jueves, 29 de febrero de 2024

TODOS LOS CUENTOS, UN MISMO FINAL


Oscar De los Ríos 





La luna, con su luz mortecina, alumbra el lugar preciso donde caerá muerto el hombre...

—¿Qué es ese ruido? —dijo Jorge interrumpiendo la lectura.

—No se escucha nada. Nuestro perro robot ni siquiera a movido la cola —bromeó Julián.

—Coloqué un detector sonoro en la entrada que me avisará directamente al móvil si ocurre algo  —aclaró Álvaro.

Todas las miradas se dirigieron a mi persona, sabían de la orden estricta de no usar elementos electrónicos en el Refugio de la Literatura, como nombramos a la biblioteca clandestina donde nos juntábamos a compartir nuestros escritos y lecturas.

—Ya hablaremos de esto más tarde. Ahora, todos deben retirarse usando la salida de emergencia.

—Pero, maestro, ¿usted que hará? —preguntaron a coro.

Antes de que pudiera responder, Jasón comenzó a ladrar.

—¡Rápido, salgan!

Una vez cerrada la puerta trampa, mientras escapaban, salí de la habitación secreta y me dirigí al living de mi casa. Había tomado todas las precauciones posibles, pero sabía que si llegaban hasta mi persona, pronto descubrirían la biblioteca y sería nuestro fin. Estaba aún sumido en estas reflexiones, cuando golpearon la puerta de entrada. Al principio pensé en no abrir, pero pronto deseché la idea y, tras santiguarme, más por cábala que por fe, pregunté quién era.

—Soy yo, Gastón, maestro. Ábrame por favor.

Me dirigí a la puerta y le franqueé el paso a un muchacho alto, desgarbado, vestido con un pantalón viejo y gastado y una campera de jean.

Luego de mirar en todas direcciones, cerré la puerta.

—¿Dónde estabas?

—Usted tenía razón —dijo Gastón, y se desplomó extenuado en una silla.

Salí de la habitación sin hacer más preguntas, me dirigí a la cocina y preparé algo de comer para el muchacho. Le tenía aprecio, era joven e imprudente; como lo fui yo alguna vez en mi juventud, cuando dejamos la Tierra, ya inhabitable después de la última gran guerra. Tras años de viaje por el espacio en las diez naves que sobrevivieron a la travesía, los últimos cien mil seres humanos llegamos a Galileo, un planeta muy similar a nuestro mundo, aunque un poco más grande, situado a una docena de años luz del sistema solar.

Luego de poner la mesa, desperté a Gastón. Pensaba dejarlo dormir hasta la mañana, pero intuía que habían ocurrido cosas importantes y peligrosas que, de no atenderlas, los pondrían en riesgo a él y a todos mis alumnos.

Durante la comida nos mantuvimos en silencio; al finalizar dejé los platos en la lavadora y preparé café. Las noches en Galileo son largas. Hecho esto, sin más vueltas, fui directamente al grano.

—¿Cómo sucedió?

—Estaba en mi casa escribiendo en una computadora sin conexión a la gran red…

Mil veces le había dicho que era peligroso usar una computadora. Y recordé nuestra última charla.

“Pero maestro (me contestó Gastón), crecimos escuchando como antes de abandonar la Tierra, ustedes escribían en sus computadoras. Nosotros también queríamos probar la vieja usanza”.

En ese momento, al escucharlo, me había largado a reír. Yo les había recalcado que escribieran sobre papel, con tinta; y ellos creyeron que era algo moderno. La voz de Gastón me sacó de mi ensimismamiento.

—Hace un mes conseguí una laptop antigua, deshabilité la conexión a la red, y comencé a escribir un cuento sobre un asesinato que ocurre en un cuarto cerrado con llave por dentro. Esa trama me fascinó desde la vez que usted la contó en una reunión de nuestro grupo; en esta misma casa. “El enigma del cuarto cerrado”. Un crimen imposible de resolver. Estaba a mitad del relato, cuando la computadora se conectó a internet y apareció un cartel que decía: “Está violando la ley, ha cometido un crimen al matar a un personaje. No se mueva de su casa, pronto un funcionario del gobierno lo visitará”. Mientras me decían esto hicieron una copia de lo que estaba escribiendo.

En este punto, Gastón volvió a callar.

Me serví otro café y medité un rato sobre el problema que teníamos entre manos.

—La computadora —dije rompiendo el silencio—, ¿dónde está?

—La apagué y la arrojé en un contenedor, a un par de cuadras de aquí.

—Vamos pronto. Tenemos que encontrarla.

—¿A quién? —preguntó Gastón, sin comprender.

—La computadora —repetí, como si fuera una tabla de salvación.

Media hora más tarde estábamos de regreso.

—Por suerte la encontramos, ahora lo que vas a hacer es terminar el cuento, pero además vas a agregar este párrafo al final del mismo.

Gastón tomó el papel que le entregué, y luego de leerlo, me miró sorprendido.

—No entiendo cómo, además de arruinar mí cuento, esto podría salvarme.

—Debes confiar en mí. Cuando hayas terminado te entregarás a los funcionarios del gobierno. Vamos a terminar de una vez por todas con esta ley absurda. “El escritor que mate un personaje en la ficción, tendrá la misma muerte que tuvo el personaje”. ¿Te parece sensata?

—Acaso esto, que aún no me explicó en qué consiste, ¿es el famoso plan que nos dijo que tiene para que se vuelva a escribir ficción?

—Así es.

—Si se trata de un plan infalible, ¿por qué no lo puso en práctica antes?

—Ningún plan es infalible. Hubiera sido temerario hacerlo antes; tengo sesenta y cinco años y nuestra expectativa de vida está en los ciento veinte. Aún me queda bastante por delante.

—Yo no me voy a entregar para que pruebe su teoría.

Ahora Gastón estaba molesto conmigo.

Hic sunt Dracones —dije, con acento solemne. —Gastón me miró confundido—. Es una locución latina que ponían los cartógrafos medievales en los extremos de los mapas, para indicar que allí comenzaba lo desconocido.

—Sigo sin comprender.

—En este mismo momento te están buscando los funcionarios del gobierno para llevarte a juicio. Como yo lo veo solo hay dos salidas: huir fuera de la ciudad o esconderte en el Refugio de la Literatura. En el caso de que alijas la fuga tendrás que tener en cuenta que este planeta está casi inexplorado. Si te refugias en la biblioteca, pasarás el resto de tu vida, si es que no te encuentran antes, encerrado en esa habitación; poniéndonos en peligro a todos. Lo más probable es que alguno de nosotros te delate.

Podía leer el pensamiento del muchacho como si se tratara de un libro abierto; iba a confiar en mí de manera incondicional.

—Serás salvado por la literatura —sentencié para levantarle el ánimo—. Recuerda a Dostoievski, parado frente al pelotón de fusilamiento, viendo a sus compañeros morir. Y de repente llega un mensajero con el indulto. El cuento que estás escribiendo será el mensajero, la trama el indulto.

—Luego de salvarse de la muerte —me interrumpió Gastón—. Dostoievski fue encerrado durante años en el Sepulcro de los vivos, como él mismo llamó a su estancia en Siberia, y cuando salió fue poco menos que un paria.

—Nada es perfecto. Esperemos que eso no te suceda —le dije divertido, buscando desdramatizar la situación .

Al llegar el alba el cuento estaba terminado. Y Gastón se entregó a los funcionarios del gobierno.

 

La mañana del día del juicio iba a ser larga; en Galileo los días y las noches son de cuarenta y ocho horas. Entramos a la sala donde sería juzgado Gastón… y yo también. A pesar de lo que pensaba Gastón, no lo iba a dejar solo; estaba resuelto a compartir su suerte. Empezó el juicio y el juez me cedió la palabra. Comencé mi arenga hablando de nuestro sistema judicial.

—Desde que abandonamos la Tierra, durante el tiempo que duró nuestro viaje, planificamos qué tipo de sociedad queríamos para esta nueva oportunidad que teníamos los seres humanos. El sistema judicial fue el tema más controversial, este debía ser simple, ágil, contar con apenas un centenar de leyes y había que erradicar la burocracia. La “Ley de Justicia para el personaje”, como la bautizó irónicamente el público, vino después; ya asentados en nuestro nuevo hogar. Paradójicamente fui el impulsor, accidental e involuntario, de la peor ley que jamás se creara. Una ley que niega el espíritu, la esencia creativa del género humano, y castiga al escritor de la manera más brutal; que no es la muerte, sino prohibirle escribir, contar libremente lo que su imaginación le dicta. Esto comenzó hace veinticinco años con la publicación del primer libro escrito en este planeta, del cual, soy autor. A pesar de que después del juicio se destruyó toda noticia sobre este acontecimiento, algunos que están en la sala lo recuerdan. En el libro en cuestión, un hombre comete un asesinato con características sorprendentes, que luego un habitante de esta ciudad imitó, paso a paso como estaba escrito en el cuento. Debido a esto se llevó a cabo un juicio, luego del cual el jurado sentenció al homicida a cadena perpetua. A continuación, en mi persona, se sentenció a todos los escritores de Galileo, con la promulgación de la “Ley de Justicia para el Personaje”, a no volver a incluir la muerte de un personaje en una obra; bajo pena de muerte. Nunca más se publicó una obra de ficción en la que muriera un personaje. No mataron al escritor sino a la literatura.

