LA EXTRANJERA
Claudia Isabel Lonfat, Victor
Lowenstein & Sergio Gaut vel Hartman
Enrique acababa de ordenar lo que comería cuando entró al
restaurante una mujer, a todas luces extranjera, que le preguntó si podía
sentarse a su mesa.
—Naturalmente
—respondió él.
—Gracias.
Tengo mucha hambre —dijo, hablando el idioma del lugar con suma dificultad.
Apenas se sentó, Enrique supo que era una persona ordinaria e inculta, algo que
los ojos brillantes en una cara de luna llena no lograban disimular.
—¿Ya
sabe qué va a ordenar?
—¿Qué
le importa? Yo solo le pedí ocupar un lugar libre. ¿Soy su amante, acaso?
El
comentario grosero produjo en Enrique un fuerte impacto, y por un momento pensó
en echarla, pero se serenó de inmediato. Tal vez fuera una persona interesante,
aunque hubiera que tratarla con rudeza. Llamó a la mesera.
—Fetucini
a la putanesca para la… señora —dijo con voz precisa, aunque haciendo muy
pronunciada la pausa previa a “señora”—. Comerá lo mismo que yo.
—No
recuerdo haberlo autorizado a elegirme el menú, señor… —replicó la mujer con el
mismo talante anterior—. De todos modos, lo voy a aceptar —agregó con una leve
sonrisa, y sin mostrar los dientes.
—Le
agradezco la confianza —dijo él devolviéndole la sonrisa—. Estoy seguro que los
fetucini le van a gustar. No se preocupe, es solo eso, una invitación sin más
—agregó con cierta formalidad.
La
mujer lo observó un rato largo, mientras el mozo agregaba una panera, un pote
de parmesano rallado y servía el agua y el vino. Él también la miraba tratando
de disimular, y vio su gesto de tapar la copa con la mano para que no le
sirvieran vino. Ninguno comentó algo al respecto.
—Yo
soy de esta hermosa ciudad —dijo Enrique mirando a su alrededor, como
reafirmando la belleza europea del lugar—, es decir, nací y viví toda mi vida
aquí, en este mismo barrio. La verdad, nunca tuve deseos de vivir en otro país,
ni siquiera en otra ciudad —agregó.
Ella
bebió la copa de agua casi sin respirar y él le sirvió otra; también agregó más
vino a su copa. Llegó la comida. Ella la probó y comió con voracidad. Él pensó
que quizás había sido prejuicioso a la hora de juzgarla por la primera
impresión. Recordaba los dichos de su madre, esa frase vieja de inmigrante
desconfiada, y que el también repetía: “La primera impresión es la que vale”.
Cuando despertó, totalmente desorientado, notó que estaba en
ropa interior, acostado en su cama, por lo cual, en un primer momento, pensó
que la escena del restaurante era un sueño. Miró el reloj y se horrorizó al
instante; eran las ocho cuarenta PM. Lo primero que le vino en mente, fue que
el reloj estaba desconfigurado. Corrió las cortinas y vio que era de noche…
A
continuación se sentó al borde de la cama y miró el teléfono colgado en la
pared. Pensó en llamar a la policía, pero lo cierto es que su sola
incertidumbre no ameritaba la molestia. Podía sí, comunicarse con alguien del
personal del restaurante, que le brindara una pista de lo ocurrido las últimas seis
horas, por lo menos. Pero le avergonzaba la idea. También pasó por su mente
telefonear a su madre; ¿se atrevería a contarle
la rara aventura vivida?
Se
puso de pie y extendió una mano hacia el auricular del aparato, en el momento
exacto en que este empezaba a sonar...
Tras
los primeros cuatro timbrazos se animó a descolgar el tubo; con cautela se lo
llevó al oído. Un temor indefinido le hacía apretar las yemas de los dedos al
metal y a contener el aliento. Ciertamente no esperaba llamado alguno, por lo
que sus aprensiones eran producto de una intuición que casi nunca le fallaba.
Palpitaba esa corazonada sin atreverse a un primer "hola" que
realmente se negaba a brotar de su garganta. Del otro lado de la línea se oía
una especie de lento respiro, nada agitado. Estaba en desventaja ante lo
desconocido.
Los
nervios lo traicionaron al pronunciar, de improviso, un "quien habla"
en un tono imperativo que delataba cuan alterado estaba. Del otro lado se oyó
un suspiro, más un leve carraspeo. Le tocaba contestar; ¿lo haría? Enrique
temió un juego perverso, jugado por una voz desconocida que se solazaría en
burlarse de él ocultando su identidad. Ideas así le venían a la mente en
momentos de crisis, como el que estaba atravesando. Aunque no lo reconociera.
Enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano libre, se dispuso a
repetir la pregunta, cuando escuchó una conocida voz femenina diciendo:
"hola"...
—¿Anya?
—Recordaba haberle preguntado el nombre a la extranjera y ese había sido el que
ella le dio en respuesta.
—Mi
verdadero nombre es Sonia Sharapova —dijo la mujer.
—No
entiendo nada de lo que está ocurriendo —dijo Enrique—. ¿Pusiste algo en mi
bebida?
—No,
es decir, no fue necesario. Pronuncié una serie de siete palabras mediante las
cuales inicié tu activación.
—¿Mi
activación?
—Ahora
pronunciaré una serie de cuatro palabras —siguió ella sin prestar atención a la
pregunta de Enrique— y la activación quedará completa.
—Sigo
sin entender.
—Ya
entenderás. “El peón ha coronado”.
Entonces
Enrique comprendió quién era la mujer, quién era él, cuál su tarea y para quién
trabajaba. Dentro de exactamente setenta y tres minutos estaría en el lugar
asignado y, una vez más, cometería un asesinato por cuenta y orden de la AIK.
A LA DÉBIL LUZ DE LAS LUNAS
Adriana Alarco de Zadra, Daniel
Salvo & Carlos Enrique Saldívar
Fue la
influencia de las lunas, estas los enloquecieron. Lo que no saben es que dentro
de poco los seres humanos también seremos transformados por los satélites. Nos
tornaremos violentos, salvajes, y acabaremos pronto con la raza metálica.
Luego, nos
exterminaremos a nosotros mismos.
