viernes, 8 de marzo de 2024

SIMÓN

Laura Irene Ludueña



Relatar mi historia es como relatar un sueño, pero los hechos son absolutamente reales. Un día llegó a la facultad un chico misterioso. Tenía un acento raro al hablar, era delgado, pálido y no muy alto. Yo lo observaba desde una esquina, incapaz de apartar mis ojos de él y segura de que jamás me dirigiría la palabra. Pero, cuando salíamos de una clase suspendida, quedamos a la misma altura de la fila, me miró y pidió la hora. De la emoción casi no le pude contestar; ¡alguien se había fijado en mí! Una chica fea, gordita, bastante morena y con aspiraciones de ser escritora.

 —¿Cuál es tu próxima clase? —me preguntó.

— Latín IV —contesté tímidamente.

—Es la mía también, ¿quieres que tomemos un café mientras esperamos? —me dijo con una sonrisa torcida.

—¡Claro! —respondí feliz.

Así descubrimos que asistíamos a las mismas clases. En realidad, él lo descubrió porque yo lo sabía. Era unos cuantos años mayor que el resto de los estudiantes; creo que había comenzado la carrera en el extranjero por lo que, seguramente, debió rendir equivalencias y eso lo retrasó. Como era de esperarse, me enamoré de él de inmediato. Desde ese primer encuentro, no nos separamos más. Coincidíamos en el amor a la lectura, la historia, la filosofía, la fiteratura, las ciencias humanísticas en general.

El destino nos unió en un amor que creí eterno, aunque ese sentimiento era solo mío, porque Simón jamás dijo que me amaba. Teníamos una relación extraña. No sabía en qué país estaba su familia, si es que la tenía. Y él desconocía que yo había crecido en un orfanato y vivía de una pensión gubernamental. Nunca preguntó al respecto y nunca le conté. Saber que estábamos juntos era suficiente para mí. Solo con eso era feliz, por lo menos al principio.

Pronto fuimos a vivir juntos. Simón se recibió con honores e inmediatamente lo contrataron en la misma universidad y en otras. Yo, en cambio, no rendí las últimas materias. Con la ansiedad de la mudanza y la necesidad de atenderlo para que cumpla sus obligaciones, no podía concentrarme en el estudio, lo haría en el futuro. Además, no quería generar más gastos de los que teníamos.

 La erudición de Simón era tanta como su talento para enseñar, por lo cual me convertí en su discípula, a pesar de que sus lecturas preferidas no eran las mías. Le gustaban las tragedias, las obras de terror o la complicada filosofía profunda que yo detestaba. Leía, estudiaba y aumentaba su saber constantemente. Quizás por el respeto y admiración que le tenía, con el tiempo cambié mis preferencias por las suyas. Nuestra rutina consistía en Simón estudiando, investigando, trabajando; y yo, atendiéndolo, admirándolo y venerándolo.

Ocupados en nuestros intereses intelectuales, nos sorprendimos cuando un virus que había llegado a Europa desde China y sobre el que la Organización Mundial de la Salud había advertido, nos obligó a permanecer encerrados por meses. Los gobiernos lidiaban con un hecho nuevo porque la última pandemia había ocurrido un siglo atrás. Durante ese período y a instancias de Simón, nos dedicamos a la lectura atenta de los grandes pensadores, tanto clásicos como contemporáneos. Según él, ese conocimiento nos ayudaría a vivir mejor al comprender más sobre el mundo, sus problemas y también, sobre nosotros mismos. Así fue como la pandemia, que generó una carga de dolor para tantas familias que perdieron a sus seres queridos, para mí significó una simbiosis intelectual con Simón.

Durante ese tiempo me abandoné sin reservas a la dirección de mi amor, mi maestro, mi todo. Cuando sentía que no entendía algún concepto y las lecturas me superaban, me deprimía. Entonces Simón apoyaba su mano fría en la mía y me miraba con tristeza. Luego intentaba explicarme a través de un argumento filosófico como si fuera una alumna atrasada en sus estudios. Para mí todo tenía un sentido extraño y aunque él se esforzaba en buscar palabras sencillas, la mayoría de las veces no lo entendía.

 Así pasamos las horas, días y semanas durante la pandemia. Aún enamorada, lo escuchaba, embelesada por la música de su voz. Pero un día, esa melodía tan querida la percibí como si fuese una voz terrorífica, como si su alma se hubiese pintado de negro. Impactada, pasé de disfrutar sus enseñanzas y reflexiones, a odiarlas con todas mis fuerzas. Y aquello que antes me parecía perfecto, ahora me resultaba espantoso. En ese punto comenzaron las discusiones, que podían durar semanas. Por supuesto que la única que se disgustaba era yo. Mientras tanto, las restricciones de la pandemia continuaban.

Un tema que me molestaba especialmente y por el que debatimos muchas veces fue el religioso. Criada en un orfanato asistido por monjas, había crecido con los valores cristianos por lo cual, le decía a Simón que su palabra estaba condicionada por su cualidad de ateo.