—Libro del que ya no quedan copias, gracias a la sensatez de quienes dictamos está ley —me interrumpió el fiscal—, como bien dijo el defensor del acusado, y noten que no dije abogado, ya que el señor José de Espronceda, no posee título, y defiende de oficio a Gastón Hernández. —Luego de una breve pausa, el fiscal continuó hablando—: Nuestro sistema jurídico es acotado y preciso en su concepción e instrumentación. Dejando esto en claro, y ya que el defensor sacó el tema, les voy a hablar de el motivo que nos llevó a abandonar nuestro querido planeta Tierra y exiliarnos en Galileo; reduciendo mi exposición a unas pocas palabras, aunque la lista es muy larga. ¡Violencia, ambición desmedida, guerra, estupidez humana! Todas esas manifestaciones de la estupidez humana nos condujeron al abismo. Y esto no podía volver a pasar en nuestro nuevo hogar. Por eso, cuando vimos un rebrote de todo aquello que queríamos dejar atrás para siempre, lo cortamos de raíz. El resultado está a la vista, tenemos una sociedad sana y ordenada. No existe en todo Galileo un crimen, así como tampoco un solo libro en el cual muera un personaje.

Debí morderme la lengua para no decirles a todos los que escuchaban el juicio, lo que pensaba de la “paz y el orden”, que ponderaba el señor fiscal. Paz y orden conseguidos a través de la represión y la censura, que sumían al pueblo en la apatía y el descontento. Haciendo un gran esfuerzo dejé estos pensamientos de lado, debía centrarme en el plan trazado. Era mi turno de tomar la palabra y dejar caer el as bajo mi manga.

—Eso no es del todo cierto; el libro de cuentos que escribió Gastón, con un prólogo dónde destaco la forma en que el personaje muere, está en su computadora, listo para ser subido a la Gran Red, junto con mí primera novela, de la cual conservo una copia.

Sabía que esto era un bluf, que nada podía ser subido sin pasar por los censores.

El fiscal me miró atónito, no podía entender porqué ponía ésta prueba en sus manos.

—Señor juez, emita ya mismo, por favor, una orden de allanamiento para ir en busca de esa prueba crucial.

Contaba con que los tiempos se acelerarían: la ley, en Galileo, no admite la burocracia.

—No hace falta llegar a eso. —Mi intención no era que tiraran abajo mi casa y además encontraran el Refugio de la literatura, dando con los cientos de manuscritos allí escondidos y poniendo en peligro mi vida y la de mis alumnos—. La tengo aquí conmigo.

Sin ostentación saqué la computadora del maletín. El fiscal había caído en mi trampa; ahora no tenía más remedio que presentarla como prueba. Si la hubiera querido presentar yo mismo seguramente habría sido objetado. Ya tenían la copia del inicio del cuento de Gastón, dónde el personaje era asesinado; para qué arriesgarse. Pero la tentación de tenerme a mí también fue más fuerte.

El fiscal, tomando la computadora que le ofrecí, luego de encenderla, mostró al jurado los dos libros que estaban en el escritorio.

—Para ahorrar tiempo, ya que contamos con la confesión de José de Espronceda, y tratándose del mismo delito, juzguemos a los dos escritores en esta sala.

Repasé mentalmente estás últimas palabras y me entró cierta nostalgia. En la Tierra hubiera dicho “y dinero”, al mismo tiempo; pero en nuestra sociedad el dinero no se utiliza. ¡Cuánto más aburrido es todo aquí! Por otro lado cuántas cosas que nos hacían felices, aunque sea solo por un instante, habían desaparecido. Tal vez aún podíamos recuperar algunas.

Mientras tanto, el fiscal creía tenerme en su poder.

—Por favor, señor juez proceda a hacerlo como pide el fiscal —respondí, sintiéndome un letrado.

 El hecho de que mi profesión y la que estaba ejerciendo en el tribunal, en cierta forma coincidieran a través de esta última palabra, me hizo sonreír, confundiendo aún más al tribunal.

—Si nadie más va a declarar, el jurado puede retirarse a deliberar —dijo el aguacil, añadiendo—. Para poder aplicar la ley se le permite, a los miembros del jurado, en esta ocasión excepcional, leer los libros que están en la computadora; ya que los acusados compartirán la misma suerte del personaje muerto en la ficción.

A la espera de la vuelta del jurado con un veredicto, pasamos a un cuarto intermedio hasta la tarde siguiente. Cuando de retiraron los miembros del jurado, me llevaron a una celda. Y al pasar junto a Gastón este me hizo un gesto de agradecimiento por no soltarle la mano. En cambio, el fiscal me miró condescendiente; en Galileo la ley se aplica a rajatabla. El jurado es un grupo de profesionales elegido por el estado, así no se da lugar a falsas interpretaciones.

A la tarde del otro día, cuarenta y ocho horas después, nos llevaron a la sala del juicio. El jurado ya había entrado; estábamos expectantes. El juez debió imponer orden y silencio con el mazo.

—¿El jurado ha llegado a un veredicto?

El tono seguro y firme del aguacil al hacer la pregunta, contrastó con el titubeo y nerviosismo del presidente del jurado, provocando murmullos en una sala que estaba acostumbrada a las sentencias dadas con autoridad.

—Sí… su señoría.

—Adelante, lea la sentencia.

—Los miembros de este jurado no hemos podido aplicar la ley, castigando a los escritores para que corran con la misma suerte que los personajes que mueren en la ficción. Todos los personajes que mueren en el cuento y la novela que leímos, resucitan en el último capítulo.


Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino, nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). El cuento "El reloj", pertenece al libro de cuentos fantásticos de ajedrez Hic Sunt Dracones, aún inédito.

 

 

 

 

 

 

 

 

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (54)

 

TENDRÁS UNA VIDA MARAVILLOSA...

Krzysztof T. Dąbrowski

 

Tienes nueve años. Toda la vida por delante. Sales de la escuela. Comienzan las vacaciones. El día es hermoso. El sol brilla, las flores huelen con una promesa despreocupada. No lo sabes; pero, como de costumbre, el chico te mira. Te ama. Suspira. Algún día se encontrarán. Serás muy feliz. Cuando ocurra y lo mires a los ojos, el tiempo se detendrá y sucederá algo mágico; tendrás la impresión de conocerlo desde siempre. Las palabras serán innecesarias. Una mirada bastará. Tendrán dos hijos. La niña será una mujer feliz. Solo eso. Cuando crezca, el niño hará un bien inmenso a la humanidad. Pasará a la historia. Estarás orgullosa de ellos en tu vejez.

Subes al autobús. Está lleno. Algo cambió, aunque nadie lo nota. Se produjo un error en el plan maestro del destino. No lo ves, pero detrás de ti hay un hombre de mirada nerviosa. Te fijas en una anciana. Sonríes y le das paso. Ella acaricia tu cabeza.

El hombre lleva una mochila. La puerta se cierra. El autobús arranca.




—¡Allah Akbar! —grita el hombre y tira de un cordón que sale de la mochila.

Flash. Bum. Un destello. Un estruendo. Una fuerza ponderosa te lanza hacia delante. Caos. Humo. Pánico. Llevas tu mano a la cara, pero no tienes mano. Solo un muñón sangriento. No sientes dolor. Todavía no. No puedes creer lo que ves. ¡Es un error, no puede ser cierto! ¡No! ¡Esa no es mi mano!

Era tu mano...

La sangre brota. Quieres gritar, pero no puedes. Extrañas el aire. Un pedazo de metal sobresale de tu pecho. Perforó tus pulmones. Sientes el sabor metálico de la sangre. Te estás ahogando. Comienzas a sentir dolor. Atroz. Nunca has sentido un dolor así. Tu vista se oscurece. Todo se vuelve borroso y cada vez entiendes menos. Te apagas. En un momento, la oscuridad se apodera de ti. Estás muerta.

Deberías haber tenido una vida maravillosa…

 

Título original: Będziesz miała cudowne życie...

Traducción: Daniel Frini

 

Krzysztof T. Dąbrowski nació en Łódź y vive en Cracovia, Polonia. Es autor, entre otros, de los libros: Nasmierciny (2008), Anima vilis (2010), Grobbing (2012), Z życia Dr. Abble (2013), Anomalia (2016), Ucieczka (2017), Nie w inność (2019), Nieznośna niewyraźność bytu (2022) y Obyś żył w ciekawych czasach (2023).  Sus historias han sido traducidas y publicadas en revistas y antologías de Estados Unidos, Eslovaquia, República Checa, Hungría, Rusia, Alemania, Italia, Inglaterra, España, Israel, Brasil, México y Argentina.

 

 

lunes, 26 de febrero de 2024

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (53)

 

BUSCANDO A NADA

J. J. Haas

 

Mi búsqueda del legendario autor Alejandro Nada comenzó y terminó en el atemporal pueblito de Navarro, en las afueras de Buenos Aires, el 14 de junio de 1959. Mientras el tren se arrastraba hasta detenerse en la estación, tomé mi maletín de cuero, pesado por el peso del revólver, y bajé al endeble andén de madera. La estación no estaba marcada.

