lunes, 8 de abril de 2024

LA POSADA DEL VIAJERO


Gastón Caglia


 

La vida del viajante de comercio, al contrario de lo que la gente cree, es bastante tediosa y, en algunos sentidos, más pesada que la de un empleado de comercio común y corriente. No niego que tiene sus ventajas. Estar muchos días fuera de mi casa, ausentarme sin paradero, rodar por rutas polvorientas en busca de aventuras puede parecer más que suficiente para justificar la labor. Sin embargo, todo ello se acaba con rapidez cuando los dolores de cintura y riñones de tanto conducir, la mala calidad de los hoteles que se visitan para ahorrar costos y el no estar asentado en ningún lado, comienzan a pasar facturas.

Cierta noche de invierno, mientras me encontraba en mi acostumbrado viaje por los pueblos levantando pedidos, mi coche, un formidable Torino 380W, comenzó a toser y en cuestión de segundos el motor se detuvo. Pensé que era una basura en el carburador, así que descendí del coche y me concentré en revisar el motor. A los pocos minutos ya estaba convencido de que mis precarios conocimientos de mecánica ligera no solventarían el desperfecto.

A pesar de ello, la suerte parecía estar de mi lado, ya que cuando el motor se detuvo, con la inercia que traía, pude estacionarlo en un descanso de esos que hay en las rutas cada tanto. Si quedaba sobre la banquina corría riesgo de ser arrollado por algún camionero desaprensivo o con sueño.

De inmediato, una densa neblina comenzó a extenderse por el campo y la ruta, envolviendo el aire en un espectral espectáculo. Un minuto antes podía contemplar el cielo en todo su esplendor y momentos después apenas alcanzaba a ver mis manos.

Cuando terminé de corroborar que el auto no iba a volver a arrancar comencé a observar lo poco del entorno que me permitía la niebla mientras me secaba el sudor de la frente con el pañuelo; estaba un poco desorientado en la noche cerrada. Pese a ello, justo frente a mí, observé que se encontraba una edificación, la “Posada del Viajero”, si correspondía hacer caso al prolijo cartel pintado a pincel en el frente. Un tenue foco en el centro y arriba del mismo rompía el poder de la densa niebla que había borrado hasta el horizonte.

Nunca en mi vida, y eso que llevo años haciendo esta ruta del interior de Santa Fe, reparé en esa posada, aunque eso seguramente se debía a que la mayoría de las veces recorría este trecho de ruta en horarios nocturnos y la de ese día, como dije, era una noche cerrada como pocas, sin estrellas o luna que iluminaran el lugar, solo veía las letras blancas del cartel.

Una inquietud visceral se apoderó de mí. La noche quería hacerme suya y, por cuestiones que no puedo explicar, mi corazón comenzó a latir con inusitada rapidez. El vello de mis brazos se erizó y la piel de gallina le hizo coro.

Regresé con premura al interior del coche a buscar el mapa del Automóvil Club Argentino, pero no lo encontré. Mientras revisaba la gaveta y los documentos desparramados en el asiento a mi derecha pude observar un par de luces encendidas en el interior de la posada, señal que estaba funcionando o que por lo menos alguien moraba en el lugar. Como la idea de pasar la noche en el auto no me entusiasmaba demasiado, descendí luego de guardar en mi pequeño maletín los papeles del mismo y algunos documentos, remitos y esas cosas, me dirigí al establecimiento.

La puerta estaba cerrada así que golpeé un par de veces con los puños, ya que no había timbre. El estado de nerviosismo me impidió advertir la vieja aldaba de bronce frente a mí. Un león dorado sostenía entre sus dientes una pesada argolla que así y golpeé contra la puerta. Al no responder nadie a mis golpes pude comprobar que la puerta estaba sin llave, por lo que en un acto de arrojo tomé el picaporte e ingresé con parsimonia para no alertar a sus ocupantes.