COMO UN DISCO RAYADO
Patricio G. Bazán, Claudia Isabel Lonfat & Ada Inés Lerner
En líneas generales, no me llevo bien con la nostalgia, pero a causa del hábito de escuchar radio mientras trabajo, diariamente sintonizo una FM que emite viejos éxitos de los ochenta. Esta noche parecían estar algo descuidados, ya que pasaron la misma canción por quinta vez. Llamé, un poco en broma, para avisarles del error, pero negaron haberla pasado todavía. Cuando repitieron la misma tonada (que ya comenzaba a odiar), volví a reclamar. Curiosamente, no recordaban haber hablado antes conmigo. Me dije a mi mismo que tal vez era el estrés, después de verificar que la banda era la correcta, y que siempre estaba sintonizada en la misma frecuencia, incluso la misma hora, y nada indicaba que hubiera un reemplazo en el programa radial o que hubiese marcado el número equivocado. Decidí apagar la radio hasta que se me despejara la cabeza, pero cuando salí a la calle, una mujer que pasaba a mi lado la tarareaba distraída. Le propuse a mi amigovia ir de vacaciones a un paraje solitario. Al principio todo bien. Una noche tuve convulsiones, la canción se incrustaba en mi cerebro mientras yo repetía la letra. Mi amiga llamó a la ambulancia. Estoy mejor, todos los días vienen lindas chicas a darme la comida en la boca porque tengo puesto un chaleco que se prende por atrás.
Ella tararea esa canción, me molesta un poco, pero yo la canto como un disco rayado.
Luciano Doti, Luciano Lara
& Estefanía Alcaraz
El
mar estaba más imponente que nunca; la arena, maravillosa.
Mañana:
la ruta, el tráfico incesante de autos, anticipo de lo que le esperaba en la
gran urbe. Ni hablar del trabajo; esa maldita y tediosa oficina. Y su pareja...
¿quería seguir con él?
Sacudió
la cabeza como buscando escaparse, quería volver al mar. Por un instante pensó
en meterse al agua y dejarse llevar hasta desaparecer. Desaparecer en las
aguas, dijo una voz que retumbó en cada pedazo de su cuerpo. Sonrió,
definitivamente era ella cuando estaba frente al mar. ¿Por qué siempre hay que
volver? ¿Volver adonde? ¿Para qué? ¿Qué diferencia había entre ambas muertes? Admiró
las huellas que había dejado su andar en la arena, eran tan perfectas ¿Volvería
a pasar sobre ellas?
Una de sus manos sostenía esa botella de whisky que minutos antes había bebido desesperadamente. Todo a su alrededor se hallaba en movimiento. No, no podía volver con ese miserable. Sus ojos pesaban kilos y su abatida mente se teñía del mismo gris que bañaba la mugrosa ciudad donde debía regresar. La confusión tomaba el control de cada centímetro de su existencia. Al instante, la botella se hundió torpemente en el mar. No había más que pensar.
EL CASAMIENTO DE LUCHO
Gabriela Vilardo Laura Irene Ludueña & Sergio Gaut vel Hartman
Las reflexiones de Félix, imprecisas y confusas, se diluían al chocar contra la sólida realidad circundante. Aquellas que lograban sobrevivir, fluyendo por los más variados canales, eran un obstáculo para tomar cualquier decisión constructiva. Pensaba, por ejemplo, en la obligación de asistir al casamiento de un sobrino. ¿Qué necesidad tenía Lucho de casarse? ¿No era mejor amancebarse, como hacía la gente de otros tiempos? Uno se casa, gasta un montón de dinero para que otros coman y se emborrachen, se saca fotografías que luego olvida en una caja y se ve obligado a romper por la mitad cuando se separa. Y eso sin contar que, con frecuencia, en especial en los casamientos que se celebran al aire libre, se larga a llover o se desata un viento frío de los mil demonios que no solo estropean la fiesta sino que además te regalan una bronquitis o hasta una neumonía.
—¿Otra vez sacándole punta a alguna estupidez? —La voz de Laura, plantada ante su padre con los brazos en jarras, como Carmen, la cigarrera de la ópera de Bizet, sacudió a Félix como una descarga eléctrica. Pero el anciano logró reaccionar de inmediato.
—Pensaba en el casamiento de Lucho. No voy a ir.
—¿No vas a ir? Te compré un traje de tres piezas divino —protestó Laura.
—No me importa. No voy. No me quiero pescar una neumonía y morirme solo porque a ese tarado se le ocurrió casarse.
¡Ese es mi padre!, pensó Laura con tristeza. Estaba cansada de disculpar sus ausencias en las reuniones familiares. Si lo pensaba bien, era mejor que no fuera. Cuando lo hacía, terminaba discutiendo con alguno. Pobre viejo, no siempre había sido así. Muchos pensaban que era pesimista “por naturaleza”. Pero estaban equivocados. Nadie nace así, sino que la vida lo hace así. Había acumulado tantas penas y frustraciones que no había podido asimilar, que su única defensa fue convertirse en el amargado que era hoy. Le dolía que la gente lo juzgara como si sólo fuera un viejo malo.
Pocos sabían que su hermano Ricardo, había desaparecido en los oscuros años del Proceso. Cuando lo secuestraron, Laura era apenas una niña que escuchaba escondida tras la puerta. Recordaba que era la madrugada de su cumpleaños y que, a partir de allí, la vida familiar había cambiado. No olvidaba a Félix prometiéndole a su madre que lo encontraría. Pero no pasó y, la pobre murió de angustia y dolor.
Después de eso, se había sumergido en un círculo vicioso de pena, remordimiento por no haberlo encontrarlo, tristeza, sed de venganza e impotencia. Y de allí, no había sido capaz de escapar. Laura, consciente de esto, no quería cruzarse de brazos y esperar a que lleguen soluciones mágicas. Estaba segura de que sufría, refugiado en la pasividad y la desesperanza. Pero ¿qué hacer para ayudarlo? Estaba tan cansada…
Y esa realidad sólida y circundante era una más de tantas, para que Félix se sumergiera en el aislamiento. Laura se topaba con ellas todo el tiempo y su vida transcurría entre las razones de su padre para evitarlas y frustrados estados de incapacidad de ella para sacarlo de un pozo del que Félix no quería salir. Los años habían pasado, y en esa casa el estancamiento era lo medular para no seguir viviendo.
De modo que la noche anterior al casamiento, Laura colgó el traje de su padre fuera del placar, planchó la camisa blanca y buscó una corbata que hiciera contraste. Apoyó un par de medias sobre una silla y lustró los zapatos de cuero. Sobre las medias, una nota: siempre fuiste dueño de hacer y de dejar de hacer. Es hora de que decidas, sin quejas, quedarte a mirar televisión o ir al casamiento de Lucho. Podés brindar por él o por su pronta separación, podés comer y emborracharte, podés escaparte de la fotografía si querés y tomarte una puta pulmonía si te exponés al rocío, enajenado del resto de los invitados; y hacerte cargo de ella, claro. Cuando leas esto yo ya estaré a quinientos kilómetros de esta ciudad, haciendo lo que quiero. Hacer o no hacer. De eso se trata, papá. No buscaste a tu hermano, dejaste morir a tu madre, pero el turno que sigue no es el mío.
