P. Bazán
Aunque
no figuren en los libros de texto, algunos aún recordamos los terribles eventos
de aquel tórrido verano de los años veinte, que dieron comienzo a la Gran Plaga.
Al menos, yo los recuerdo de manera vívida.
Por aquel entonces, me hallaba empleada como institutriz y profesora
de música en la mansión de los Díaz Colodrero, una familia de arribistas que
habían amasado una obscena fortuna en apenas dos o tres generaciones, merced al
negocio farmacéutico. No seré yo quien afirme sin fundamento –¡válgame el
cielo!– que mi patrón fue el responsables de la Plaga; pero sí que muchas cosas
que luego se tomaron como hechos aislados o simples coincidencias comenzaron en
aquél regio caserón, y he sido testigo de todas ellas.
El primer incidente fue, sin duda alguna, el irritante
carraspeo del niño Tomás durante las clases de piano, molestia que más tarde
evolucionó en tos seca y que pronto trasmitió a su hermana Delfina. Como ambos
pequeños detestaban la educación musical, en ese momento supuse que se trataba
de una estratagema infantil para evadir su instrucción.
Qué equivocada estaba…
Don Tomás, eminente virólogo y pater familias, poseía
un modernísimo laboratorio en los sótanos de la casa. Jamás puse un pie en esas
dependencias, naturalmente; todos sabíamos que el sitio era territorio restringido
para el resto de la familia (ni qué hablar para los simples empleados como
nosotros). Él fue el siguiente en adquirir la molestísima tosecita que, al cabo
de un par de días, degeneraba en expectoración violenta y sanguinosa, aunque
las consecuencias no pasaron de ahí.
Sospecho que fue mi inveterada adicción al tabaco lo que me
salvó de contagiarme de aquel espanto. Cierto, mis pulmones se encuentran hoy
tan blindados por la nicotina que, a veces, debo echar mano al tubo de oxígeno
para respirar, pero me gusta pensar que mi único vicio sirvió para algo.
Luego fue el turno de la Señora. Tosecita, expectoración,
internación con asistencia de oxígeno y, al fin, la muerte. Todos la lloramos.
Le siguieron el chofer, don Nemesio; el jardinero, don
Adrián; la cocinera, Adela; y, por último, Alex, el personal trainer de
la Señora. La sonrisa velada del doctor profesor, don Tomás Díaz Colodrero,
debería haberme servido de alerta; pero, después de tanta muerte cercana, no lo
noté.
Un mes después, media ciudad estaba muerta o enferma. Tres
meses más tarde, el mundo se debatía en estertores que presagiaban una
catástrofe inminente.
Para los gobiernos del mundo y la OMS, no fue difícil
establecer el origen; y, por cierto, al doctor no le importó ocultarlo. Se le
hicieron graves acusaciones, claro. Por un lado, fue difícil comprobarlas debido
a la complejidad del terrible virus, que mutaba con una velocidad pasmosa y
desaparecía del receptor una vez cumplido su ciclo. Pero, y más importante,
como una especie de soborno, el doctor se reservaba información clave que
hubiese, al menos, indicado una solución al problema; por lo que las
autoridades no se animaron a tocarlo.
El niño Tomás y Delfina estaban enfermos; pero, cosa
curiosa, no parecían empeorar. La casa estaba, ahora, en silencio; y el doctor
subía desde su laboratorio, solo para desayunar. Teresa, la encargada de la
lavandería, y yo, éramos las únicas personas que quedábamos en la casa. Un día
ella y otro yo, preparábamos las comidas. Siempre enfundadas en trajes que nos
hacían parecer extraterrestres.
Sin embargo, el doctor parecía completamente sano; más allá
de aquellos primeros síntomas. Se sentaba en la mesa, puntual a las ocho de la
mañana; y no nos dirigía la palabra. Nosotros, por respeto –por temor, diría–,
tampoco.
Más de una vez lo vi tomar su café con leche, mientras sostenía
un portarretrato con una foto de su esposa.
—¿Viste, turra? Yo te avisé —lo escuchaba murmurar.
—Este inventó la enfermedad para liquidarla y salir limpito —insistía
Teresa, en un susurro, a pesar de mis rechistidos—. Debe haberse inmin… imnu…
—¡Inmunizado, niña! Déjese de teorías ridículas y prepárele el
desayuno al doctor — corregí, pero sospechaba lo mismo que ella: ese mal hombre
estaba a salvo de su propio mal.
La muchacha soltó un
bufido.
—Prepáreselo usted misma, que hoy es viernes y le toca —respondió,
y salió de la cocina hecha un basilisco.
Guaranga, pensé; pero no lo dije. ¡Una tiene su rango y
educación! No por nada yo gozaba de la absoluta confianza de la difunta Señora,
custodia de cada secreto de la casa. Entre otros, del código de acceso del
laboratorio.
Abramos un paréntesis que sirva para entender lo que le pasó
al doctor. Él era diabético insulinodependiente. Se inyectaba, dos veces al
día, Humulín 100. Guardaba su reserva de frascos en una estantería del
laboratorio.
No fue difícil entrar al laboratorio mientras desayunaba,
con la excusa de ir a limpiar su dormitorio. Más complicado fue tomar unos seis
o siete frascos de insulina sin que se notase su falta. Más tarde, con infinita
paciencia, quité la tapa plástica y, con una jeringa, cambié el contenido por
una solución fisiológica con bastante azúcar y volví a taparlos, cuidando de
que no se notase nada. Al otro día, cuando el desayuno, llevé los frascos al
estante del laboratorio, mezclándolos con los buenos. Y me senté a esperar.
Cuando la ansiedad me estaba ganando, ocurrió. Y fue lo
mejor que pudo pasar: no murió. La apoplejía lo dejó casi sin movimientos, sin
vista y sin habla.