—¿Navarro? —le pregunté a un joven que me resultó vagamente familiar.

—Navarro —dijo él. Descendí los escalones de madera y encontré el solitario camino de tierra mencionado en uno de los cuentos de Nada. La mañana era fría y brillante. Seguí el camino durante varios kilómetros, girando a la izquierda en cada bifurcación, hasta llegar a un cenador en medio de un jardín. Pensé que olía algo quemándose en la distancia mientras subía los escalones hacia el cenador. Nada me estaba esperando allí.

—Te estaba esperando —dijo él.

Nos sentamos uno frente al otro en una pequeña mesa, como dos maestros de ajedrez que se encuentran por primera vez. Deposité el maletín de cuero en el suelo, apoyándolo suavemente contra el empeine de mi pie derecho. Froté mis manos varias veces para mantenerlas calientes. Llevaba una eternidad esperando este momento.

—Quiero hacerte una pregunta —dije.

—¿Una pregunta?

—Sí, una pregunta. Y quiero una respuesta directa.

—Haré lo posible.

—¿Existe Dios? —pregunté.

—¿Existe Dios? —repitió él.

—¿Existe Dios? —confirmé.

—¿Qué te hace pensar que puedo responder esa pregunta?

—Porque eres Nada.

—Me temo que estás equivocado. Yo soy yo mismo. Nada, el de mis historias, es solo un producto de tu imaginación. Tú eres tanto Nada como yo.

Saqué el revólver del maletín y lo coloqué sobre la mesa.

—Dije que quería una respuesta directa. ¿Existe o no existe Dios? Sí o no.

—Esa es una pregunta diferente —dijo él—. ¿Qué pregunta te gustaría que respondiera? —Tomé el revólver y liberé el seguro—. Permíteme explicar —continuó él—. No solo no soy Nada, sino que ni siquiera soy el yo que era un momento atrás, ni el yo que seré dentro de un momento. Hay un número infinito de yoes que soy, uno para cada momento. Por lo tanto, tu pregunta, si no es una pregunta sin respuesta, debe ser formulada y respondida por cada Nada en cada momento de su vida. Del mismo modo, debes formular y responder esa pregunta tú mismo en cada momento de tu vida. No puedo responder esa pregunta por ti.

Retiré el percutor hacia atrás y apunté el revólver a su corazón.

—Entonces, respóndeme esto —dije—. ¿Crees en Dios en este mismo momento?

—Esa es aún otra pregunta —dijo él.

Apreté el gatillo tres veces, una vez por cada pregunta sin respuesta. Se desplomó en su silla. Coloqué el revólver a la mesa, me levanté de mi silla con calma y me acerqué a Nada para comprobar su pulso. Mientras me inclinaba, el autor legendario susurró.



—Puedo ver el infinito. —Luego murió, con una leve sonrisa en su rostro. Arrastré el cuerpo de Nada al jardín detrás del cenador, luego encontré una vieja lata de gasolina escondida cerca de la casa principal. Llevé la lata de gasolina de vuelta al jardín, vertí la gasolina sobre el cuerpo y encendí un fósforo. Quizás sea una pregunta sin sentido preguntar si pude haber evitado esta tragedia. En el laberinto interminable del tiempo siempre he matado a Nada, siempre estoy matando a Nada, y siempre mataré a Nada. Sin embargo, mientras permanecía allí calentando mis manos heladas sobre el cadáver ardiente, encontré algo de consuelo en las últimas palabras de Nada. En el mismo momento en que acepté mi destino al jalar el gatillo, quizás Nada había encontrado su propia redención final. Esto me ofreció un ápice de esperanza para mi propio futuro. Aunque no pude haber evitado cometer este horrible crimen, tal vez con el tiempo yo también pueda encontrar mi paz con Dios. Regresé al cenador y limpié el desorden. Pronto todos los indicios del crimen habían sido borrados. Incluso el olor a carne quemada comenzaba a disminuir. Me senté en la silla de Nada y miré hacia el camino de tierra. En unos minutos vi una figura vagamente familiar caminando por el jardín para encontrarme en el cenador. Me levanté para recibirlo mientras ascendía los escalones.

—Te estaba esperando —dije.

 

Título original: Searching for Nada

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

J. J. Haas es un escritor de relatos cortos y poeta cuya obra de ficción está disponible en Amazon en una colección de libros electrónicos titulada Searching for Nada. Ha publicado ficción y poesía en una amplia variedad de revistas como Shenandoah, Rattle, The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Asimov's Science Fiction, Baen's Universe y Writer's Digest. Es Senior Content Developer en ADP, miembro de la Society for Technical Communication, y ha sido instructor en el Creative Writing Certificate Program de Emory Continuing Education. Haas se licenció en Lengua y Literatura Inglesas en el College de la Universidad de Chicago y fue Past President of the Alumni Club of Atlanta. Vive en un suburbio de Atlanta.

 

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (52)

 

LUBNA

Rhys Hughes

 

Conocí a Lubna al día siguiente de comprarme un par de zapatos robustos y resistentes. Estaba cansado de que mis zapatos se deshicieran después de unos meses, así que gasté dinero extra para comprar un par garantizado para que durara años. Entonces Lubna entró en mi vida. Los dos eventos no están relacionados temáticamente, pero sin esos zapatos especiales y sin esa mujer especial, ciertamente no estaría donde estoy hoy. 

Lubna es sufí y me habló sobre su fe, y yo escuché con interés, y durante nuestra amistad mi interés creció y siguió creciendo. Investigué por mi cuenta y eventualmente decidí que también quería ser sufí. Revelé esto una noche tranquila mientras paseábamos bajo un cielo rayado por estrellas fugaces. Mi verdadera educación había comenzado y ha perdurado hasta este instante. 

En Pakistán, la práctica del giro sufí se llama Dhamaal y es una de las formas de meditación físicamente activa que llena a un devoto de conciencia de lo inefable y ayuda a acercar un alma inquisitiva a la fuente de toda perfección. Lubna demostró la ceremonia en una habitación de su casa y mi corazón ardía de ganas de imitar sus movimientos. Cuando ella terminó, llegó mi turno. 

Sí, literalmente llegó mi turno. Mientras ella tocaba el naghara cada vez más rápido, me vi girando en trance, manteniendo el ritmo con el tambor, y un hermoso sentimiento de amor y desinterés me invadió. Pero también sucedió algo más. Lubna estaba creciendo más alta, ahora estaba muy por encima de mí, con los ojos cerrados y una expresión arrobada mientras sus manos revoloteaban sobre el tambor en un deslumbrante trance. 

Entonces entendí que era yo quien estaba hundiéndose. Estaba perforando el suelo. Pronto mi cabeza quedó a nivel del suelo y abrí la boca para hablar, pero no tenía nada que decir que pudiera ser más fuerte que el tambor. El naghara lo decía todo y yo era un oyente que descendía más y más profundamente en la tierra. Lubna se convirtió en una figura cada vez más distante, imposible de enfocar. 

Sabía que seguiría girando mientras ella tocara el tambor, pero cuando estuviera lo suficientemente profundo, tan profundo que el mundo superficial fuera solo un punto de luz al final de un túnel extremadamente largo, ¿cómo sabría si todavía estaba tocando o no? El sonido estaría mucho más allá del alcance de mi oído. Pero seguiría sonando en mi cabeza porque ella había plantado el ritmo allí. 




Vi muchas vistas curiosas en mi descenso. Al principio, la oscuridad aumentó hasta que la negrura fue casi total, luego las paredes del túnel comenzaron a enrojecerse y la visibilidad regresó, porque había penetrado bajo la corteza de nuestro planeta y ahora estaba ingresando a la zona donde fluye y brilla el magma. En lo profundo del centro de la Tierra me dirigía en un viaje espiritual al núcleo de mi alma. 

Atravesé cavernas que eran burbujas en este magma y había formas extrañas de vida allí, y especies que ya no existían arriba, pero todo era un borrón, un desenfoque, una cinta de impresiones porque el giro era demasiado rápido. Exploté esas burbujas y desaparecieron como mundos despedidos por una fuerza cósmica, pero no pude dejar de girar, porque la música seguía sonando en mi mente. 

Finalmente llegué al centro del mundo, pero el impulso me llevó más allá y terminé emergiendo a la luz del día del otro lado del globo. Ahí es donde finalmente encontré descanso, mis piernas en posición vertical en medio de un desierto en un país que nunca había visitado antes. Ya no había más roca para que las brocas de mis piernas mordieran. El motor se había detenido, la música había muerto. 

Lubna, ahora soy un árbol solitario en un territorio estéril, un árbol de piernas muy raro. Espero que algún día descanses en la sombra inadecuada de mis pies y reces. Si mis zapatos hubieran sido menos resistentes, se habrían desgastado mucho antes de que atravesara el planeta. Si nunca te hubiera conocido, nunca habría girado con tanta alegría. Me encontré a mí mismo en el proceso. Por favor, ven y encuéntrame también.