EL MUNDO SIN FIN
Joyce Barker, Sebastián Ariel Fontanarrosa & Sergio Gaut vel
Hartman
El
padre Aquiles consideraba que el progreso tecnológico era una enfermedad. Lo
suponía un cáncer que depredaba los recursos naturales de la Tierra, lo que
inevitablemente produciría un colapso global en un plazo más corto que largo.
El físico Francisco Sandoval, cordial enemigo del cura, además de acusar al
religioso de haber robado la idea de un escritor chino, refutaba esa afirmación
con un argumento contundente: la tecnología nos sacará del mundo original y nos
diseminará por el espacio, obsequiándonos la posibilidad de renovar esos
recursos en los millones de planetas que colonicemos. La pregunta crucial era:
¿qué llegaría primero, el agotamiento o el éxodo? El tercer miembro de la
cofradía era Inga Jacobssen, una danesa pícara y desinhibida que disfrutaba
contradiciendo a ambos. Había sido compañera de cama de Francisco y tal vez,
aunque no oficialmente, también de Aquiles.
—¿Y
si los recursos naturales —expuso Inga— dejan de ser necesarios porque podemos prescindir
de todos ellos, excepto de los considerados inagotables? Energía solar, eólica,
hídrica…
—Vivimos
en un mundo material —la interrumpió Sandoval, enérgico—, y nuestros cuerpos
necesitan cada vez más satisfacer esas demandas. Las mentalidades cambian y la
tecnología es la expresión más significativa. “La neo-art”.
—No
se trata de evolución, todo esto implica una carrera contra el tiempo. Del
miedo pavoroso que todo ser humano le tiene a la muerte y esa incertidumbre al
más allá.
—Estimados…
—intervino Aquiles ceremonioso—. Todo recae en la falta de fe. Ese vacío nos
convierte en seres inconformes e insensibles para con nuestro mundo. Es miedo a
no reconocer que somos inmensos, pero insignificantes comparándonos con Dios.
En el rechazo de lo que somos renunciamos a nuestra paz.
—Padre,
es reticente al progreso tecnológico, pero a veces me da la impresión de que
también le teme a la muerte —dijo Sandoval arteramente—. Considero que es una
carrera a favor de la calidad de nuestras vidas, para estilizar el tiempo y las
distancias. El universo es mudable, constantemente expandible, y al menos
tenemos que hacer el intento de interpretarlo y alinearnos a su dinámica.
―¡Basta
de rodeos, señores! —estalló Inga sorprendiendo a los presentes—. Solo podremos
hacerlo mediante una revolución metafísica. Fusionando el motor de la fe
direccionada, y la pujanza inimaginable de la ciencia, para finalmente poder
plasmar mi pensamiento mágico. Estoy segura que podremos crear un sistema que separe
materia de espíritu, que nos permita radicalmente ser parte de un nuevo
Organismo Creador, que utilice recursos naturales de fuentes existentes en
otros planetas. Podremos convertir la galaxia en un mundo infinito.
—¡Dios
vive dentro nuestro y nosotros dentro de su luz, Inga!
—Estoy
hablando de una inexorable reconversión de la raza humana, padre. De
entregarnos a un nuevo paradigma: de la realidad sin materia, sin necesidades.
Es más, ni siquiera necesitaríamos recursos naturales de otros planetas, como
dije antes. Para eso, tenemos que usar el cien por ciento del cerebro, no como
ahora. Nada sobra en un cuerpo. ¡Que la tecnología lo active! Podríamos habitar
en otras dimensiones. Esta no es la única. Lo saben, ¿cierto? Seríamos solo energía
si quisiéramos, como Dios.
—¡Cómo
dices eso! Ni siquiera usando todo nuestro cerebro seríamos como Él.
—No
estoy tan segura. Además, ni siquiera creo que Dios sea tan buen diseñador: tenemos
una morbosa manera de vivir, gracias a Él.
—El
diseño de Dios es perfecto —respondió Aquiles.
—¿Es
parte de un diseño perfecto despreciar la vida de otros y comérselos? La
materia es el problema, nos hace imperfectos.
—La
naturaleza es así, Inga, el sacrificio es parte de la vida.
—No,
padre, el sacrificio de un animal para alimentar a otro, no es real. Le aseguro
que el pobre animal no piensa así. Y tú, Francisco, ¿crees que la tecnología nos
llevará a otros planetas para hacer exactamente lo mismo que hacemos en la Tierra,
invadir y depredar?
—No.
No tiene por qué ser así.
—Así
sería, porque la materia necesita de la materia. Créanme, podemos ser
inmateriales y dejar de necesitarla para poder vivir. —Sonó el teléfono de la
sala de reuniones. Inga dejó de hablar para atenderlo—. Padre. Es para usted.
—¿Aló?
—Esperó unos segundos en silencio. Luego miró a Inga, sorprendido—. ¿Es una
broma?
—No,
padre, es un pequeño ejemplo de lo que les decía.
—¿Qué?
—preguntó Sandoval.
—Averígualo,
Francisco —respondió la mujer, experta en temas poco comprobables, mientras el
sacerdote la miraba fijamente.
Francisco
habló por teléfono con la misma mujer que estaba con ellos en la sala.
—¿Cómo
hiciste esto, Inga? —dijo el científico.
—El
mensaje lo emití después de salir de aquí —replicó Inga, conteniendo la risa—.
¡Mentes estrechas! Jamás se acercaron ni siquiera un poco a la verdad.
—No
te entiendo —dijo Aquiles.
—Yo
tampoco —confirmó Francisco.
—Ahora
van a entender. —Inga se retiró a un ángulo de la sala, en el que había un
antiguo secreter Thompson, sacó una pequeña llave, levantó la persiana y tomó
una caja del tamaño de un ladrillo en la que había media docena de discos de
colores. Oprimió el verde y desapareció de la vista de los dos hombres. Unos
segundos después ingresó a la sala atravesando la puerta.
—¡Esto
es un truco! El padre Quevedo lo decía. Se puede crear cualquier ilusión si se
cuenta con la credulidad del auditorio.
Fue
el turno de Francisco de sonreír con benevolencia.
—La
ciencia avanzada, padre, es indistinguible de la magia.
EL HUNDIMIENTO
Sandro Centurión, Alejandro Bentivoglio & Luciano Doti
La nave se está hundiendo. Tratamos de encontrar al culpable. La mayoría de los pasajeros parecen tener objetos sospechosamente puntiagudos en sus manos. Excepto nosotros, aunque algunos nos señalan. Quizás porque parecemos demasiado inocentes. Y estamos seguros de que lo somos.