Tengo que vestirlo e higienizarlo todos los días; pero lo
hago con gusto. Porque en esos momentos le recuerdo lo buena que era la señora,
Dios guarde su santa memoria. Después, lo saco al jardín en su silla de ruedas
y lo dejo ahí hasta la noche, en invierno, verano, llueva o el sol parta la
tierra. Escucho, desde lejos, sus gruñidos de incomodidad, dolor e impaciencia.
No me importa nada.
Los niños han crecido y no les importa su padre.
El mundo se olvidó de él. La plaga no tiene cura. La
población del mundo sigue muriendo a un ritmo alarmante.
EXOQUILOMBO
Daniel Alcoba & Ada Inés Lerner
Di con una fonda frecuentada por camioneros donde se
alquilaban habitaciones con cuarto de baño, en medio de nada, en el centro de
la provincia de Chubut. El asombro se me disparó cuando supe que esa cantina
caminera, a la que un cartel pintado con tinta roja sobre fondo negro nombraba
LaVizcacha, tenía un quilombo anexo. Comencé por indignarme con los tratantes
de blancas. Pero acabé pidiéndole al "maître d'hotel":
—Lléveme al quilombo, quiero ver a
esas mujeres.
—Mire, quilombo tenemos, pero no
son mujeres las que hacen los servicios o las caridades emocionales. Podemos
ofrecerle aliens con tentáculos y falsas bocas, también pulpos que lo abrazan
amorosamente, seudópodos que envuelven su miembro como una forma de fagocitar y
brindan sumo placer. O si prefiere, amantes ameboideos con la vacuola
contráctil. Se adaptan al formato del objeto amado.
—No, gracias —y me alejé rápido.
LA CARTA QUE NO LLEGA
Chelo Torres & Lu Evans
Hoy he vuelto a pasar por el buzón de la urbanización
antes de ir al supermercado. Un día más que está vacío. A veces dudo de que
vaya a llegar la ansiada carta de confirmación. Pasan los días y dudo del rumbo
que tomará mi vida después del verano. He programado un viaje, pero si la carta
no llega, o no se acepta mi solicitud, ese viaje no podrá realizarse. Lo he
pospuesto durante ocho años y ahora que parece que llega el momento, todavía no
puedo programarlo, ni sentirme feliz por ello, sigo con la incertidumbre. Pese
a que han pasado ya dos meses desde que lo solicité. ¡Maldita administración!
El teléfono suena. Espero que no sean
los pesados de las compañías telefónicas queriendo venderme un contrato con su
empresa. O peor aún, alguien que quiera timarme. Con los tiempos que corren, ya
es más normal que te llame un timador que un amigo. El teléfono sigue sonando
mientras lo saco del bolso.
—Diga— contesto con desgana.
—¡Diana! ¿Pero qué estabas haciendo que
has tardado tanto en contestar?
—Rose, no te esperaba, creía que sería
uno de esos pesados que sólo quieren vender.
—Ah, sí, tienes razón, esos pesados que
no paran de llamar, pero esta vez soy yo. Quería contarte que me ha llegado la
carta. ¡Por fin! ¿Y a ti? ¿Te ha llegado ya?
—No. He abierto el buzón hace un rato y
nada. Vacío. Ya os ha llegado a casi todos, pero la mía sigue sin aparecer. En
fin, enhorabuena, Rose.
Mi voz sonó con poco entusiasmo, hecho
que evidentemente nota Rose.
—¡Venga, anímate! Seguro que la tuya
llega mañana. No creo que te hagan quedar un año más.
—Espero que no, creo que no aguantaría.
Ha pasado un año y la carta no llega.
¡Maldita administración!
No oigo nada más de Rose. Para mi
consuelo, esto les ocurre a todos los que reciben la carta y emprenden el
viaje.
Todas las personas de entre veinte y treinta
y cinco años, solteras, sin hijos y sanas, reciben la carta (excepto yo). Por
supuesto, ya nadie quiere casarse y tener hijos. Mi prometido renunció a
nuestro matrimonio hace unos meses, después de recibir la carta. De vez en
cuando pienso en él y en cómo sería nuestra vida juntos.
La Navidad es la peor época del año,
porque ninguno de mis primos y otros parientes jóvenes, amigos del colegio o de
la universidad están por aquí.
Tampoco hay nadie de mi edad en la
oficina. Mi jefe, que debe tener unos treinta años más que yo, empezó a
flirtear conmigo tras la muerte de su mujer. Me invita varias veces a cenas, al
teatro, al cine y a otros actos sociales, pero yo siempre declino cortésmente.
Hoy, sin embargo, ha ocurrido lo que me temía: su declaración de amor
incondicional, seguida de un rodillazo en el suelo, la cara contraída por el
dolor de la artritis y el ofrecimiento de una cajita con un anillo dentro.
Parece que tendré que buscar otro trabajo.
Sigo esperando que llegue la carta, así
que todos los días, al llegar a casa del trabajo, rebusco en el buzón, pero
solamente encuentro facturas y anuncios.
De vez en cuando voy a la oficina de Correos
para saber qué ha podido pasar, pero ya no me hacen ni caso. No me cabe duda de
que lo han perdido o lo ha utilizado otra persona haciéndose pasar por mí.
Ya veo las primeras canas en mis
sienes. Mi madre murió el año pasado y mi padre poco después. Como hija única,
ahora estoy sola, viendo cómo se descompone este planeta moribundo.
LOS OCHENTAS
Juan Pablo Goñi Capurro & Guillermo Corte
Manuel miraba por la ventana,
exhibiendo una desagradable mueca al cielo mientras movía la cabeza en señal de
negación.
—Estamos en cuarentena... ¿podés
creer?