Título original: Lubna

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman


Rhys Henry Hughes es un escritor de fantasía y ensayista galés nacido en 1966 en Cardiff. Ha cultivado diversas formas de ficción, desde relatos cortos hasta novelas. Entre muchas otras obras, ha publicado las siguientes novelas y colecciones de cuentos: Worming the Harpy and Other Bitter Pills (1995), The Smell of Telescopes (2000), Stories from a Lost Anthology (2002), A New Universal History of Infamy (2004) –Parodia y homenaje a Jorge Luis Borges–, Engelbrecht Again (2008), Twisthorn Bellow (2010), The Brothel Creeper (2011), The Abnormalities of Stringent Strange (2013), The Pilgrim's Regress (2014), Flash in the Pantheon (2014), Brutal Pantomimes (2016), Cloud Farming in Wales (2017), The Honeymoon Gorillas (2018), Crepuscularks and Phantomimes (2020), Weirdly Out West (2021), Utopia in Trouble (2021), Comfy Rascals (2022), The Senile Pagodas (2022), Adventures With Immortality (2023), The Wistful Wanderings of Perceval Pitthelm (2023).

domingo, 25 de febrero de 2024

SIGUIENDO A LOVECRAFT: LA ECUACIÓN

 

Lídia Fedina


 

—Todos esos libros existen —declaró Thomas Longbottom, ante lo que su sobrino, el insolente adolescente con el rostro cubierto de acné, se rio burlonamente.

—¿El Necronomicón, los Manuscritos Pnakóticos, el Libro Negro...? ¡Vamos, tío Tom! ¿Los has visto alguna vez?

—¡No solo los he visto! —respondió el anciano desafiante.

—¿Acaso los guardas aquí? —bromeó Harry, señalando con la cabeza hacia el armario cerrado con llave, ante lo cual la mirada del hombre se oscureció—. No te creo —refunfuñó el muchacho.

Longbottom lo miró con severidad, y Harry se dio cuenta de que su necesidad de pruebas no tenía efecto en él. El anciano simplemente negó con la cabeza, y poco a poco la compasión se formó en su rostro al ver las limitadas capacidades mentales del joven. Harry, montado en su febril adolescencia, salió furioso de la biblioteca, pero por supuesto regresó al día siguiente, y el anciano erudito lo recibió, amable, y le entregó varios documentos de valor incalculable. Rollos egipcios que narraban maravillas.

Pasaron los años, durante los cuales los estudios universitarios de Harry en la Universidad de Miskatonic se mantuvo alejado de la mansión familiar. Después del primer año regresó durante las vacaciones de verano, pero entonces... hizo balance: a excepción de una visita navideña, no había vuelto a ver a su tío, que lo había criado tras la trágica y prematura muerte de sus padres. Lamentablemente, sólo la noticia de la muerte de Thomas Longbottom lo atrajo a la casa. El tío Tom había fallecido solo dos días antes en circunstancias misteriosas en su biblioteca.

—No había extraños en la casa —explicó el mayordomo—, y no encontramos rastros de que la entrada hubiera sido forzada. Fue una noche tranquila. Muy tranquila. Y luego, por la mañana... —se estremeció—, el señorito no debe haber visto nunca algo así. —La voz del anciano se desvaneció—. Era como si hubiera visto una versión deformada de sí mismo, hecha de cera. —Permaneció un momento inmóvil, parpadeando con fuerza, jadeando como si estuviera corriendo por su vida—. No suelo fantasear —se disculpó finalmente—, pero el rostro de mi amo estaba congelado en el terror... casi estaba grabado en la muerte, como si hubiera experimentado algo terrible en sus últimos instantes.

Un derrame cerebral, una muerte dolorosa... eso dijo el forense, lo cual no era sorprendente en una persona enferma como el tío de Harry, pero él sabía que no era verdad. Aunque la policía descartara la posibilidad de una intervención externa, la muerte aún parecía violenta.

Thomas Longbottom fue colocado en un ataúd cerrado para que nadie, incluido Harry, pudiera ver la expresión que ni siquiera el experimentado tanatólogo de la funeraria pudo borrar.

—Llévate lo que quieras de la biblioteca, joven señor —dijo finalmente el mayordomo con una expresión de pesar—. Los herederos, la hija del honorable señor y su yerno, no aprecian los libros.

Harry, tanto como podía en ese momento, se alegró por la oportunidad. Sabía exactamente lo que quería. Buscó los rollos y los viejos libros encuadernados en cuero con hebillas de metal que eran los tesoros más preciados del anciano erudito, y aunque tenía acceso libre a la biblioteca, solo habrían podían estudiarlos juntos; pero no encontró ninguno en su lugar.

Al principio pensó que tal vez los habían cambiado de sitio desde su ausencia, pero se equivocaba. Incluso las etiquetas del catálogo habían desaparecido. Lo que significaba que debían de estar en el armario cerrado, que supuso que era donde estaba la llave.

Si antes ardía en deseos de abrir aquel escondrijo y mirar dentro de los archivos cerrados, ahora su curiosidad y su deseo ardían como una hoguera. También había una rabia reprimida trabajando en su alma de que si el viejo hubiera permitido una búsqueda significativa de los papeles especiales, habría pasado todo su tiempo libre aquí, y tal vez le hubiera salvado la vida.

El escritorio de Thomas Longbottom tenía varios cajones ocultos, cuyo paradero Harry fue descubriendo a lo largo de los años. En el tercero encontró lo que buscaba: la llave.

El candado se abría con facilidad, era evidente que había sido engrasado recientemente, y cuando Harry desplegó las puertas del armario, en medio del crujido, oyó lo que parecía la voz del tío Tom diciéndole que no lo hiciera ¡por su propio bien!

Pero alguien tenía que hacerlo, y ese alguien iba a ser Harry Longbottom.

Sin embargo, cuando el armario mostró su contenido, la decepción que le causó fue enorme. No solo porque había nada más que cinco volúmenes esparcidos por los estantes, sino también porque ninguno de ellos parecía interesante. Los pergaminos egipcios, los folios secretos de antiguas civilizaciones muy avanzadas, los manuscritos medievales sobre seres extraterrestres y los pesados libros sobre el horror cósmico habían desaparecido. Puesto que el tío Tom no los había vendido –de esto estaba seguro–, debían haber sido robados, quizá la noche antes de morir, o entregados a alguna biblioteca bien custodiada, aunque evidentemente no la de Miskatonic; Harry lo habría sabido.

Se detuvo frente al armario, y con una amargura que espumaba en su corazón, pensó que esta última teoría podía ser cierta, ya que el viejo candado había sido engrasado...

Pero si el tío Tom, sintiendo acercarse su muerte, quería mantener a salvo sus libros más preciados, ¡por qué no confiaba en él, que, en su propia opinión, era un buen colaborador para descifrar el significado de los viejos textos!

Thomas Longbottom no parecía haber considerado a Harry digno de tal honor. El contenido del armario debía haber sido trasladado a algún destino desconocido...

Esos pocos libros aparentemente ordinarios eran todo lo que quedaba, y finalmente tomó el que estaba protegido por una cerradura cuya llave había sido pegada al fondo del armario, imperceptible a primera vista. Solo la precisión de su oficio de químico le había llevado a encontrar esta llave, lo que había despertado su interés: ¡podría encontrar algo aquí! Emocionado, la abrió y pasó las páginas, pero de nuevo, ¡decepción! Una sola frase en cientos de páginas en blanco:

Cada uno cumple con su deber en el mundo, y el que está destinado a ello, sirve para destruir.

¡Qué banal!

Le llevó unos momentos darse cuenta de que tal vez algún procedimiento, que para él no debería ser un problema, podría hacer legible el resto del texto, cuando inesperadamente comenzó a formarse una sombra en la primera página en blanco. ¡Era tan simple! ¡El oxígeno fresco del aire traía lo escrito a la luz!

Harry sonrió irónicamente, pero en lugar de texto, una figura comenzó a tomar forma frente a él. Un esbozo, una ilustración o un mapa.

¡No era un mapa, por mucho que hubiera sido emocionante! Una ecuación química, cuyo resultado era una fórmula. Harry la miró sorprendido, y como si una luz etérea se encendiera en su mente, comenzó a entender. ¡Esto... esta es la ecuación de la muerte! No era el veneno orgánico o inorgánico, o la radiación destructiva, ¡sino la muerte misma! Si la reacción que describía, que era válida para toda vida humana, también se podía hacer al revés, entonces tenías la fórmula de la vida eterna.

Harry pensó que enloquecería de emoción. Lo tenía todo. ¡Simplemente todo estaba aquí en esta ecuación! Tal vez...

Quizás ni siquiera necesitaba preocuparse por cómo revertir la reacción, también estaba en el libro... y no, no solo la vida eterna, ¡sino también la ecuación de la creación de todo el universo!

Pasó las páginas. ¡Sí! Otra figura comenzó a formarse frente a él.

Pero las formas que aparecían no eran letras y signos matemáticos. De las líneas y sombras comenzó a surgir un rostro, que rápidamente llenó el marco del libro como un espíritu que escapa de una botella, a una velocidad aterradora.