—Buenas noches —dije para anunciarme y no asustar a quien se encontrara en la estancia. Al cabo de un largo minuto un anciano encorvado por el paso de los años, arrastrando los pies con evidente muestras de dolor, se presentó en el lugar.

—Sepa disculpar, mi estimado visitante —dijo en un tono quedo, quizás con tanta neblina en su mente como afuera—. No suelo recibir visitas a estas horas de la noche y me encontraba preparando la cama para ir a dormir.

—Necesito, si está dentro de sus posibilidades, una cama para pasar la noche —formulé sin aguardar a que el viejo completara su perorata.

El anciano alzó la vista y me miró, inquisitivo.

—Por supuesto que tengo una pieza; hace tiempo que las tengo sin alquilar, así que sí, tengo una habitación para usted. —Se expresó con un dejo de orgullo y siguió—: Si me da un minuto le diré a mi esposa que prepare la pieza, hay que ventilar el cuarto y cambiar sábanas. Usted comprenderá.

—Faltaba más señor, aguardo aquí, si no es molestia…

—No será molestia si me acompaña una copa de jerez para calentar el cuerpo mientras mi esposa prepara el cuarto. De hecho, me llamo Clemente López Martínez, ¿y usted? —dijo mientras juntaba las temblorosas y huesudas manos.

—Jaime Aguirre. Viajante de comercio —murmuré lacónico.

—¡Acompáñeme! —Sacó una añeja botella de un cajón oculto y sirvió el espeso líquido en dos pequeños vasos—, a su salud propuso, al tiempo que apuraba de un trago el contenido del vaso. Como no soy de beber, tomé el brebaje de a pequeños sorbos, pero la calidez reinante y la sensación de haber encontrado cobijo relajaron mis nervios, que se habían vuelto a exaltar segundos antes al prestar atención a las sucias y cadavéricas manos del anciano. Largas uñas negras, presumiblemente con tierra y profundos arañazos o marcas surcaban además el dorso de las mismas. Todo eso creí percibir a la tenue luz que solo alcanzaba a iluminar los vasos y poco más, así que perdí de vista las vacilantes manos al instante.

—Suele pasar muy poca gente por estos caminos —dijo el anciano.

—Cuanto menos transito esta ruta una vez al mes —respondí dando un respingo—, y esta es la primera vez que veo esta posada.

El posadero hizo silencio, como si meditara algo en la telaraña de su nublada y marchita mente.

—Recuerdo una historia que me contó el último visitante que tuve por acá —dijo luego de unos segundos—, o quizá fue otro anterior, ya no lo recuerdo, pero qué más da, voy a contársela. —El hecho de que hubiera encontrado el hilo de su historia en su mente le provocó un cambio en el rictus, pareció cobrar vida, su espalda se enderezó y sus ojos cobraron un brillo inusitado. Tal vez el calor del alcohol lo revivió y le ganó un par de metros a la Muerte que acecharía muy cerca. Sin otra cosa que hacer, me senté en un viejo sillón mientras el viejo hacía lo propio en otro—. Verá —dijo el anciano iniciando su relato—, hace un tiempo un visitante me contó esta historia por demás extraña. Sepa usted que no voy a agregar nada a lo que originalmente narró; le ruego no sospeche de mí. Esto, entiendo, ocurrió hace muchos años, y es algo a lo que en el siglo pasado se temía mucho; habrá oído hablar de esas historias de ultratumba. Esta es una de ellas, dijo mientras reía y se ahogaba entre toses y carraspeos. Hizo una pausa para tomar aire y siguió con su historia sin que aguardara a observar si estaba atento a lo que decía—. Este hombre me contó que a un conocido lo habían enterrado vivo. Resulta que era afecto a las mujeres, prostitutas, bah, y eso su esposa no se lo perdonó. Bueno, comprenderá que las mujeres hacen la vista gorda por un tiempo hasta que la cosa se pone muy escandalosa o se contagia de alguna de esas enfermedades, usted me entiende —murmuró el viejo con no disimulada vergüenza del tema al que hacía referencia. Tomó nuevamente aire y prosiguió—. Lo cierto es que la esposa de ese sujeto, arpía como pocas pero muy inteligente, le dio por donde más le podía doler, por la bebida. En una de las tantas calavereadas de este hombre, la despechada aprovechó para hacerse de un poderoso veneno y se lo volcó entero, supongo que todo el frasco, no lo sé, no es mi historia. Lo cierto es que se lo echó completo en la botella de whisky. El hombre cada vez que regresaba de una juerga bebía sin saberlo el néctar de la muerte. Así, día a día. Sin embargo, este hombre no murió en ese momento. Un día fue dado por muerto cuando en verdad estaba narcotizado, en estado de catalepsia, o algo por el estilo. Es así que cuando años después, por estas cosas administrativas de los cementerios hubo que remodelar o hacer espacio para nuevos nichos, desenterraron el féretro de este hombre, junto a otros, se entiende. Al abrir el cajón lo que encontraron fue la tapa toda arañada, inclusive había tierra dentro del féretro. El finado había roto el cajón con sus manos pero en la desesperación finalmente pereció. Horrible final. Bueno su cuarto está listo. ¿Desea otra copita?