Otra vez... no sé cuántos días más
podré soportarlo, reflexionó Esteban.
—Que época de mierda —insistió
Manuel, chocando las palmas de las manos—; ¿sabes cuál fue la mejor?
Seguro me vas a decir que los
ochenta… Era el séptimo día de confinamiento, y Esteban estaba haciendo
malabares para sostener la convivencia forzada que compartía con su tío Manuel.
—¡Los ochenta! Los ochenta fueron
la mejor época.
«¡Bingo!», pensó Esteban.
—Todo era más fácil, nene, sin
tantas vueltas. Redes sociales, que esto, que aquello… Vos eras de izquierda o
de derecha, y punto. Rocky era el bueno, el ruso era el malo. Chau. Hoy
cualquier cosa que decís le cae mal a alguien, ¿no te parece?
Esteban no abrió la boca.
—Indiana Jones, MacGyver... ¿te
acordás cuando veíamos juntos it´s a
knockout? Todo era más inocente. Los pibes jugaban a la escondida, leían
historietas, podían salir solos a la plaza…
¿No puedo amordazarlo? No. No me
queda otra opción más que escucharlo, se dijo el joven, aceptando su situación.
—Los pibes de hoy ni salen al
barrio. Se sientan a la mesa y no hablan. Y menos mal, porque ni saben hablar
bien, y menos escribir.
Soy un estoico, se dijo el
resignado oyente, sin decidir si lo hacía para darse ánimos o para burlarse de
sí mismo, único responsable del castigo que soportaba. Tantos destinos
posibles, vino escoger una visita a su tío para pasar los días que le debían en
el banco. ¿Cuántos días estaría condenado a oír el mismo repertorio rancio?
—Fijate como estás, nene, parece
que tuvieras cincuenta y cinco, que fueras un compañerito de colegio y no mi
sobrino.
Esto era nuevo; Esteban revisó su
apariencia en el espejo, no notó síntomas de envejecimiento prematuro.
—No lo digo por la cara. Lo digo
por tu actitud, estás callado como si ya el mundo no te pudiera ofrecer nada.
Ya no creen, son jubilados antes de empezar a trabajar.
El tío lo estaba pinchando; su
diversión favorita eran las discusiones de bar, el hijo de su hermana llevaba
una semana sin plantearle un debate. Esta vez, el joven cayó en la trampa.
—Yo no soy de esos, yo trabajo, lo
sabés muy bien.
—¿Trabajo? Un mes de vacaciones,
¿qué trabajo es ese? —exclamó Manuel, paseando por la sala, abriendo los brazos
como un declamador.
—Son días que me debían por dos
años sin tomármelas. Si eso no es ser responsable, vos dirás.
Esteban ocupó la ventana,
escondiendo la mirada. Manuel observó la estampa del visitante; estaba alto el
pibe que llevaba a la cancha, a pescar, a tomar helados. Mientras vivieron en
la misma ciudad, fue casi su padre. Se preguntó cómo había salido tan apagado,
teniendo tanto contacto con él.
—Te veo y me das lástima. —Esteban
se volvió, más sorprendido que ofendido por la frase. Intentó leer las
intenciones en el semblante castigado del tío; fue incapaz de determinar si la
pose era real o fingida. Al otro no se le escapó el nerviosismo del muchacho—. Sí,
me das lástima. Te da lo mismo estar acá, en tu casa o en una playa rodeado de
mujeres. Mientras tengas el telefonito, el resto es igual.
Era injusto. Bastó ver la pila de
platos sucios el día que llegó, las sábanas con meses de olores acumulados o
las ropas arrugadas esparcidas por la casa, para saber que su tío padecía de
una soledad terminal; ese trato no era una manera de agradecer su visita, quizá
la única compañía que tenía en años.
—¿Te vas a quedar callado? ¿No
podés comunicarte si no es por el aparatito?
Manuel se había acercado, ahora
burlón. Esteban notó el calor en sus mejillas; observó los dientes ausentes en
la sonrisa amarronada. No pudo contener el impulso de borrársela, aunque
terminara traicionándose.
—¿La verdad? Los ochenta fueron
una mierda, ¡me alegro de no haber nacido en los ochenta!
Esteban se arrepintió
inmediatamente de sus dichos: había incursionado en un tema tabú para la
familia: el fatídico 1989.
—¡¿Te alegras de no haber nacido
en los ochenta?! —Manuel se enfureció—. ¡Carajo!
Carlos Ortega había nacido el
veinticuatro de octubre del ochenta y nueve. Habitó el mundo solo por cinco
días: muerte súbita. La esposa de Manuel, Ximena, lo abandonó un par de meses
después. Cuando Carlos murió, Esteban ya estaba en el vientre materno.
—¿Sabés por qué te gustan tanto
los ochenta, tío?
—¡Callate, vos!
—Te gustan porque después de eso
nunca más fuiste feliz.
Esteban miró al tío con compasión,
olvidando el hartazgo acumulado.
—¡Callate!
Hubo un silencio incómodo. Un
profundo sentimiento de culpa inundó al muchacho.
—¿Sabés que cuando era pibe me
hacían bulling, tío? —se
sinceró.
La revelación descolocó a Manuel;
a pesar de ser cercanos, nunca habían hablado de ese tema. El muchacho
prosiguió:
—¿No te acordás lo gordito que
era? En el San Francisco, los pibes me decían “IBM”, inmensa bola de mierda...
¿Sabés lo que me hubiera gustado que Carlitos estuviera ahí para defenderme?
Luego de eso, Manuel rompió en
llanto. Unos instantes después, tío y sobrino se abrazaron.
—It´s a knockout todavía está... en Youtube —propuso el sobrino.
—Yo hincho por los verdes—dijo el
tío, mientras se limpiaba las lágrimas con la musculosa.