Después de todo, según el tío Tom, todos los libros mencionados en las historias de terror existen. Y los textos escritos tienen más poder que todas las armas del mundo, ¡porque todo se decide en la mente!

El rostro superó las páginas. Harry quería huir, pero sintió que la sangre se helaba en sus venas. No era una coincidencia que apareciera la ecuación de la muerte ante él, porque esta era la identidad misma de la muerte, la personificación del anhelo insaciable de destrucción.

Intentó cerrar el libro y girar la llave en la cerradura, pero ya era demasiado tarde, el horror se había liberado, lo había dejado escapar...

Un grito horrendo resonó por toda la casa.

Los rasgos del muerto se suavizaron en el ataúd cerrado, y el anciano mayordomo dejó la tetera con una sonrisa satisfecha… cuando una formidable explosión convirtió todo en polvo y humo, y aquellos restos se elevaron en una extraña y aterradora bruma que ascendió hacia el cielo gris surcado de nubes inmundas.

 

Título original: Lovecraft nyomában­: Az egyenlet

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman

 

Lídia Fedina vive en Budapest, Hungría. Además de libros infantiles y de cuentos de hadas, ha publicado novelas para jóvenes, ensayos científicos, novelas policiales e históricas. Entre sus libros de ciencia ficción y fantasía se destacan A bűn kódjaVirokalipszisIdiótazásAz elfelejtett varázsigék. También participó en varias antologías y publica cuentos con regularidad en revistas como Galaktika y SF.Galaxis.

 

 

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (51)

ELEUSIS

Iván Bojtor

 

El tiempo a menudo se compara con una línea recta. Cada línea recta es infinita y cualquier segmento de longitud arbitraria, ya sea de un micrómetro o de diez mil millones de años luz de longitud, puede dividirse en un número infinito de puntos. El tiempo, según esta concepción, es una sucesión de momentos, y cada momento está compuesto por un número infinito de momentos. Si el tiempo es verdaderamente infinito, ¿es posible que se forme de nuevo un universo que sea idéntico en todo a uno que ya existía anteriormente? Es posible, pero la probabilidad es infinitesimal.

 

A principios de febrero de 1940, en una parada del autobús entre Atenas y Corinto, subió una anciana, "delgada y arrugada, pero con grandes ojos vivos". Cuando le pidieron el precio del billete, simplemente se quedó junto al conductor, con los ojos muy abiertos, sin entender. Como no tenía dinero, el revisor la echó en la siguiente parada. Resultó ser la parada de Eleusis. El conductor intentó arrancar el autobús, pero por más que lo intentó una y otra vez, el motor no arrancó. Al final, a uno de los impacientes pasajeros se le ocurrió la idea de salvar la situación: reunir el precio del billete de la anciana. Ella volvió a subir al autobús, recibió su billete y el motor del autobús arrancó. Entonces la anciana les dijo:

—Deberíais haberlo hecho antes, pero sois egoístas, y ya que estoy entre vosotros, os diré algo más: sufriréis por la forma en que vivís, ni siquiera tendréis hierba ni agua.

Antes de terminar su amenaza, la anciana se convirtió en niebla y desapareció del vehículo. Nadie la vio bajar. Los pasajeros se miraron unos a otros, examinaron el talonario de billetes para asegurarse de que realmente habían dado uno.

(La Hestia, 7 de febrero de 1940)


 

Los agricultores locales en Eleusis, hasta principios del siglo XIX, cubrían con flores la estatua de Santa Demetra una vez al año, porque creían que ella aseguraba la fertilidad de sus tierras. (Esta serie de rituales se interrumpió en 1820, cuando E. D. Clarke se llevó la estatua a Inglaterra.) ¿Quién era Santa Demetra? Nadie más en el mundo la conocía excepto en Eleusis; ni siquiera está canonizada. F. Lenormant, un arqueólogo, escuchó la historia de Santa Demetra de un sacerdote: era una anciana de Atenas a quien le sucedió una gran desgracia cuando un turco secuestró a su hija. La buscó durante años, recorrió el mundo hasta que descubrió dónde la llevaban. Un héroe pallikar[1] corrió en su ayuda y liberó a su hija de la prisión.

(Mircea Eliade: Historia de las creencias y las ideas religiosas)

 

Hades secuestró a la hija de Deméter, a espaldas de su madre, Zeus se la entregó. Perséfone gritó. Los picos de las montañas y las profundidades del mar resonaron con el sonido de su voz inmortal. Su madre, Deméter, escuchó. Un agudo dolor agarró su corazón, arrancó su cabeza, arrojó su manto y voló como un pájaro sobre las aguas y la tierra, buscando a su hija. Inútilmente la buscó. Cuando supo que Hades había secuestrado a su hija, y con el permiso de Zeus, abandonó el Olimpo y descendió a la tierra de los mortales. Desfiguró su forma; nadie la reconoció, ni hombre ni mujer. Se parecía a una anciana que nunca más podría dar a luz ni recibir los regalos de la diosa del amor. En Eleusis se convirtió en la nodriza del hijo más joven del rey. La reina le dio la bienvenida con estas palabras:

—En tus ojos se ve la nobleza y la dignidad.

Más tarde, se construyó un santuario para sí misma. Se retiró allí, y en ese mismo lugar lamentó a su hija. Amenazó a los hombres y a los dioses con una terrible hambruna para recuperar a su hija. Envió un año terrible a la tierra. Ninguna semilla germinó. Habría destruido a la humanidad, y los dioses ya no habrían sido venerados ni sacrificados más... (Károly Kerényi: Mitología griega)

 

Eudemos escribió sobre los seguidores de Pitágoras: afirmaban que todo lo que ha sucedido volverá a suceder exactamente de la misma manera; me estarán escuchando de nuevo, estaré diciendo estas mismas palabras de nuevo, y mi mano estará jugando con la misma vara, al igual que todo lo demás se repetirá. Esta enseñanza dice que no hay eventos únicos; nada sucede solo una vez (como ejemplo, algo citado con frecuencia: el juicio a Sócrates; tampoco eso ha sucedido solo una vez). El evento que está ocurriendo ahora ya ha ocurrido y volverá a ocurrir, una y otra vez. En el tiempo considerado infinito, estas historias casi idénticas parecen repetirse a intervalos tan cortos que desafían los límites del cálculo de probabilidad. No puedo afirmar que las tres historias de Eleusis se ajusten a lo descrito por Eudemos. Tampoco puedo afirmar con certeza que el culto a Santa Demetra no sea la continuación del culto de la antigua diosa, ni que Santa Demetra haya sido sacada del autobús en la parada de Eleusis. Sin embargo, me asalta una sensación extraña y aterradora que quizás no me atreva a describir.

Nuestra teoría del tiempo infinito está muriendo.

 

Título original: Eleusziszi kollázs

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman

 

Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

[1] Noble guerrero del Medioevo griego.

sábado, 24 de febrero de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (NUEVE)





TRIGAMIA

Carmina Shapiro

Luisa Madariaga Young & Sergio Gaut vel Hartman

 

Fresco, lúcido y sereno, a pesar de que había bebido como un vikingo, Aarón Salazar decidió realizar una experiencia fuera de lo común. En función de que sentía un ímpetu inusual gracias al ajenjo tragado, se decidió a conquistar a la vez a las tres hembras alienígenas que lo habían rechazado sistemáticamente. El frenesí juvenil parecía haber retornado a su espíritu, y aprovechando que por una de esas coincidencias inusitadas las tres estaban conversando animadamente en el salón pequeño de la casa de Regina Blativicius, arremetió con vehemencia, se arrodillo y lanzó un apasionado discurso.

—Las amo a las tres con toda la potencia de una nave Crew Dragon, deseo casarme con ustedes y hacerlas inmensamente felices. Si aceptan las llevaré a dar la vuelta al universo, las cubriré de joyas y les permitiré que se embriaguen hasta la inconsciencia con cuanta bebida existe.

Las alienígenas detuvieron de a poco su conversación ante el número que estaba montando el humano.

—Tranquilízate, Salazar —dijo Märn, la inmensa, violeta y peluda viajera del sur de la galaxia—. Está claro que no conoces la diferencia entre el ajenjo y el amirys. Deja de beber o quedarás hecho una babosa.

—Necesita comer algo —espetó secamente y con desagrado la Yírgola, sin dejar de mirar dos de los tentáculos que Yenitza sostenía entre los suyos.

—Sí, pediré un pastel de batata.

Märn tocó el botón de su mesa que encendía la luz de órdenes, y pidió una porción con doble ración de crema agria. El dulce le devolvería los pies a la tierra, la conexión con este espacio-tiempo, y la crema agria moderaría el éxtasis que apenas comenzaba y, como no sabían cuánto había bebido, podía estallar con virulencia en cualquier momento.

Aarón seguía en el piso, mirándolas embobado como un perro ante un trozo de carne tierno y jugoso. Yenitza lo contempló divertida y habló sin soltarse de la Yírgola.