Sin embargo, los otros también dicen ser inocentes, pese a que el agua está entrando cada vez más rápido y el barco se hunde irremediablemente.
Es cierto que podríamos hacer algo, pero la duda de quién es culpable resulta mayor.
El agua se apodera del piso de la nave. A los demás parece no importarles, es evidente que sus sospechas ganan fuerza y consenso. Nuestra suerte está ligada a la tragedia de este misterioso hundimiento. Un hundimiento como otros tantos que ocurren en estos días, en estas latitudes.
Acaso sólo nosotros queremos evadir lo inexorable. Tal vez se puede escapar del destino, emerger y flotar, a la deriva pero vivos, sobre el agua salada que ahora nos mordisquea las rodillas.
Dirigimos una mirada hacia ellos buscando una explicación. Los pasajeros son instrumentos de un poder superior, su misión se está cumpliendo tal cual lo planificado, y somos nosotros los que podríamos evitar ese final que fue decretado por quien digita lo que pasa en este infierno marítimo.
Jamás imaginé que los seres mitológicos pudieran ser verídicos, pero lo veo ante mí; cada uno de esos objetos puntiagudos conforma su horquilla. ¡Eres tú el que nos hunde, rey Neptuno!
INSPIRACIÓN
FINAL
Ada Inés Lerner, Claudia
Isabel Lonfat & Sebastián Ariel Fontanarrosa
―Tú
y yo ―inicia él. Ambos están desnudos y encerrados en un ojo magno.
―¿Y
nuestro amor? ―pregunta ella.
―¿La
fe que anima la brújula de este desconcierto? ―él, excelso y bello barítono
responde al tiempo que hiere las muñecas de ella con un cuchillo.
―¡Corto
las rosas, inspirando la sed de los besos! —La sangre (supuestamente) de ella
da con el punto final trágico y arranca los aplausos, la ovación del público
que todos esperábamos. Cae el telón. Ella, mi mujer, se dirige hacia el
camarín. La sigo.
—¿No
le pediste a tu ayudante algo para cubrirte?
—Me
vieron quinientos espectadores, los iluminadores, el apuntador, Alex, los
escenógrafos, tu ayudante de dirección ¿cuál es el problema? —responde mientras
entra al camarín y me cierra la puerta en la cara sin miramientos. No soy
hombre que exteriorice mis emociones con palabras, para eso están los
personajes. Tampoco me gustan los escándalos, por eso ya sé cuál será la
próxima obra para mi mujer. En la escena final no habrá cortes suicidas, ni
destierros o puñaladas pasionales. Esta vez será veneno; un poison fulminante y realismo puro, eso
al público le gusta. Eso sí, será una única función, dada las circunstancias;
después de todo, mi vida es el teatro.
LOS AMANTES DISTANTES
Gastón C. Caglia, Dora Gómez Q. &
Jorge Zarco
La extensa ruta de ripio es solo cortada por la puesta del
sol que está llegando a su punto más bajo. Un hombre estaciona su motocicleta
en la vereda del motel, dejando atrás una estela de tierra suspendida en el
aire. Hábilmente desliza la alianza hacia el interior del bolsillo, como así
también el casco, que deja colgado del manillar de la motocicleta.
La
mujer que lo acompaña, una fina y coqueta dama, le sigue los pasos. Ingresan al
motel y ella se esconde detrás un viejo alce embalsamado, observando sin
disimulo los gestos ampulosos de su amante al pagar la habitación. Este firma y
se apresura a recoger del piso el delgado bolso de mano. La mujer, ya no
pudiendo esconderse, pues es tan alta como su amante, se aviene a seguirlo
caminando como si fuera dando pequeños saltitos de casilla en casilla en un
imaginario juego de la oca.
Dentro
de la habitación, tan ordinaria como cualquier otra perdida en los caminos de
tierra y solo hechas para que los amantes encuentren razón para arrepentirse de
la física del sexo, comienzan a desnudarse en silencio. De fondo, la tarde trae
un temporal. Los árboles comienzan a agitarse desde su tallo.
El
hombre enarca una ceja mientras sopesa la cerda de su cepillo de dientes, es
pulcro para coger. La amante despojada de sus ropas se tiende en la cama y,
dado que no hay nada por hacer, enciende la radio. Una suave melodía comienza a
sonar, hipnótica, envolvente, así se adormece.
Cuando
despierta juzga que su amante estuvo demasiado tiempo dentro del baño, han
pasado tal vez eternos minutos y solo se oye un silencio de muerte. Entreabre
la puerta.
Allí
lo ve, tendido en el piso, con la mano en el miembro y escupiendo espuma
blanca. Cree que el hombre bromea, ya que ha dejado la pasta dental abierta
sobre el lavabo.
—¡Vamos
ya, levántate, no tengo tiempo para tonterías! —Él sigue sin responder. Lo toca
con la punta del pie en las costillas—. Vamos, ¡levántate! —repite. —No
responde. Lo zamarrea, pero su cabeza cae yerta. Llama a la recepción—:
¡Vengan, mi pareja se ha desmayado! —Aparece un anciano, de andar cansino. Ella
lo acompaña al baño—. ¡Así lo encontré, no sé qué le ha pasado!
El
anciano solo toma la muñeca del hombre y la suelta.
—Para
llamar a la ambulancia no está. Este hombre está muerto. —Ella grita espantada
mientras termina de vestirse, buscando su bolso para largarse de allí
velozmente—. No se puede ir señora. Hay que llamar a la policía, porque no
sabemos si ha muerto de muerte natural o si usted lo ha asesinado.
—No
señor, yo no puedo quedar involucrada en esto. ¡No lo maté! ¡Lo encontré así!
—Al
establecimiento tampoco le conviene quedar involucrado en esto. Pierde clientes
y prestigio, pero si está de acuerdo lo podemos arreglar.
—Sí,
por favor, arréglelo.
—Sacaremos
la moto de aquí y la dejaremos a varios kilómetros a la vera de la ruta, con el
muerto incluido, la llevaremos a usted en un auto de nuestra empresa hasta su
casa, claro que eso le costará, ¿entiende?
—Por
supuesto, dígame cuánto y sáqueme de aquí.
—Diez
mil dólares —dice el anciano sin inmutarse.
—¿Tanto?
—Incluye
su traslado, el del fiambre, y la limpieza del cuarto, incluidas sus huellas.
Ella
saca la tarjeta y transfiere el monto indicado, sin saber cómo le va a explicar
a su marido el faltante en la cuenta.