LOS
SOLDADITOS DE DIOS
Oscar De Los Ríos & Laura Irene Ludueña
Recuerdo cuando el padre Abel llegó al barrio. Aún me
parece verlo bajando del 207, a dos cuadras de la parroquia, tan distinto al
que encontramos en la sacristía arrodillado sobre maíz. Llevaba una pequeña
valija con ruedas y un estuche alargado, que luego supimos contenía un violín,
cuyas cuerdas estaban arrolladas alrededor de su cuello. Desde el primer día
debió luchar con las dificultades del barrio: pobreza, hambre, violencia,
drogas… Pónganlo en el orden que quieran, el resultado es siempre el mismo:
tierra liberada por la policía y los políticos corruptos.
Lo primero que hizo fue organizar
el comedor parroquial “nada bueno sale de una panza vacía”, era su máxima.
Luego creó la orquesta: “Los soldaditos de Dios”. Los primeros integrantes
fueron tres soldaditos de la droga. La orquesta creció a la par que el amor de
los feligreses por el padre Abel.
Si estuviera con nosotros, él
mismo encabezaría la marcha de protesta con el pasito corto que usaba en las
procesiones. Una multitud se da cita en la plaza del pueblo y camina hacia la
parroquia. El obispo y el intendente presiden la marcha, pidiendo que se
esclarezca este horrible crimen. Hasta los asesinos deben tener un cirio en sus
manos.
El resultado de la autopsia reveló
en el cuello un profundo corte y, los peritos forenses, encontraron dos huellas
de calzado en el reclinatorio, como si hubiera tenido lugar una cinchada. Una
ejecución a cuatro manos, más apropiada para piano que violín.
El inspector Méndez, a cargo de la
investigación, tomó testimonios. La primera en declarar fue secretaria de la
parroquia, una mujer bajita y enjuta, que se persignaba cada vez que nombraba
al padre.
El padre Abel no era cualquier
cura, era nuestro cura. Cuando se enteró de las entradas de Daniel a la policía,
el de la flauta traversa, lo fue a buscar. Era fácil porque era menor y no
tenía a nadie. La madre muerta, el padre en cana y el hermano desaparecido desde
hacía varios años. ¿Qué iban a hacer con el pendejo?, se preguntaba la yuta
siempre tan sensible. ¡Qué se lo lleve el cura! Les servía, un problema menos.
¿Si lo reprendió? No, ese no era su estilo, sí se quedó con él, le dio de
comer, lo ayudó a bañarse, lo puso a dormir y lo alejó de los narcos. Por lo
menos eso creíamos.
Cuando metieron adentro al Lolo, el
percusionista, porque andaba armado (creo que el padre Abel sabía que siempre
lo estaba) le dijo muy al pasar mientras guardábamos los instrumentos:
—¿Sabes que un buen cristiano no
tiene derecho a matar? Sí tiene la obligación de morir por sus hermanos.
Otro pesado del grupo era el gordo
Isaías que haciendo “ciertos mandados” pudo comprarse una moto y su propia
trompeta. Un día llegó fumado y no dio pie con bola con las notas. El padre lo
llevo a parte y no sé qué pudo haberle dicho, pero nunca más lo vimos así. Lo
que no quiere decir que se alejara de la falopa. Isaías no era gordo por comer
nos había explicado el padre, era gordo por comer mal. A este, el inspector Méndez
lo persiguió por semanas para que largue lo que sabía del asesinato. No creo
que el gordo haya tenido algo que ver. Lo apreciaba y eso ya era mucho para
alguien que odiaba al mundo.
Los ensayos era la oportunidad que
tenía el padre Abel para enseñarnos a ser mejores, cosa que en ese contexto no
era fácil. Nunca entendí cómo hacía para que, con lo burros que éramos todos,
lo entendiéramos.
Cuando encontraron muerto al flaco
Díaz lo vimos llorar. Lo velamos toda la noche. Cuando cerraron el cajón, el
padre nos miró a todos.
—Otra víctima —dijo. En ese
momento no entendimos bien qué quiso decir.
Después de la muerte del Padre
Abel, nada fue lo mismo. La orquesta “Los soldaditos de Dios” se fue
desintegrando poco a poco. Habíamos acordado seguir ensayando como antes pero
ya no había nadie que nos ponga límites, si no surgía una pelea en la que
enseguida asomaba un fierro, algunos venían tan drogados que era imposible
hacer nada. Isaías dijo que prefería tocar en su casa que con un grupo de
idiotas como nosotros y no apareció más por la capilla. Todos sabíamos en qué
andaba. Lo mismo pasó con Daniel y otros que estaban en la misma transa.
Con mi vieja y algunos de los
chicos fuimos a la comisaría a preguntar si sabían quién había sido. Dijeron
que habían visto a un tipo raro cerca de la iglesia la noche anterior al
descubrimiento del cuerpo. Sin embargo, nadie podía proporcionar una
descripción clara.
—Otra vez vinieron los pibes a preguntar por
el asesino del cura, inspector —dijo el cabo Gutiérrez.
—¿Qué les dijiste?
—Lo de siempre, que no sabíamos
nada, inspector.
—Bien, no te preocupes ya se van a
cansar.
—Quiero lo mío, ya hace un mes que
el curita de la villa tocó por última vez el violín…
—No sé de qué estás hablando;
seguí con lo tuyo.
Gutierrez no se movió.
—La cajita con la plata…
El inspector clavó unos ojos
fieros en el cabo.
—Seguí con lo tuyo, dije.
NADA
EN LA CABEZA
Fernando Andrés Puga & José Luis
Velarde
—¿Están viendo lo mismo que yo? —preguntó el cirujano
a sus ayudantes cuando terminó de abrir el parietal de la paciente.