—Oigan, tal vez no está mal la idea… Las leyes galácticas permiten el matrimonio como un contrato con cláusulas electivas y condiciones particulares… Entre las tres y con los contactos viales de este idiota, podríamos hacer buenos negocios, ¡seríamos magníficas empresarias! —Y con el mismo entusiasmo le dijo a Aarón—. ¡A ver si no terminamos siendo nosotras quienes te llevemos alrededor del universo y te cubramos de joyas! —Y soltó una carcajada sonora y estridente que vibró en un amplio registro e hizo tintinear algunos objetos alrededor, llenando el aire de ruiditos como si las cosas rieran con ella.

Las ventosas de Yenitza que sostenía la Yígorla vibraron también y los colores de la piel se movieron en sintonía. La Yírgola sonrió satisfecha, ese espectáculo nunca perdía su magia. Ella, que conocía cada rincón del sur de la galaxia, con cientos de aventuras en su haber junto a sus dos disímiles amigas, comprendía asombrada que el terrícola le despertaba una profunda y mágica curiosidad. ¿Qué puede ofrecer este debilucho humano que apenas cuenta con cuatro extremidades amén de que dos de ellas estaban en el piso, dobladas bajo el peso de las ropas que traía puestas? ¡Ah!, pensó, la propuesta de matrimonio solo la hacía pensar en la parte reproductiva.

Miró fijamente a Yenitza tratando de interpretar el cambio repentino en la vibración de sus tentáculos, pero su amiga había cerrado todos los ojos dejando fluir un bien elaborado plan. Märn también tocó sus ventosas; ahora las tres podían decirse cuanto quisieran sin que Aarón se enterara y, al mismo tiempo, continuar el juego con el terrícola para trasladarlo a su propio territorio.

­—Altreans nos espera y queda más cerca —dijo Märn con una sonrisa dibujada en todo lo que, con cierta buena voluntad, podemos denominar rostro—. Sus leyes son más flexibles que las de la Confederación Galáctica. ¿Qué dices Aarón? Nos interesa la idea de este matrimonio y con tus contactos en Altreans debe ser muy fácil. ¿Tienes fuerzas suficientes para levantarte y seguirnos en tu propia nave?

Aarón se levantó del piso tratando de mantener el equilibrio, sopesando las palabras y el cambio repentino en el tono de estas, hasta ahora, inalcanzables hembras, algo que en su más profundo yo plantó una lucecita de duda, pero que desechó de inmediato; el deseo de conquista era demasiado poderoso y mucha su autoconfianza. Sabía que las tres estaban pensando en su poder financiero, capital que podrían derrochar a manos llenas. Luego estaba la propuesta de viaje a un planeta que conocía como al suyo y donde tenía las mejores relaciones. Este es mi día de suerte, pensó.

—Tengo fuerzas para eso, e incluso para poseerlas a las tres durante un año estelar completo —alardeó el terrícola.

Esta vez las risas fueron casi catastróficas, y la casa de Regina Blativicius se sacudió como si hubiera sido afectada por un sismo grado 9.9 en la escala de Richter.

Las alienígenas retomaron su conexión telepática y el comentario colectivo, que me permito sintetizar incluyendo la exposición de cada una; fue algo así:

—¡Pobre infeliz! Como si fuera capaz de determinar qué hay que estirar, penetrar, absorber, desplegar, impregnar, saturar, fijar, encajar, separar, reblandecer, transformar, retraer, macerar, invertir y masticar en nuestros cuerpos. Pero, en fin, ¡todo sea por el beneficio!

Una vez más, algo que podría considerarse una sonrisa de beneplácito recorrió los cuerpos de las extraterrestres. Aarón, que ignoraba por completo cuál sería su destino al final de la aventura, también estaba feliz.





 DINÁMICA

Claudia Isabel Lonfat

Javier López & Ada Inés Lerner

 

Al principio pensé que la impresión de ingravidez tenía que ver con las zapatillas de deporte que acababa de estrenar. Pero, aunque eran bastante cómodas, cuando me las había puesto en casa para salir en absoluto tuve esa sensación que ahora experimentaba y que provocaba en mí un bienestar inexplicable. Tardé poco en darme cuenta de que no eran alucinaciones mías, sino de que algo realmente extraordinario estaba sucediendo: los viandantes, y yo mismo, caminábamos varios centímetros sobre el pavimento. Descubrí que no parecían advertirlo, incluso una anciana con bastón se deslizaba feliz sin tropezar. Si todos estaban conformes e incluso confortables no era cuestión de generar caos e intranquilidad. Parecía no perjudicar y por lo visto nos beneficiaba. La dinámica de poblaciones es el principal objeto de la ecología en particular y la evaluación de las consecuencias ambientales por las acciones humanas. Duró poco ese bienestar, porque con el correr de las horas, la ingravidez se fue acrecentando aceleradamente, y la incipiente felicidad de poseer un cuerpo liviano, grácil, sobre todo para aquellos impedidos por alguna discapacidad, se fue convirtiendo en un problema creciente. Los que pudieron abandonar su bastón o su silla de ruedas, empezaron a flotar como plumas, y el resto, debíamos sujetarnos a objetos pesados, y cuando ni siquiera eso era suficiente, recurrimos a los autos. Ahora todo está por terminar. Hasta los océanos comenzaron a flotar.




 ZONA DE MUERTE

Luciano Doti

Ada Inés Lerner & Fernando A. Puga

 

Alberto se preocupa porque su novia, Elena, no regresó con el grupo que ascendió al Everest; los compañeros le dicen que ella quiso llegar a la cima y no aceptó los consejos de nadie. Ansiaba llegar para poner su bandera. Alberto arma un grupo y escalan hasta que llegan a la zona de la muerte, donde se expone la vida por la falta de oxígeno. Siguen buscándola hasta que la encuentran congelada, sentada y en posición de reflexión. Alberto está muy triste, y en ese momento lanza una serie de reproches contra Dios y contra la propia víctima. ¡Cómo pudiste ser tan egoísta!, le reprocha a esta última. La única respuesta que recibe es una ráfaga de viento helado que, por motivos difíciles de explicar, le produce cierto alivio, una sensación de paz. Medita, se replantea su vida sin Elena. Si quisiera podría terminar con la vida que le queda y acompañar a su novia en ese viaje que, en ese lugar, se intuye de un modo casi palpable.

—¡Ay, Alberto! ¿Por qué dudas?

—¿Quién anda ahí? —pregunta girando de prisa la cabeza de un lado a otro.

—Soy yo, amor mío. ¿Quién si no? Ven conmigo

—No puede ser. Me estoy volviendo loco —grita Alberto y se aprieta con fuerza las sienes—. Si es cierto ¡pruébalo!

El alud lo arrastra sin darle tiempo siquiera a escuchar el eco de su grito. Elena, sacudiéndose la nieve todavía fresca, esboza una sonrisa.



 

BÚSQUEDA DESESPERADA

Sebastián Fontanarrosa

Carmen Rosa Signes Urrea & Patricio G Bazán

 

Pese al testeo diario del medidor emocional de organismos dendriformes implementado por la empresa de desmonte Chepoknet, la historia había vuelto a repetirse.

“Mi pequeño hijo no se perdió en el bosque, un árbol rebelde se lo llevó. Torturaré a cada uno de esos desgraciados hasta recuperar a mi hijo.” Aquellas fueron las últimas palabras del leñador Nikolai antes de renunciar a la Chepoknet.

Los crímenes de Nikolai Shevchenko convirtieron la taiga Siberiana en un sitio todavía más hostil.

Su búsqueda frenética trazaba una senda de destrucción que podía seguirse en el mapa, corriendo pareja junto al río Podkamennaya. Nikolai sabía que el evento ocurrido en 1908 estaba relacionado con el secuestro del niño. Creció escuchando los relatos de los viejos tunguses, y sabía que los hómbres-árbol eran más que leyendas de leñadores analfabetos. Todas esas criaturas, tan parecidas a los árboles que derribaba a diario, morían indicando lo mismo: Tunguska.

“Aguanta, pequeño Alexei; Papá está en camino”, susurró.

Pero la venganza tiene doble dirección. El cuerpo del niño fue mutilado como quien deshoja una flor. Sus miembros cercenados –ambas manos y un pie– se descomponían nutriendo el terreno.

Las máquinas retiraban con presteza a las víctimas de un padre iracundo y herido que, a pesar del esfuerzo, jamás encontraría a su hijo. Únicamente Chepoknet tenía potestad para reservar zonas de la deforestación, y así hicieron constar la franja de taiga originaria del culpable del secuestro. Eran gente de palabra.



 

EL LIBRO

Alejandro Bentivoglio

María Elena Rodríguez & Joyce Barker

 

Bergson afirma ser el único capaz de descifrar el libro aunque yo no estoy seguro de que esto sea cierto. Los meses avanzan y él se niega a mostrar los resultados de su traducción. Tampoco quiere dar demasiados detalles de cómo fue que lo encontró. Las descripciones son vagas. Los que participaron en las excavaciones tampoco han sido muy útiles en la reconstrucción de los hechos. El libro fue hallado en la tumba que Bergson descubrió y parece ser lo único que llamó su atención aún cuando había toda clase de objetos que podría haber estudiado con la misma minuciosidad. Uno de los colaboradores dijo que hasta daba la impresión de que Bergson ya sabía de la existencia del libro, y que la tumba no le importaba en lo más mínimo.