—No hay pruebas que demuestren la existencia de un dios o dioses. Si aceptas su existencia, deberías aceptar también que existen hombres-vampiro o la tetera de Russell —me decía con su sonrisa torcida para continuar—. ¿Y si te dijera que soy un dios en otro mundo, me creerías también?

 Obviamente no tenía manera ni capacidad para refutar tales argumentos lo cual aumentaba mi rencor hacia su sabiduría. Y este sentimiento se acentuaba cuando su retórica se centraba en la identidad personal. Simón estaba convencido de que la identidad no desaparecía con la muerte. ¿De qué hablaba?

Llegó un momento en que empecé a odiar su carácter, su oratoria, su palidez. Era un sentimiento que me ahogaba. Ya no soportaba el contacto de sus dedos fríos, ni el tono profundo de su voz, ni el brillo triste de sus ojos siempre melancólicos. Creo que él lo notaba, pero no decía nada, solo me miraba sonriendo y me repetía.

—No te enojes.

No sé si el aislamiento hizo que comenzara a verlo diferente y mi amor terminó desapareciendo, o nunca lo quise y solo me deslumbró su inteligencia y que se hubiera fijado en mí. Sin embargo, era lo único mío que tenía. Con el tiempo, el mundo comenzó lentamente a ser como antes de la pandemia. Pero no para nosotros. Simón enfermó y su natural palidez se transformó en un color violáceo que impresionaba. Había adelgazado mucho y venas oscuras marcaban su frente como si fueran ramificaciones de su cerebro. No quería ir al hospital, si era COVID o cualquier otro mal, era su destino y lo aceptaba. Por lo tanto, para nosotros siguió el aislamiento.

Mientras su decadencia física se acentuaba, no podía evitar un sentimiento semejante al odio. Al instante observaba su mirada triste y me sentía mal. Simón se apagaba un poco más cada día, pero parecía que su alma estuviese atrapada en algún abismo oscuro que no le permitía partir. Cuando escuchaba el descenso de muertes por la pandemia me preguntaba angustiada: ¿estoy esperando que muera? Quizá, pero Simón se aferraba a la vida. Así pasaba el tiempo hasta que mis nervios estallaban y me enfurecía con la existencia misma, con él, con el destino y lo odiaba con todas mis fuerzas. Una noche en que la fiebre lo hacía tiritar como una hoja me llamó a su lado.

—Este es un buen día para vivir o morir, pero no estarás sola —dijo en un susurro. Besé su frente con remordimiento.

—No hables, descansa —contesté llorando.

—Mi hijo te hará sufrir…

—¿Qué dices, cómo sabes esto? —pregunté contrita. Volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y murió.

Simón pasó a engrosar la nómina de muertos en los informes de la pandemia. Quería gritar que no había muerto de COVID, pero no lo sabía. Acompañé sus restos al cementerio, sola, como había estado siempre. Pero mi soledad acabó como él me había anticipado, al descubrir que estaba embarazada. Tendría un hijo y sería feliz.

Mi bebe creció muy rápido en todos los aspectos. Si bien no era muy objetiva en mis apreciaciones, notaba que había heredado la inteligencia de su padre. Estaba segura de que el mal augurio de Simón era errado. No obstante, lo mantenía separado del mundo parara protegerlo de cualquier mal. Ni siquiera le puse nombre, lo llamaba pequeño, mi amor, mi tesoro. Lo amaba con toda el alma, como jamás había amado a nadie. Pero Simón no se había equivocado, en poco tiempo mi hijo enfermó.

 Su mirada se tornó vidriosa, su rostro empalideció y la semejanza con lo que le había ocurrido al padre me aterrorizó. Que su sonrisa torcida se pareciese a la de él no me importaba, pero que su personalidad lo fuera, me asustaba. A pesar de ser un niño se expresaba como un adulto. Usaba modos, frases y expresiones que había escuchado muchas veces en labios del que le había dado vida. Para protegerlo, me mantenía aislada del mundo como en la peor época de la pandemia. Sola no, con mi hijo.

Sabiendo que el progenitor no lo hubiera aceptado, decidí educarlo en la misma fe en que yo había crecido. Pretendía transformar esa nueva vida en una vida guiada por el amor y la obediencia a Dios. Sentía que, al bautizarlo, estaría libre de cualquier mal que pudiera afectarlo.

 Estábamos solos en la iglesia frente a la pila bautismal cuando el cura me preguntó el nombre del niño. No supe qué responder… Rápidamente pensé nombres de filósofos, pensadores de la antigüedad, premios nóveles, hombres famosos por su belleza como Apolo, pero solo murmuré en voz apenas audible: Simón. En ese instante una palidez de muerte cubrió el rostro de mi hijo y con un temblor que me paralizó el alma volteó sus ojos llorosos hacia mí y los cerró para siempre.

Quise enterrarlo junto al padre que recién ahora reconocía haber amado. Se lo confesaría al pie de su tumba. Pero no pude hacerlo, al enterrar a mi hijo descubrí que allí nunca había estado Simón, ni nadie.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.


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