—Gracias —bebí de un tirón la medida de jerez, me incorporé del sillón y caminé hacia donde me indicó. Cabe aclarar que esas historias de ultratumba ya no me hacen mella.

Seguí escaleras arriba siguiendo los tambaleantes pasos del anciano. El cuarto era una de esas piezas antiguas con una cama pequeña, una mesita de luz desvencijada y un ropero de madera maciza con una ornamentación arabesca un tanto extraña, pero que sin dudas había conocido mejores épocas. Reinaba una atmósfera sofocante, como si la neblina hubiera invadido la posada, cosa que es obvio no había ocurrido. Recién en ese momento, cuando la puerta se cerró detrás de mí fue cuando me percaté de lo afectado que me hallaba por la horrible muerte hallada por el personaje del cuento, aunque sin dudas todo era producto de la imaginación del posadero.

Apoyé mi ropa sobre una silla y me acosté tapado hasta la cabeza; el frío reinante no opacaba, sin embargo, el rico aroma de las sábanas y frazadas limpias, lo que contrastaba con el olor a encierro y humedad de la estrecha habitación. Al cabo de unos minutos debo haberme dormitado pues en algún momento de la noche desperté con una sensación de ahogo, sin fuerzas para respirar y como si un peso invencible se apoyara en mi pecho. Como pude salí de la cama y me dirigí hacia la ventana. La noche cerrada solo brindaba esa maldita neblina que reinaba en lontananza. Eso no sirvió más que para ampliar o magnificar mi ataque de ansiedad. El cuarto parecía latir, como si al contraerse las paredes y luego al ensancharse y encogerse nuevamente tuviera vida propia. Un poder asfixiante se apoderó de mí y fue tan fuerte que me paralizó. Intenté gritar, pero no lo logré. Luego caí rendido en la cama. O eso creí.

Por la mañana, cuando el sol ya iluminaba el cielo descubrí que me encontraba en mi coche. Intenté desperezarme pero era tal el dolor en mis articulaciones y en todos los músculos que solo pude acomodarme en el asiento. Al lograr hacer crujir mi columna pude tomar una mejor conciencia de que me encontraba en el mullido asiento de mi Torino. Eso me provocó algunas dudas. Mi mente todavía adormecida me estaba jugando una mala pasada.

Al contemplar por la ventanilla la ruta y el campo, sobre el descanso, pude apreciar una vieja casa en estado de abandono. De su frente colgada de una de sus esquinas y a punto de caer, un oxidado cartel que, no sé si por los rayos del sol o por el deterioro sufrido no era posible leer. Mi mente se negó a creer que pasé la noche en esa casa derruida. De inmediato probé darle arranque al coche y este respondió al instante. Puse primera y me alejé del lugar ingresando a la ruta sin mirar atrás.


Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.


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