Las autoridades del museo han pasado por alto la conducta de Bergson porque la clasificación de los objetos e, incluso de la momia y el sarcófago ocupa el tiempo de la mayoría de los científicos. Pero yo creo que el libro debe ser examinado por alguien más que el propio Bergson. Apenas logré verlo cuando lo trajo al museo porque se apuró a guardarlo bajo llave en su propio estudio. Sin embargo, noté algo extraño, no parecía estar construido en ningún material que yo hubiese visto antes.

Pude comprobarlo el domingo que llamaron a Bergson muy temprano y salió pálido, casi sin peinarse y olvidó cerrar con llave.

Entré al escritorio y busqué con sigilo, como había visto a mi abuela buscar en los cajones del abuelo hacía ya muchos años. ¡Allí estaba el libro! Visto así de cerca en realidad parecía más una caja o un cofre. Era de un color gris brillante y sorprendentemente liviano para su tamaño y apariencia.

Las hojas eran de algo similar a un fino metal. En ellas estaban impresos símbolos que me resultaron vagamente familiares. Los examiné largo rato con interés. No eran muchas las cosas que recordábamos de los años anteriores al Gran Colapso, (yo, apenas la imagen de mi abuela) por eso nos pasábamos días excavando en busca de nuestro pasado. Pese a los esfuerzos, nada de lo encontrado hasta ahora, ni las tumbas, ni los sarcófagos, nos brindaban mucha información, o tal vez no sabíamos interpretarla.

Tenía entonces razón Bergson al ocuparse del libro pero, ¿por qué su interés en ocultarlo? Si bien él era el más sabio, el más viejo y trabajaba más que nosotros, estábamos todos en lo mismo, aprendiendo a vivir en aquella isla que sospechábamos era la única porción de planeta habitable.

Seguí pensando en aquellos símbolos… ¿figuras?, ¿letras?, ¿fórmulas?

¿Por qué mi memoria se llenaba de imágenes que no entendía?

A pesar de mis conocimientos, no descifraba lo que veía. Pero algo vibraba en esos símbolos y sentí el cambio de presión en mi piel, a la vez que se erizaba. Luego de eso vi unas imágenes. Podría asegurar que yo flotaba buscando un libro en el borde superior de los estantes de una enorme biblioteca. Debía urgentemente sacarlo de ahí y esconderlo. Abajo, afuera de los pasillos, veía sentado en una pequeña mesa redonda de lectura, a un hombre que me miraba intentando pasar desapercibido. Hasta podría decir que era la cara de Bergson.

La escena se esfumó al escuchar unos pasos. Cerré el libro y salí del escritorio. Bergson estaba afuera. Nervioso, lo saludé y le mentí diciendo que buscaba unos guantes de látex. Respondió asustado: “Este libro no se entiende, se experimenta, y lo que experimentas es lo que eres”. Después me preguntó si había visto imágenes al abrirlo. Dije que no. Continuó con que era peligroso, que alguien que no debía abrirlo, lo hiciera; que ese metal aún no se ha estudiado y que no diga nada. Terminó confiándome que, al abrir el libro, se vio dentro de una biblioteca buscando a un ladrón de textos egipcios sagrados.

Sentí escalofríos, pero sé bien lo que tengo que hacer: quitárselo y esconderlo nuevamente. Pero voy a esperar su traducción, por simple curiosidad. Tendría que ser muy astuto para engañar al resto de los expertos.



 

LAS LLUVIAS

Ana Cristina Rodrigues

João Ventura & Frederico S. M. de Carvalho

 

La lluvia tenía un tono azul que teñía el mundo alrededor del pozo. Nada se movía más allá de las gotas de agua y el silencio era inquietante. La lluvia se detuvo tan repentinamente como había empezado, y sin embargo, el mundo seguía siendo azul.

Cuatro pares de alas rompieron el silencio y las aves se posaron en la pared del pozo. Tenían dientes y gruñían, discutiendo quien se quedaría con la presa, extraña criatura con dos brazos, dos piernas y sin pelo ni plumas.

Empezó a llover de nuevo, pero ahora el agua era roja, y al contrario de la primera lluvia, esta hacia ruido a caer al suelo, que se fue ampliando hasta que parecía un trueno. Las aves se agitaran, y de mala gana, después de un breve periodo de tiempo, despegaran y desaparecieran.

La criatura bípeda se levantó del suelo y, con paso vacilante, se acercó al pozo.

Piezas de ropa esparcidas alrededor de los muros de piedra sin fin. Recuerdos de aquellos que, como la criatura, también buscaban la libertad, pero fracasaron. De las profundidades llegó el rugido de la bestia que guarda las puertas de lo que había sido el hogar del bípedo. Tres cabezas de perro, el aliento húmedo, y el color de los ojos de sangre fresca, como la lluvia que cesaba, anunciando el escape del infierno del hombre sin alma que ahora vagaba en un mundo que ya no es el suyo.




 

EL FAMOSO LIBRO

Dora Gómez Q

Hernán Bortondello & Sergio Gaut vel Hartman

 

Atravesamos el vestíbulo, un lugar tenebroso, impregnado de olores hediondos y una humedad casi pantanosa, y desembocamos en la biblioteca del doctor Stevens, una estancia de no menos de treinta metros cuadrados cuyos muros eran estanterías colmadas de volúmenes de lomos descoloridos. Garfield dio tres zancadas y fue directo hacia un sector de la librería de donde extrajo un ejemplar que se apresuró a entregarme. Lo abrí con aprehensión, ya que el papel, más que amarillento, era verdoso.

—¿Este es el famoso libro del que tanto me habló? —argumenté, decepcionado.

—¿Qué esperaba? ¿La biblia que el cura le entregó a Atahualpa?

Alcé la vista para mirar a mi interlocutor directamente a los ojos. El sujeto pretendía que yo pagara un par de cientos de miles por “eso”. Ya otros habían tratado de estafarme, sin éxito.

—Esto no es lo que prometió.

—El Necronomicón —dijo Garfield—. El libro que estaba buscando.

—El Necronomicón no existe. Esto es una burda imitación, o sea, un liso y llano fraude. Alguien se dedicó a fabricar un libro para que pareciera antiguo; probablemente hizo varios. Pero yo no soy idiota, Garfield.

El supuesto bibliotecario, librero o lo que fuera el individuo que conocí en una lóbrega tienda de la calle Defensa, chasqueó la lengua, ofendido.

—Ya sabe que Lovecraft aseguró que un ejemplar del Necronomicón estaba en Buenos Aires; Borges lo corroboró, y yo lo robé. Sí, lo robé y también su libro El rumor de los insectos por la noche. Fue cuando se derrumbó la pared detrás de la cuál estaban junto a otros. —Pensé que era mejor que me fuera antes de que el timador me hiciera el cuento de Borges quedándose ciego después de leer el libro—. Llévelo, le doy también la nota que estaba entre sus páginas.

Era un papel finito y amarillo. Decía:

“Protégeme con tierra y agua. Destrúyeme con aire y fuego”.

Me sentí descompuesto en aquel lugar tenebroso. Habrán otros ingenuos con los cuales se pueda hacer una diferencia, pensé, así que tomé el libro dispuesto a pagar el disparatado precio, pero Garfield había desaparecido, y sin el dinero…

Mis manos comenzaron a hincharse y sentí un escozor por todo el cuerpo.

Un gato negro me miraba desde uno de los estantes mohosos.

Soy alérgico, pero no a los ácaros, ni a los gatos, sólo a picadura de insectos. Mi lengua se hinchó dentro de la boca. Abandoné todo mi escepticismo cuando el oxígeno ya casi no entraba a través de la glotis inflamada. Consideré quemar el libro y toda la biblioteca para salvar mi vida, pero ya no había tiempo.

 Corrí.

 El zumbido de unos insectos me ensordeció, me clavaron sus aguijones, haciéndome perder el equilibrio y el libro voló por el aire. En mi afán por ganar la calle estuve próximo a desnucarme al pie de la insólita escalera construida en medio de la calle Agüero, cuando de pronto vi que una mujer recogía el libro.

Mis ojos lagrimeaban y apenas podía vislumbrarla recortada contra el cielo gris. Parecía altísima desde mi perspectiva: casi de bruces contra dos escalones que me separaban de la vereda y el escape del horror. La extraña extendió un brazo y me tomó la mano derecha.

—¡Levántese, chamigo! ¡Salga rápido de esta trampa de Añá! —dijo con tonada guaraní.

Apoyándome en una rodilla y jalado con firmeza logré incorporarme. Ni bién posé los pies en la acera, mi salvadora arrojó el Necronomicón escaleras abajo acompañándolo con un conjuro.

—¡Atrás, Rostro Negro! ¡Tú no has sido invocado! —Juro haber visto la oscura cabeza de una serpiente gigante reptando hacia la superficie antes que el hueco desapareciera reemplazado por viejas baldosas. Ya no sentía ahogos y no existían rastros de mis hinchazones ni de los endemoniados insectos—. ¿Has visto? ¡La magia de los Grandes Libros Tebanos no falla! —exclamó con alegría—. Soy Lea Giménez —se presentó—; trabajo en la Embajada de Paraguay, allí enfrente, Por mi cercanía, la Orden de Santa Teresa de Jesús me ha enviado a cerrar este maldito portal disfrazado de libro.