Tal como era lo acordado, el cuarto es aseado de forma
impecable y el infeliz amante abandonado a su suerte al borde de una carretera.
Mientras trata de pensar en la excusa que justificará la desaparición de los
diez mil dólares de la cuenta corriente, ya que ahí estaba el verdadero
problema, oye el sonido del móvil; contesta.
—¿Sí? —Se oye la voz de una mujer al otro lado, una voz
desconocida.
—¿Señora Delgado?
—Sí, ¿quién es usted? —La mujer al otro lado traga saliva
como si tuviese serias dudas para continuar.
—Tengo… tengo que decirle algo importante.
—Sí, de qué se trata… ¿es sobre mí? —La extraña vuelve a
tragar, como si la asustase su posible confesión.
—No, no se trata de usted, se trata… se trata de su
marido.
Hay un sentimiento de sorpresa, o quizá un golpe bajo.
—¿No será usted su amante? —Un silencio de varios
segundos eternos y finalmente un acelerada contestación.
—Esto… sí, señora Delgado, su marido acaba de morirse.
La mujer está a punto de sufrir un ataque de risa. No
sabe si de dicha porque ya no tendría que justificar la pérdida de una
cuantiosa suma en su cuenta corriente, o de histeria, al temer que su deseo
inconsciente se hubiese cumplido, quizá por la crueldad del azar.
—No me lo diga, ¿murió cuando cogían?
—Sí, sí…
—Y apuesto que ahora está usted desesperada por salir de
tan enojosa situación.
—Sí, por supuesto.
De pronto aparece un plan rumiado a la desesperada, a
toda velocidad, un verdadero quinto as bajo la manga.
—Tranquila, querida, todo puede solucionarse.
—Sí, dígame.
—Tranquilícese, no hay problema. Solo le costará diez mil
dólares…
PEQUEÑAS MUERTES
María Elena
Rodríguez, Omar Chapi & Hernán Bortondello
Son las tres de la tarde del veintiocho
de marzo del año dos mil veinte. Lo mismo daría que fueran las dieciséis, o las
diecisiete de este día o del día de ayer, o del de mañana. Desde que empezó la
cuarentena han ocurrido inesperadas pequeñas muertes. La primera fue la muerte
de los relojes de pared y los de pulsera y de los calendarios, los de cartón
adornando la cocina y los impresos al principio de las agendas, y la doble muerte
de los digitales que son ambas cosas a la vez. No le di mucha importancia al
principio, al contrario, pensé: mejor, así no me preocupo si es tarde para
desayunar, o para almorzar. Sin embargo ahora, veinte días después, los
extraño, y ni siquiera estoy segura si son veinte días o diecinueve o
¿dieciocho?
Después, ¿o tal vez antes?, amanecieron muertas las
ventanas y las puertas, rígidas en su maderas pintadas para recibir a los
inquilinos de la temporada de verano. Desde su muerte súbita, inimaginable un año
atrás, (¿o un mes atrás, o podría decir dos?), desde esa muerte, como sucede
desde todas las muertes, no se movieron más. Sí, como estarán imaginando, no
pudieron abrirse más. Y los que estaban afuera quedaron afuera por tiempo
indefinido y los que estábamos adentro permanecemos adentro por un tiempo aún
más indefinido porque, como ya les conté, no funcionan los instrumentos que nos
cronometraban.
La tercera muerte, más natural y más explicable si se
quiere, fue la de mis plantas de jardín, las que vivían allí, justo al lado de
mi puerta de vidrio y, muchas veces, durante este incomprensible tiempo de
pequeños duelos, he intentado consolarme pensando en esa frase tonta que repite
como cacatúa todo el mundo: “Al final todos tenemos que morir” y, aunque tiene
mucho de cierto, no es justo que a uno se le mueran las cosas antes de tiempo;
miro todo a mi alrededor y pienso que pude haber hecho algo por evitar algunas
muertes, como la de mi jardín, por ejemplo. No sé quién ordenó este encierro ni
por cuánto tiempo más tendremos que aceptar ser prisioneros en nuestras propias
residencias. Sé que pude haber evitado la muerte de las ventanas, sus cortinas
de encaje blanco se veían hermosas agitadas por la brisa que llegaba del
jardín, mientras las ardillas recogían alguna piña que corrían a esconder en
sus madrigueras y los pájaros cantaban revoloteando en el agua de la pileta,
otrora viva y ahora, muerta.
Desde que empezó todo esto, no he podido retirar siquiera
el cadáver de las hojas de pino que caen en las callejuelas del jardín; a
veces, me siento a mirar el mundo a través de la ventana sin vida y siento que
la casa ha entrado en agonía; lo digo porque en la calle solo miro cadáveres
que van o vuelven a largos intervalos, algunos salen a la tienda o van al mercado
sin poder respirar el aire que es el único que no huele a muerte. Es increíble
cómo las pequeñas muertes hacen una muerte grande, una muerte que se repite en
todas partes y no se conforma con los pequeños cadáveres sino que los replica
por todo el mundo.
Hoy en la mañana, he sentido un extraño frío en mis
piernas, el calambre extenderse hasta la columna vertebral y subir al pecho. Mi
gato, que sobrevive todavía, me ha visto con ojos de duelo. A instancias de esa
mirada amarilla y desapasionada descubro que la percepción de tanta finitud
ajena no hace menos llevadera la mía. Soy aquí mí propio tribunal y el único
testigo a quien presentar pruebas de vida. Recorro así las habitaciones
aplicándome con empeño a tareas absolutamente triviales y en cuyo transcurso
tomo consciencia que mi desaparición decretaría el fallecimiento de un
sinnúmero de objetos que solo tienen significado en tanto y en cuanto yo
exista. Repentinamente empiezo a temblar, me invade un agotamiento inesperado y
absoluto. Me sobresalto. Pienso que el espectro invisible que nos ha acorralado
había decidido finalmente terminar conmigo y sufro un ataque de pánico. La
realidad se desdibuja ante mis ojos y parece abandonarme. Alcanzo a apoyar una
mano en el borde de la mesa del comedor evitando que un feroz mareo me haga
trastabillar. El aire ahora no llega a mis pulmones y agitada me digo que es el
fin. ¿Qué pasará con mi gato? Con seguridad morirá de hambre encerrado aquí y
con él dejará de latir el último corazón del hogar. ¡No lo permitiría! Al borde
de la asfixia, con la vista nublada y a los tropezones, alcanzo el picaporte de
la puerta principal y la abro. Sin barbijo, recibo el aire fresco en mi rostro,
los trinos chillones de unos gorriones que ignoran el drama humano y el
profundo celeste de un cielo esperanzador. Una mezcla indescriptible de alivio,
euforia y agradecimiento me normaliza la respiración. Michi pasa entre mis pies
atravesando el umbral, salta al cantero de la vereda y comienza a revolcarse
lujurioso entre la hierba crecida.