—Yo no veo nada —dijo la
enfermera, temiendo acotar algo impropio.
—¡Exactamente! ¡Nada! —ratificó el
doctor—. ¿No les resulta sorprendente?
—¿Por qué, doctor? —preguntó la
instrumentista—. ¿Qué es lo que esperaba encontrar?
El doctor retiró el hueso y
alumbró la bóveda vacía para que todos pudieran mirar sin estorbos.
—Algún pensamiento, por lo menos
una maldita neurona. Es imposible trepanar cráneos y encontrar solo aire. Bien
sabemos que se trata de una estrella de cine, pero este hueco escandaliza.
Además las tomografías de la paciente indicaban un tumor maligno entre la masa
encefálica.
—¿Qué haremos doctor?
—Ya suturo. Es imposible que
despierte. Nunca supe de un tumor disolvente de cerebros.
En eso la paciente abrió los ojos
y sonrió tan artificial como la noche anterior.
NADA
ES PERFECTO
Marcela Iglesias & Oscar De Los Ríos
Carlos Fabara era el estudiante más famoso de la
escuela de maestría en investigación. Sus proyectos siempre salían premiados en
cualquiera de los concursos que participaba. A pesar de la creencia popular
acerca de los cerebritos, él era bastante "normal", agradable y risueño.
Además, era muy generoso con sus conocimientos. Los compartía con cualquiera
que lo necesitara. Hasta ese entonces la vida le había sonreído. Hijo de una
familia de clase media convencional, no sabía lo que eran necesidades. Su vida
siempre había sido cómoda, alegre y feliz. Su madre se desvivía por él y su
padre siempre se mostraba orgulloso de sus logros. Tanto su hermana mayor como
su hermana menor lo adoraban y era el centro de sus existencias. Su vida era
ideal. Sus compañeros lo apreciaban. No había envidias a su alrededor. Todo
parecía ser perfecto, hasta aquel fatídico día en que las cosas cambiaron
drásticamente.
Era el día final del congreso
donde su más reciente invención había sido premiada con dos menciones
honoríficas y el primer lugar en innovación. Se sentía orgulloso porque su
galardonado proyecto reduciría los costos de fabricación de ciertos productos
farmacéuticos poniéndolos al alcance de los bolsillos de gente menos afortunada
que él. Porque además de todas sus perfecciones, Carlos tenía conciencia
social.
Esa misma noche, luego de su
magistral exposición, durante la fiesta de gala, una hermosa mujer se le acercó
y lo tomo del brazo; sin mediar palabra lo saco del salón. Fascinado por la bella
mujer, Carlos se dejó conducir escaleras arriba, una puerta se abría hacia la
terraza que daba a un patio interno iluminado solamente por la luz de la luna
en cuarto creciente. Un cálido viento norte, el viento de los locos como decía mi
madre, agitaba las hojas de los árboles y el rumor de una fuente de agua serenaba
el ánimo. La mujer lo miró a los ojos y le dijo.
—Necesitamos tu ayuda para lograr
una cura de la enfermedad que nos está diezmando.
Pablo la miró durante un instante
de tiempo interminable, sin entender qué quería la mujer de él. No le gustaban
las sorpresas y las cosas que no lograba entender lo ponían nervioso y al borde
de la fobia. La situación lo sobrepasaba. La fascinación que le produjo la mujer
en un principio se esfumó como la niebla al salir el sol; necesitaba aire,
respirar. Se dirigió hacia el extremo más alejado de la terraza buscando aire. Entonces
ocurrió algo inesperado: la mujer lo empujó por encima de la baranda de hierro
forjado y, Carlos, en vez de caer, quedó flotando sobre los árboles y un haz
tractor lo succionó hacia una nave que levitaba sobre la mansión; donde los
asistentes bailaban y charlaban ajenos a lo que estaba ocurriendo con el
invitado estrella.
OLVIDO
Rosa Lía Cuello & Claudia Isabel Lonfat
Me siento un bicho estúpido, pensó, tengo tantas ganas de salir de este
cuarto donde yo solo me recluí, tomar un poco de sol, ver un poco de gente. Pero
no me animo. Me parece que hace un siglo que estoy acá. Alguien me acerca
comida por las noches; siento los pasos que se aproximan, el ruido y el olor a
comida recalentada.
La oscuridad es la única compañera que tengo, ni una miserable rata pasa
por acá, no hay canto de pájaros, ni ruido de coches, ni una palabra, ni
música, nada.
A veces recuerdo cosas, pequeños flashes, risas de niños, una mujer sin
rostro, manos que parten pan y luego otra vez silencio, tristeza infinita y
llanto. Otros días me despierto cuando voy corriendo, desesperado, alguien me
persigue y está a punto de alcanzarme, siento sus pasos, su aliento, su brazo
oscuro y lleno de vello que me aferra, me lastima. Entonces abro los ojos y no
sé si estoy despierto o dormido, si es de día o de noche, intento salir de este
sitio inmundo pero algo me lo impide, yo sé que la puerta no tiene llave pero
tengo miedo.
Ya no recuerdo por qué me recluí. Busco dentro de mí para aferrarme a
esos pequeños indicios de una vida pasada, para no caer más profundo en el
vacío que me rodea y que parece no tener fin, pero todo esfuerzo es en vano; vuelven
esas pobres imágenes que ya no sé si son mías, o salieron del aparato cuyo
nombre desconozco, y al que le pusieron un cartel que dice TV, donde aparece un
mundo en el que no recuerdo haber estado. Alrededor todo es gris o blanco sucio
y ajado. Por momentos quiero saltar de la cama y no pensar en los peligros y
miedos que me acechan, pero cuando apoyo el pie en el piso, tengo la sensación
de que una gran boca se abre y me traga.
Hay dos botones arriba de la mesita, uno dice luz, el otro enfermera.
También hay un aparato, muy distinto al que dice TV, en cuyo cartel se lee heladera.
Toco el botón que dice enfermera. Unos minutos después una joven mujer entra
sin golpear la puerta. Frunzo el entrecejo para expresar fastidio, pero cuando
me mira sonriente y me pregunta si necesito algo, enseguida se me pasa, y le
pregunto quién es ella y por qué está allí. Luego viene un hombre con una
bandeja llena de pastillas y jeringas, se me acerca, pero antes le dice a la
joven.
—Siempre la misma historia, Daniela.
Ella le responde con una sonrisa y me mira.
—¿Quiere qué lo acompañe al baño o le pongo la chata? —pregunta.
Automáticamente me palpo el bajo vientre y compruebo que tengo algo
puesto bajo la ropa. Siento vergüenza. Quiero que todos se vayan de la
habitación, incluso ella con su hermosa sonrisa.
Tengo deseos de gritar y no sé por qué, y de pronto se me escapa de la
boca algo abrupto que es como un alarido. No puedo parar, entonces el hombre
con la bandeja toma una jeringa y me la clava en el brazo. Mi corazón cabalga
como un animal salvaje, sin control, tan solo por un instante, luego viene la
paz. El enojo se disipa como las nubes después de una tormenta, todo fluye, ya no
importa donde estoy ni con quien. El hombre recoge la bandeja y sale, dejando
la puerta abierta. Ella ahora me mira triste, y sale tras sus pasos que se van
apagando por el pasillo.
Me gustaría gritarle que no se vaya; es tan rubia y flaquita como ella,
pero ¿quién es ella?, no lo sé. Algo calentito me corre por la cara, cierro los
ojos y veo un sol enorme que me cubre y camino despacito entre las flores de un
jardín.
Abro los ojos, el sol se apaga y ahí está otra vez esa cosa inmunda que
me corre por los pasillos vacíos. Pido auxilio pero mi boca se retuerce en un
gesto absurdo y mi voz se pierde en la oscuridad.
Un hombre viejo me sonríe al final de pasillo, quiero llegar a él y algo
me retiene con fuerza.
De pronto estoy otra vez en la cama y escucho al hombre que dice:
—Esta vez se nos va…
—Sí —dice la enfermera—; dejará de sufrir.
Si me saliera la voz le diría gracias, pero solo lo pienso, me duele el
pecho, como si me hubieran pegado muy fuerte. La enfermera me toma la mano y yo
me aferro a ella con fuerza y vuelvo a dormirme.
Despierto en otro lugar, todo es luz y recuerdos. El hombre del pasillo
era mi abuelo. Mi perro mueve la cola y parece contento, y llegan todos, mi hija,
mi esposa, mis amigos. Suerte que todo fue un mal sueño…
SALIENDO
DEL REFUGIO
Itzel Flores García & Víctor Lowenstein
Desde hacía semanas se hallaba recluido en su
“búnker” como llamaba al sótano de la casa de sus padres. Suficientes botellas
de burdeos y latas de conservas le aseguraban a Eddy una supervivencia de por
lo menos tres semanas más. No necesitaba demasiado para vivir; aquello era
sobrevivir, algo más extremo. El mundo se venía desmoronando desde la segunda
pandemia que despobló la mitad de Occidente en el 2025, y no eran pocos los que
consideraban convertir sus hogares en refugios postapocalípticos.
Luego de oír aquella sirena que le despojó la modorra de la siesta, Eddy
prestó atención al informativo de su radio portátil, siempre encendida. No daba
crédito a la voz del locutor. Al parecer, la gente estaba cayendo como moscas
en las calles, víctimas de un repentino rebrote del temido SARS 26, un flagelo
a nivel mundial. Luego de pensar un poco, Eddy abrió la puerta del sótano y
subió las escaleras.
En el living, sus padres bebían té mirando una película. Desde afuera
llegaban sonidos de bocinazos y alaridos, pero los ancianos permanecían
inmutables frente a la televisión.
—¿Es que no se enteran? —les gritó
Eddy; ellos lo miraron sonriendo, sin responder.
Luego de cerciorarse de que puertas y ventanas estuviesen cerradas, Eddy
recorrió la casa para asegurarse que todo estaba en orden allí. Volvió al
living para espiar el exterior por entre las celosías del ventanal. Nada, todo
el mundo caminaba normalmente por la calle principal.
—¡¿Pueden explicarme qué diablos
sucede?! —exclamó Eddy, fuera de sí.
Los ancianos no escucharon los gritos de su hijo porque sus aparatos de
audición estaban conectados al televisor. Estos, estaban programados para
desconectarse a las 19:00, hora en la que ambos preparaban la merienda y
llamaban a Eddy para que se sentara con ellos a platicar de los tiempos en los
que podían salir.
Eddy se apresuró a pararse delante de ellos moviendo los brazos
enérgicamente para llamar su atención.
—¡¿Qué está sucediendo, hijo?!
—dijo su madre poniéndose en pie muy asustada. Ese movimiento hizo que al
caminar se tropezara y cayera de rodillas a un costado de su esposo, quien,
lleno de sorpresa e inquietud se apresuró a ayudarla.
—Eddy, ven pronto.
La madre de Eddy no podía levantarse y sollozaba del dolor. Eddy se
sintió culpable de aquello y con paciencia y cariño la tomó en brazos y la
llevó al sillón en donde la intentó poner cómoda.
—Mis rodillas, hijo, me duelen
mucho, no las puedo doblar. Por favor llama al doctor.