PINTOR
Dora Gómez Q
Marcela Iglesias & Margarita Pacheco
Max entró al atelier y olió el aguarrás y el solvente. Abrió
las ventanas y acomodó el caballete, buscando la mejor luz. Extrañaba los
regaños de su mujer por el desorden, y los gritos de los niños entrando y
saliendo.
Tanto
tiempo había anhelado por lo menos un día de silencio, para él solo, exclusivo,
con sus pinceles deslizando los colores sobre la tela… pero ahora, la ausencia
de su familia le producía un dolor indescriptible. Se secó las lágrimas con la
manga de la camisola manchada y volvió a pintar, aunque no lograba evitar la
desagradable sensación anticipada de recorrer una vez más la galería poblada de
exégetas, de culos ajenos, esnobs, fracasados, envidiosos toda la fauna ante la
que debería sonreír si quería vender sus cuadros.
Mezcló
el verde pradera con un poco de amarillo cadmio. Intuyó así su futuro: tragar
amargo, secar sus lágrimas, y pintar, porque tenía que vivir, volver a empezar.
En
ese momento advirtió a la mujer que lo observaba. Era altísima, delgada, de
ojos peculiares, muy rasgados. Sostenía unos papeles en las manos. ¿Cómo había
entrado? Hizo un esfuerzo por recordar si había dejado abierta la puerta del
atelier.
—Buenas
noches —dijo la mujer antes de que el pintor pudiera hablar—, quiero que pinte
estos dibujos. —Todo, en el aspecto de la intrusa, llamó la atención de Max, y
tal vez por eso, desconcertado, extendió la mano y tomó maquinalmente los
papeles que ella le entregaba. Los dibujos, hechos a lápiz, en apariencia representaban
una máquina, pero no pudo identificarla con certeza. ¿Era una nave espacial?
—No
sé qué tipo de máquina es esta, pero sea lo que sea yo no trabajo a partir de
copias de dibujos —contestó el pintor, con seriedad. Le devolvió los bocetos a
la mujer.
—Este
es el vehículo con el que vine a su planeta, hace más tiempo del que usted
pueda imaginar —le contestó la extraña mujer—, y como ya no podré regresar a mi
hogar quisiera tener un cuadro, para recordar mi origen. Quiero que la nave
esté posada en el suelo de mi mundo, antes de partir.
—No
acostumbro a hacer ese tipo de trabajos —insistió Max—. Para pintar mis obras
necesito estar inspirado. No creo poder ayudarla. Tenga buenas noches.
Con
esa frase, Max creyó dar por terminada la conversación y regresó a su paleta y
sus colores. La mujer permaneció de pie, inmóvil, en silencio.
Max
se mantuvo absorto en sus pinceladas y no notó que la extraña no se había
retirado. Por eso se sobresaltó cuando, luego de un largo rato, ella insistió
con su demanda.
—Necesito
un cuadro basado en el dibujo qué le mostré. ¿Lo puede hacer o no? —dijo
enérgicamente, en un nuevo intento por obtener una respuesta positiva del
pintor.
Muy
pacientemente, él intentó explicarle que ese no era el tipo de representaciones
pictóricas que él hacía. Pero ella insistió, quería que pintara lo que
representaba el boceto sobre un paisaje que le describiría detalladamente.
—La
añoranza es un sentimiento muy doloroso. He aprendido de ustedes, los
terrestres, que la posesión de objetos que recuerden lo que alguna vez tuvimos
sirve para aplacar la tristeza.
Esas
palabras, “recordar lo que tuvimos”, ablandaron finalmente a Max. Él también
sentía nostalgia de lo que ya no tenía…
—Está
bien, está bien. Pero no voy a pintar nada a partir de esos burdos dibujos.
Tendremos que hacer sesiones en las que usted me describa lo que quiere que
pinte con el mayor detalle posible. Y no va a ser barato. Requiere mucho tiempo
y esfuerzo.
—El
dinero no es problema. ¿Cuándo comenzamos?
Pactaron
el costo del trabajo, los horarios de las reuniones y un plazo de entrega. Max
estaba satisfecho con la negociación. Por un tiempo, ese dinero sería
suficiente para sobrevivir... y algo más.
Ya
de noche, mientras preparaba el material para el nuevo proyecto, comenzó a
recordar la conversación.
¿Cómo
es posible que hubiera sido tan bruto?, se dijo dándose un golpe en la frente;
la mujer explicó claramente que era extraterrestre. ¿Acepté un disparate como
ese sin pedir una prueba de que eso es cierto y verdadero? Era imposible.
Incluso llegó a pensar que había imaginado el encuentro. Su mente le había
jugado una mala pasada. ¿Había olvidado tomar las pastillas que le habían
recetado para moderar la ansiedad? Porque era evidente que todo aquello era una
alucinación.
Sin
embargo, le hizo volver en sí ver el dinero sobre su mesa de trabajo, tal como
lo había dejado. Por lo tanto esa extraña mujer, alienígena o humana, era real,
no el producto de la inhalación de solventes y de los otros materiales que
usaba para pintar. También estaban las hojas que había visto el día anterior,
los bocetos a lápiz a partir de los cuales se negó en trabajar. Su especialidad
eran los paisajes. Había obtenido la soledad para crear, su más antiguo anhelo,
aunque el precio pagado, perder el contacto con su familia, era excesivo y le
causaba un incierto dolor. Ahora extrañaba el calor de la convivencia y aunque
celebraba la oportunidad de progresar económicamente para adquirir los bienes
que su mujer siempre le había reclamado, ya no los tenía a ellos. Una paradoja.
¿Es eso lo que necesito? Todo era muy confuso y contradictorio.
No
obstante, cuando volvía a tomar posición ante el caballete y disponía los
colores para trabajar sobre la tela de inmediato, escucho un suspiro a su
izquierda. Giró sobre sí mismo y se encontró de nuevo con la mujer; lo estaba
mirando. Se preguntó una vez más cómo había logrado entrar al atelier, ya que
las puertas se encontraban cerradas.
Decidió
ignorarla. Haría el trabajo dentro del plazo acordado, pero ella no tenía
derecho a presionarlo. Tomó el pincel y comenzó a mezclar los dos colores
necesarios para obtener el resultado que deseaba: negro y blanco para lograr
los diferentes matices del gris, todo debía ser gris, eso era lo que ella había
demandado.
Y
no dejaba de mirarlo.