Marcó el número celular del médico y mientras sonaba, caminó hacia la
ventana y descorrió la cortina. Eran las cinco de la tarde y constató que afuera
todo estaba normal. “¿Y el rebrote?”, pensó. Se quedó en la línea para esperar
que respondiera el médico, pero después de unos minutos se escuchó la grabación
que indicó que el número marcado no estaba disponible.
—Hijo, tu mamá no aguanta. Acaba
de desvanecerse del dolor. Llama una ambulancia para llevarla al hospital. No
sé qué pasa contigo. Hemos estado charlando, tu madre y yo sobre este asunto.
Ya estamos grandes y no podemos estar a tu cuidado. El virus te afectó
demasiado. Cada vez que sales del refugio, como le llamas a tu habitación del
sótano, sucede algo malo. Hace una semana, te pusiste frenético cuando tuvimos
la visita de tu tía Sonia, decías que nos íbamos a contagiar y que esta vez no
tendríamos suerte, porque la cepa actual es muy agresiva. Después de eso
volviste a tu encierro. Hablar contigo, es inútil, no nos escuchas.
—Papá —dijo Eddy asustado—, el
SARS 26 va a destruir al mundo.
—Ya lo ha hecho, hijo; destruyó
nuestro mundo, pero yo soy el único que se dio cuenta.
Los transeúntes regresaban a sus
casas después del trabajo y siempre miraban curiosos la casa abandonada después
de la pandemia. Era un paisaje triste.
SIN
ESCAPE
María Elena Rodríguez & Luisa Madariaga
Young
Peter y Adri se habían casado en enero de 2028.
Habían esperado seis años para
tener la casa perfecta en Ciudad Blanca. Su hogar, con inmunidad garantizada,
se alineaba con las demás casas, separadas por jardines de dos metros cuadrados
que diligentes robots mantenían desinfectados, por lo que para entrar al
condominio pasaban de a uno por la cabina de esterilización. Las puertas de las
viviendas eran automáticas, también la grifería y las instalaciones eléctricas.
Perfectas máquinas preparaban los alimentos, limpiaban y ordenaban. Estaban a
salvo de todos los virus. Para prevenir cualquier descuido que pudiera
contaminar, ningún dispositivo podía ser accionado por la intervención humana.
Un día, cuando Peter llegó a su
casa, entró como siempre a la cabina de gas, pero cuando quiso salir, el
mecanismo de apertura falló.
En los primeros minutos del
encierro no le dio importancia a la cantidad de androides que se estaban
alineando a su alrededor; hasta alcanzó a reconocer, con cierto alivio, a dos
que servían en su vivienda. Quizás hoy sea día de reprogramación para todos los
que superan los cinco años, razonó. Con ese pensamiento se mantuvo tranquilo y
observó a su alrededor. Tantos años viviendo
aquí, realizando la misma rutina diaria de desinfección. y recién ahora percibo
cuán transparente es esta cabina sin la acción del gas AC, se dijo, mientras
caía en la cuenta, no sin extrañeza, que a pesar del tiempo transcurrido no
había absolutamente ningún humano por los alrededores.
Una indescriptible inquietud
comenzó a recorrer su espalda hasta la médula cuando vio llegar también a los
androides de última generación.
—¿Qué sucede, acaso no me están
viendo? —gritó fuera de sí.
Estaba alarmado, tanto, que
comenzó a golpear las paredes transparentes en un intento por llamar la
atención de los androides. Todo fue inútil, ninguno se movió ni pareció
interesarse por él. Rendido por sus fallidos intentos recordó que la cabina
estaba construida a prueba de ruidos.
Sin otra cosa que hacer más que
continuar esperando por la providencia, Peter cayó en la cuenta que los androides
parecían tener conversaciones entre ellos y que de vez en cuando el que parecía
gesticular más, señalaba con su mano acrílica hacia la zona de desinfección y
luego hacia el conjunto de viviendas, como si estuvieran decidiendo algo muy
importante.
Desesperado, Peter intentó llamar
varias veces a su esposa, pero no obtuvo otra respuesta que el chirrido de la
interferencia. Sabía que ella se encontraba en casa desde el mediodía ¿Por qué
no se conecta la llamada? Quizás Adri pueda accionar el mecanismo de apertura
desde fuera… ¡Un momento! ¿Qué cosas digo? ¿Acaso eres tonto? De sobra sabes
que eso no es posible. ¿Cuál ha sido la causa de tamaño error?
En ese preciso instante comenzaron
a funcionar los conductos de gas. Sintió que algo irritante penetraba por sus
vías respiratorias causándole una asfixiante agonía. Cayó al piso presa de
pánico, con la certeza de una muerte inminente, mientras leía en la pantalla
lumínica que se había activado la emergencia sanitaria por un nuevo virus; uno
desconocido hasta ese momento, macroscópico y capaz de debatirse en la cabina
golpeando las paredes en un intento inútil de escapar a su destrucción.
ÚLTIMA
ETAPA
Armando Azeglio & Sergio Gaut vel
Hartman
Aunque no era consciente de ello, Salomón Cohen forjó
toda su vida como una extraña intersección entre ajedrez y literatura. Y
siempre supo que eso podía ser una herramienta para mantenerse vivo.
En 1942, durante las gélidas
noches de silencio derruido, dentro del amurallado gueto de Varsovia, mientras los
nazis ocupaban la ciudad, aprendió de Pinjas Peisejovich el paulatino arte del
ajedrez. Empezó con piezas de madera y terminó jugándolo con soldados alemanes.
Al principio se limitó a organizar el tráfico de alimentos desde el exterior al
gueto; luego organizó fugas humanas que cubría con los disparos realizados contra
los germanos utilizando una ametralladora de asalto rusa que en sus manos se
negaba a permanecer callada. Mientras lo hacía, repasaba en su mente la crónica
de un horror que no podría ni querría olvidar.