¿Acaso
deseaba asegurarse de que él iba a cumplir lo que habían convenido? Le resultó
incómodo recordar que al fin había cedido cuando ella, muy segura de lo que
quería plasmar, había sacado un enorme fajo de billetes de la nada, para
asegurarle de que aquello no era una broma.
Empezaba
a aceptar la extravagante realidad en la que se había involucrado, así que se
dispuso a continuar con la tarea. Pero ella lo interrumpió una y otra vez para
pedirle que agregara detalles del paisaje en el que estaba posada la nave. Es
extraño dibujar una imagen que no es de este mundo, se dijo el pintor. Pero
algunos rasgos de aquellas descripciones parecían evocar de alguna manera a su
familia perdida, lo que le resultó aún más chocante. ¿Cómo se relacionaba la
nostalgia que la mujer sentía por su mundo con sus propias pérdidas? Si cada
obra que creaba le brindaba alguna sorpresa, lo que estaba plasmando ahora
superaba cualquier experiencia previa. Acaso el trabajo de un artista solitario
no sería posible si no se refería, de algún modo, a la clase de mundo que
pretendía conservar en la memoria y ella le estaba haciendo recrear. Su mundo
original, su hogar, el viaje… su familia, la convivencia. Como se sentía cada
vez más nervioso por aquella presencia silenciosa, comenzó a hablar
banalidades.
—Es
insólito hablar con una persona que proviene de otro planeta —dijo, pero más
para sí mismo que para ella—. ¿Qué la trajo a la Tierra?
Ella
lo miró fijo, y él se sintió profundamente invadido por esa mirada.
—La
nave que usted está pintando.
El
artista, que no esperaba una respuesta tan literal e inocente a un
planteamiento profundo, no pudo evitar una carcajada. Recordó cómo le
molestaban ese tipo de conversaciones con su mujer y por qué ella le parecía
tan rústica. Ah, si se hubiera reído más, en vez de hacerla sentir
intelectualmente inferior, tal vez ella no se…
—¿Por
qué se ríe? —pregunto la mujer con gesto confundido, sacándolo de sus
cavilaciones y recuerdos.
—Disculpe,
creo que no formulé correctamente la pregunta. Quería saber ¿por qué los que
dirigen su planeta la escogieron para venir a la Tierra?
Ella
respondió de inmediato, como si hubiera tenido preparada la respuesta.
—Inicialmente
vinimos a realizar un trabajo de investigación. Eso debía hacerse durante un
periodo determinado. Pero yo encontré tan interesante el planeta que me negué a
regresar cuando me ordenaron hacerlo y pedí un plazo mayor para seguir con la
investigación. Me dejaron sola y dijeron que volverían. De eso hace ya mucho
tiempo. Me resigné a aceptar que no regresarían a buscarme. Aprendí las
costumbres de su planeta y debido a mis habilidades, superiores a las de
ustedes, he logrado reunir mucho dinero. Pero también adquirí algunos de sus
malos hábitos, uno de ellos es la añoranza.
Mientras
la escuchaba, al pintor lo invadió una profunda tristeza. Pensó en aquel paseo
al que no fue y del que su familia nunca regresó. Por la ventana vio las
pelotas que ya no golpeaban los vidrios y lo sobresaltaban, obligándolo a dar
pinceladas donde no correspondía; recordó la bicicleta con rueditas que ya
nadie usaba, la ropa que quedó tendida, a la espera de ser recogida
—Entiendo
la sensación —le dijo—, sígame contando cosas de su planeta.
Pasaron
las horas y el día llegó a su fin. La mujer se había ido. El trabajo había
avanzado bastante. Por fin tenía dinero. Saldría a comer, una buena cena, solo.
¿Cómo se llamaba aquel lugar al que los niños amaban ir? Él lo aborrecía porque
era demasiado ruidoso y, además quedaba lejos. Serían horas sin pintar, así que
prefirió cambiar de idea. ¿Y si me los encuentro?, pensó. No obstante, como movido por un motor
secreto, terminó yendo.
El
lugar había cambiado. Ahora era una taberna donde languidecían un par de
parroquianos. Tomaría un par de tragos. ¿Por qué no? Con una chiflada como esa
cada mes, no necesitaría ir a mendigar a las galerías con sus trabajos bajo el
brazo. Si aparecía otra que creyera ser una sirena, pues bien, la pintaría con
escamas y todo, dentro del océano. ¡Que importaba, si eso le daba dinero!
Tomó
tres whiskys seguidos, como si fueran agua, pero no encontró consuelo en eso.
El dolor lo había transformado en una persona amargada y cínica.
—Mejor
deje la botella —le indicó al mesero, y volvió caminando en zigzag al atelier,
con la botella medio vacía en la mano.
Le
causaba risa pensar que el toque azul celeste que le había dado al cuadro haría
enojar a la mujer, pero quiso pintar un poco de cielo. ¿Acaso no era una nave
espacial? ¿Por qué todo tenía que ser en gama de grises? Le había sugerido que,
para lo que ella quería, era más apropiado un dibujo con carbonilla, tal vez un
croquis, pero la mujer le dijo que ya había intentado todas las formas
posibles, pero esos dibujos no lograban el objetivo que buscaba.
Al
llegar, ella estaba ahí.
—Vengo
a despedirme, a darle las gracias porque me voy a casa —dijo, entre enigmática
y triste.
—Le
pido disculpas por pintar un cielo alrededor de su nave, pero pensé que un
toque de color….
—Eso
ya no tiene importancia, pintor. Adiós —dijo la mujer antes de pegar su cuerpo
a la tela y desaparecer en ella.
Tomé
demasiado whisky, se dijo el pintor a sí mismo y se restregó los ojos. Se
acercó al cuadro para ver más de cerca, ¿adónde se había ido la mujer?
La
nave que pintó tampoco estaba, sólo habían quedado en la tela algunas
pinceladas de azul celeste y todo lo demás era gris.
PROBLEMAS EN LA PUERTA DE LOS INFIERNOS
João Ventura, Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio
Una de las cabezas de Can Cerbero empezó a gruñir. Las otras dos replicaron del mismo modo, mostrando los dientes. De inmediato todas empezaron a ladrar, haciendo un ruido muy fuerte que perturbaba la rutina habitual en la puerta del Hades. Ningún vivo tuvo oportunidad de pasar adentro, pero un muerto se escapó durante la confusión y aprovechó para ir resolver un asunto que, al morir, dejó inacabado. Así caminaba el difunto por la carretera, muy contento, cuando un automóvil azul le cerró el paso. De allí salió una despampanante rubia cuyo rostro provocaba temor en vez de deseo. El muerto se preguntó qué deseaba esa mujer; asustado, intentó dar la vuelta. Ella lo sujetó del hombro con fuerza, le dijo que era una diablesa, que Satanás le había ordenado reintegrar al Infierno al infeliz que se había escapado, que el Can Cerbero había hecho barullo porque hacía tiempo que no devoraba infortunados, y ahora el fugado serviría de alimento. Él intento dialogar, pero ella era imposible de convencer. Sus órdenes estaban dadas. Así que el huido decidió luchar. En vida había sido mago y sabía toda clase de trucos, los mismos que quería usar para terminar su asunto con Margarita, su amada. La diablesa llevaba las de perder. Sin embargo, esgrimió su arma final: se quitó la ropa.
El prófugo no tuvo opción. Se entregó inmediatamente. Se cuenta que hasta exigió ser llevado al infierno con esa mujer.
TRES ESPECIES DE INVISIBLE
Itzel Alejandra Flores García, Javier López & Sergio Gaut vel Hartman
—Buenas noches —me dijo una voz incorpórea que me sorprendió.
—Esto... buenas noches. ¿Es usted el hombre invisible? —pregunté, sin saber muy bien lo que estaba diciendo.
—¡Cállese, idiota, que pueden escucharnos! —volvió a decir la misma voz.
Y ya no hablé más hasta que llegué a mi planta del hotel. El cuarto piso.
Antes de dormir pensé en lo que había ocurrido. Pero, analizando bien la situación, venía de tomar unas copas y era tarde. Quizá eso pudo confundir mis sentidos. Así que decidí que, definitivamente, lo que había ocurrido era producto de mi imaginación.
A la mañana siguiente salí de la habitación y volví a entrar en el mismo ascensor, para ir a la planta baja a tomar el desayuno. Cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, de nuevo se volvió a abrir.
—Buenos días —escuché; y otra vez nadie.
Esta vez no hice caso. Supuse que sería la resaca.
Tomé el desayuno y, cuando fui a pagar, el camarero me dijo:
—Ya está pagado. Invitó el caballero de la mesa junto a la ventana.
—Gracias, señor —comencé a decir, girando hacia el lugar en el que teóricamente estaba el gentil desconocido.
Pero allí no había nadie. Me volví hacia el camarero, tratando de buscar una explicación.
El camarero tampoco estaba, ni el bar, ni el hotel, ni yo mismo.
Despierto en mi habitación. Me duele la cabeza, siento náuseas. Vaya forma de recibir el nuevo año. Aquel sueño extraño me hizo sentir algo enfermo, pero al ver mis deshechos en el inodoro me tranquilizo. Son completamente visibles y olorosos. Mis sentidos las pueden percibir. No hay peligro alguno.
Ingreso a la ducha para que el agua caliente desvanezca la jaqueca; mientras me lavo la cabeza, cierro los ojos como siempre para que no entre jabón en mis ojos. Termino y tomo la toalla para secarme, salgo al vestidor y me pongo la ropa interior, los calcetines y el resto de la ropa sin ninguna novedad. Me dirijo al lavabo para peinarme y enjuagarme la boca, pero el sonido del timbre de mi habitación me hace cambiar de dirección.
—¿Quién es? —pregunto poniéndome los zapatos.
Suena otra vez y me asomo por la mirilla pero no veo a nadie afuera, sin embargo, el timbre vuelve a sonar y ahora con mayor insistencia.
—¿Quién es? — digo alzando la voz.
—Disculpe que lo moleste, pero es preciso que hablemos.
La voz se escucha justo detrás de la puerta, así que abro y pregunto:
—¿Es usted el hombre invisible?
—Pronto, cierre usted que pueden darse cuenta los otros huéspedes. —La puerta se cierra sola y siento algo así como una palmada en el hombro. La voz continúa—. Sentémonos en el recibidor.
—¿Es usted el hombre invisible?
—Así es, ¿qué no ve usted?
—Qué tarado, justamente no lo veo.
—Jajaja. Obviamente, de eso se trata. Vengo porque cuando lo vi en el lobby me di cuenta de que usted comenzará con lo mismo.
—¿A qué se refiere?
—Estoy acá a su lado derecho. Me refiero a que así comencé yo: escuchando a los invisibles, teniendo sueños raros. Esto es progresivo. Le quiero explicar que existen tres especies de invisible y la de usted parece ser de las más severas.
—Espere —digo retrocediendo algunos pasos—. Escuche: no soy del tipo fantasioso, no leo novelas de ciencia ficción y los brujos, las hechiceras y los conjuros no calzan conmigo. Así que ahórrese toda esta sarta de artimañas y vayamos al grano. ¿Quiere dinero para dejarme en paz? No tengo mucho, pero algo puedo darle.
La voz resuena por toda la habitación. El sujeto está riendo a carcajadas y solo vuelve a hablar cuando logra contenerse.
—¿Usted se cree que me tomaría todas estas molestias por un poco de dinero. —De pronto el tono se hace grave, angustioso, lúgubre—. Es una condena. Una maldición. ¿Se cree que disfruto, que esto es un juego? ¡No sea imbécil!
—¡Un momento! Yo no lo he insultado…
—¿Recuerda cuando advirtió que el camarero había desaparecido, y también el bar, el hotel, usted mismo? —El tipo habla sin prestar atención a mis palabras. Y sigue—. Así empieza la segunda fase de la invisibilización…
—¿Y cuál es la primera? —puedo intercalar, irónico.
—La primera aconteció cuando lo dejó su mujer, cuando sus hijos dejaron de verlo, cuando el señor Ordóñez, su jefe, lo aisló en la oficina del entrepiso.
De pronto siento un nudo en la garganta. ¿Cómo sabe eso el hombre invisible?
—¿Y cómo sabré que estoy en la tercera fase?
—Hay dos indicios seguros: el primero es que no verá su imagen reflejada en el espejo.
—¿Y el otro?
—Empezará a verme a mí.
Los autores: Ada Inés Lerner, Adriana Alarco de Zadra, Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, Claudia
Isabel Lonfat, Daniel Salvo, Dora Gómez Q., Estefanía Alcaraz, Gabriela Vilardo, Gastón C.
Caglia, Hernán Bortondello, Itzel
Alejandra Flores García, Javier López, João Ventura, Jorge Zarco, Joyce Barker, Laura Irene Ludueña, Luciano Doti, Luciano Lara, Marcela Iglesias, Margarita
Pacheco, María Elena Rodríguez, Omar Chapi, Patricio
G. Bazán, Sandro Centurión, Sebastián Ariel Fontanarrosa, Victor Lowenstein y Sergio
Gaut vel Hartman.
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