Desembarcó en el barrio judío del
Once a finales de los cuarenta; buscaba unos parientes a los que nunca encontraría,
por lo que se vio obligado a vender telas para sobrevivir, llegando al límite,
una vez más, vertiginosamente. El recuerdo de lo ocurrido en Varsovia hacía insomnes
sus noches. ¿Se puede conjurar el olvido cuando el dolor queda grabado en la
memoria celular? Descubrió a Arlt primero, a Israel Regardie después, para abrirse
al escaso placer y al mucho dolor que el nuevo país le proponía. Pensaba en
Najdorf y los muertos de los campos, y la herida permanecía abierta.
La década del setenta lo sorprendió
secuestrado por un escuadrón del Ejército Revolucionario del Pueblo; lo
acusaban de capitalista y explotador. Cohen, sin inmutarse, pidió lápiz y papel
y empezó a escribir sus memorias. Descubrió quien era el enemigo, y aunque todavía
no existía el término “síndrome de Estocolmo”, empezó a sentir simpatía por sus
captores. Luchaban contra el mismo monstruo que él combatió durante la guerra;
solo el nombre y la forma se habían modificado. Pero no era sencillo, en
cambio, alterar el pensamiento dogmático: la Revolución está primero
y él no podía demostrarles que todavía era un luchador antifascista, que la
venta de telas y el éxito económico no lo dejaban en la vereda equivocada.
Tal vez fue por azar, quizá un
hilo suelto de la trama. Un día, mientras hurgaba en sus recuerdos para
reconstruir un episodio particularmente sórdido de los tiempos del gueto, dejó
que su mano dibujara libremente un tablero de ajedrez. Sesenta y cuatro
casillas en perfecta simetría y un puñado de piezas que componían la intrincada
posición de una partida en la que Pinjas, luego de sacrificar una torre y un
alfil, lo había acorralado, como ocurría casi siempre. No obstante, aquella
vez, una alarma había interrumpido el juego y Salomón tuvo la sensación de que
si hubiera podido proseguir la lucha habría logrado rechazar el ataque e
imponerse gracias a la superioridad material de la que disponía. Pinjas no
sobrevivió a ese episodio y aquella posición había atormentado a Cohen hasta
convertirse en algo obsesivo y recurrente. Fue al rememorar aquello que la configuración
regresó a su mente y volvió a percutir en su cerebro de un modo tan arrollador que
no advirtió que el jefe del escuadrón del ERP, al que llamaban “Comandante
Rafael”, lo contemplaba en silencio, ubicado a sus espaldas... un silencio que el
revolucionario rompió con una inesperada observación.
—¿Qué hubiera pasado si movía el
caballo? Las blancas no podrían haberlo capturado porque la dama negra habría
quedado clavada por la torre. No sólo se perdía más material sino que
desaparecía la presión.
Salomón Cohen escuchó la parrafada
sin girar la cabeza, pero cuando finalmente lo hizo, miró a Rafael con una
mezcla de suspicacia y satisfacción.
—Es obvio que usted es un jugador
de buen nivel.
—Aceptable —respondió el
revolucionario encendiendo un cigarro—. Eso no lo exime de la acusación que
hemos hecho.
—No, pero ahora puede permitirse
ver las cosas desde otro lado, con otra perspectiva. ¿No me cree cuando le digo
que combatíamos al fascismo como lo hacen ustedes y por motivos semejantes?
—Lo estamos juzgando por el aquí y
ahora —agregó Rafael con dureza—, no por su maravilloso pasado. Y a pesar de
que le creo, eso no cambia las cosas. Hay reglas.
—Entonces mire la partida. ¿Qué
ve?
El comandante se movió con brusquedad,
quedó frente a Salomón y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas; empezó
a mirar el tablero dibujado desde la posición de las blancas.
—Su adversario era el de las
blancas, ¿verdad?
—Pinjas Peisejovich; murió
peleando contra los nazis. Yo me salvé porque no me tocaba morir.
—Las negras están perdidas —dijo
el comandante—. Si usted hubiese movido el caballo, la dama blanca no estaba
obligada a capturarlo. Con retirarse por la diagonal dominando la columna en la
que estaba el rey negro…
—¿Se da cuenta ahora?
—Pero usted creía que había una
salida —protestó el comandante—, que podía ganar la partida, y eso no es
cierto.
—¿Está seguro? Mire. —Cohen hizo
un bollo con el papel en el que había dibujado el tablero e hizo el ademán de
meterlo en la boca para comerlo—. Tampoco tenía que perderla, necesariamente.
¿Tablas? —Tendió la mano. El “Comandante Rafael”, tras vacilar un momento,
sonrió y se la estrechó con firmeza.
Los autores: Ada
Inés Lerner (Argentina), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Carlos Enrique
Saldívar (Perú), Carmen Belzún (Argentina), Chelo Torres (España), Claudia
Isabel Lonfat (Argentina), Daniel Alcoba (Argentina/España), Fernando Andrés
Puga (Argentina), Guillermo Corte (Argentina), Javier López (España),
José Luis Velarde (México), Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina), Lu Evans (Brasil),
Luciano Doti (Argentina), Lucila Adela Guzmán (Argentina), Oscar De Los Ríos
(Argentina), Patricio G. Bazán (Argentina), Víctor Lowenstein (Argentina) Joao
Ventura (Portugal) Edilberto Aldán (México), Ricardo Bernal (México), Luciano Lara
(Argentina), Daniel Frini (Argentina), Laura Irene Ludueña (Argentina),
Marcela Iglesias (El Salvador/Ecuador), Rosa Lía Cuello (Argentina), Itzel
Flores García (México), María
Elena Rodríguez (Uruguay), Luisa Madariaga Young (Cuba), Armando Azeglio (Argentina)
y Sergio Gaut vel Hartman (Argentina).