­—¿Pero como supo…? —pregunté intrigado.

—Nuestros iluminados detectan espiritualmente las erupciones del Añaretá. Perdón… del Infierno. Algo ocurrió en los túneles de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Como verá ella está a cien metros de nosotros.

—Entonces el muro que se derrumbó y liberó esto…

—Ocurrió en un tramo subterráneo de la biblioteca, sellado a instancia nuestra. Bueno, señor… ¡Qué Dios lo acompañe! —y cruzando calle Agüero se alejó por Avenida Las Heras.



 

PESADILLA

Estefanía Alcaraz

Luciano Lara & Luciano Doti

 

La mujer a la que había amado hasta hacía un par de días había muerto. Una amiga en común me visitó para contármelo. Una extraña enfermedad la había atacado llevándosela en dos horas. El impacto de imaginarla muerta me aterró, no estaba seguro de que ya no la amaba.

Por suerte desperté. Una sensación de alivio se apoderó de mí apenas me di cuenta de que había estado soñando. Enseguida le mandé un mensaje: “¿Estás bien? Tuve un sueño horrible”.

No me respondió ese primer mensaje. No sabía si se debía a que ella ya me consideraba parte de su pasado, y por lo tanto no deseaba volver a contactarse conmigo, o a que ese sueño había invadido mi mente para informarme de algo real. Lo único que podía dar por cierto es que una vez más estaba dejándome llevar por pensamientos mágicos. Decidí insistir enviando otros mensajes, los cuales corrieron la misma suerte que el primero.

Con mi mente abrumada, caminé hacia la esquina de Gutiérrez y Alsina, donde ella vivía. Golpeé la puerta y en minutos salió un hombre esbelto, de cejas espesas y bigote chistoso.

Pregunté por ella y rápidamente apareció Belén, miró extrañada.

—Damián ¿Qué son esos mensajes? Hace años nos separamos.

No pude responder, sentí náuseas y recordé mis últimos años sin ella. El pérfido tiempo y mi mente se habían mofado de mí. La pesadilla era que el muerto en su vida era yo.




 

ORDALÍA

Patricio G. Bazán

Javier López & Eduardo Mancilla

 

Despertó con un atroz dolor de cabeza. Ardientes clavos le atravesaban el cerebro, y la marea ácida del vómito contenido amenazaba con ahogarlo. Se incorporó como pudo, y a trompicones se dirigió al improvisado baño. El minúsculo espejo le devolvió la imagen del sobreviviente de una catástrofe, y en cierto modo lo era. Lo último que recordaba era la demoníaca máscara de su captor, el calor insoportable y el golpe que lo sumió en un mar de preguntas.

Principalmente no entendía cómo un par de copas le habían conducido a ese estado. A él, acostumbrado a vaciar botellas sin mayores consecuencias que una ligera resaca matinal. Ahora recordaba, lo de anoche fue un baile de disfraces. Quizás el camarero fue su captor, empuñando como arma una botella de alcohol barato. Arma blanca, argumentarían algunos. Pero para él, arma de fuego, letal, fulminante. Y ahora tenía que ir a trabajar y funcionar como una persona normal durante la jornada.

No encontró placebo alguno con que sofocar el fuego que carcomía sus tripas. La ducha helada apenas calmó su desconcierto y las siete campanadas lo volvieron a la realidad de su penosa existencia. En el suelo quedó el vestido rojo, indisimulable trapo de prostituta, como lo había dejado en la madrugada antes de caer rendido. Abrió el ropero, se calzó la sotana, el cuello blanco, alisó su cabello y salió raudo para impartir la misa de las ocho en punto.





 

LA SELVA

Alejandro Bentivoglio

Sebastián Fontanarrosa & Víctor Lowenstein

 

La selva parecía crecer todo el tiempo convirtiéndose en el único paisaje posible, como si el cielo mismo pudiese desaparecer. Incluso la tribu que la habitaba tenía que ir corriendo todo el tiempo las chozas en las que vivían porque las plantas y los animales lo invadían todo. Y no es que los animales la pasaran mejor. Las cuevas o los árboles donde solían dormir se desplazaban sin ninguna clase de lógica y era imposible reencontrar la guarida que quizás habían logrado armar el día anterior. Los habitantes de la ciudad estaban al tanto de esto y ya se preparaban para luchar. Estaban armados con pistolas, machetes, lanzallamas, cualquier cosa que detuviese el avance de ese montón de caos verde que día tras día iba avanzando como una especie de monstruo alienígena que quisiese reconstruir el planeta a su voluntad. Algunos valientes se habían animado a adentrarse en aquel mosaico móvil, pero apenas unos pocos habían logrado regresar con vida. Aseguraban que bastaba con quedarse dormido unas horas para morir estrangulado por lianas o ser aplastado por rocas que momentos antes no estaban ahí. Por eso ahora se tenía precaución y nadie se metía en la selva sin un habitante de la misma (aunque tampoco eso aseguraba salir con vida de allí).

Cuatro años después, los intentos de frenar el avance del fenómeno empeoraron la situación. Ni las montoneras erguidas con desesperación y desparpajo, a fuerza de tractores, motosierras y bombas caseras, ni los ejércitos con toda su especialización y poderío armamentístico, como tampoco la agrociencia mancomunada a las acciones, aportando en última instancia poderosos glifosatos experimentales (dispersados mediante bombas de racimo), dieron resultados satisfactorios. Por el contrario: monstruosas mutaciones se originaban cuando el organismo, raudo y feral, se regeneraba desde sus mismas brozas. Los registros fotográficos satelitales aterrorizaban. La muralla China, los montes Urales, el Himalaya y hasta la amazonia estaban desapareciendo. También comenzaba a invadir el permafrost siberiano. Las únicas extensiones que hasta el momento se mantenían ajenas a la metástasis descontrolada eran los océanos y los mares. La migración de extraños animales por tierra y aire resultaba caótica, y la emisión nocturna de dióxido de carbono cuando la selva respiraba cobraba víctimas en un radio de tres kilómetros a la redonda.

Alucinante resultó ser el destino de un sobreviviente. Ganó trascendencia convirtiéndose en el primer héroe. Hablo de Liam Moriger, un piloto de la American Airlines, único sobreviviente del vuelo 715 con 184 pasajeros a bordo. Hoy la opinión pública sospecha que el individuo había omitido (bajo presiones gubernamentales) cuantiosos detalles sobre su terrible experiencia. Su avión había sido raptado de los cielos por enormes lianas tentaculares que dejaron la aeronave apresada a ochenta metros de altura. Moriger se enfrentó no solo a la hambruna y a las posteriores prácticas antropofágicas, también aseguró haber resistido los embates demenciales de extraños simios asesinos. Tras la expansión de la selva, la cual comenzó cuando esta detuvo su desplazamiento sobre los desiertos de Atacama, Moriger, visionario ante el caótico cuadro de situación, se embarcó para nunca más volver a tierra firme.

El avión jamás despegó… lo confesó el mismo Liam, quien sobrevivía en su balsa, como muchos escapados de tierra firme, a otro amigo que se había tragado todas esas historias de lianas gigantes y simios…

En primera clase viajaba Aaron Berger, nobel de química, creador de la supermolécula que absorbía microplásticos. El grueso de los pasajeros había optado por bajarse del avión; la pista se cubría constantemente de malezas salidas del parque aeroportuario.

Los nervios de la espera trastornaron a Berger. Presa de una crisis buscó a Moriger para confesarse: su molécula funcionaba inyectándola en cierta planta silvestre, la betulácea. Al no recibir financiación para su proyecto de plantíos masivos, inicio uno propio sin suficientes estudios previos. Los brotes se desarrollaron hipertróficamente desprendiendo esporas que prendían en cualquier terreno. ¡El origen de la plaga!

Berger, culposo, fuera de sí, pretendía viajar a cierto foro internacional para proponer un proyecto salvador: ratas modificadas genéticamente que devoraban betuláceas. Quería reproducirlas por millones y soltarlas sobre las ciudades. Estaba desquiciado. Combatir una plaga generando otra, nada menos que con roedores, transmisores de tantas pestes, era un despropósito. La posibilidad de que un Nobel convenciera a la comunidad científica era el peligro real. Fue al comando para alertar a torre de control. Envió al copiloto para detener a Berger.

Al quedar solo oyó gritos, disparos. Salió presuroso a la cabina de pasajeros descubriendo horrorizado que Berger le había arrebatado el arma a su compañero, y disparaba sobre la tripulación.

Luego, el científico hizo lo previsible. Se descerrajó un tiro en la sien. Moriger abandonó la escena del crimen. Sintiéndose en parte responsable de aquella masacre, escapó de la nave y del mundo, para ser olvidado.



 

LA CAÍDA DEL CABALLERO OSCURO

Alejandro Bentivoglio

Jorge Zarco & Rafael Martínez Liriano

 

Estaba sentado tranquilamente en el living de mi casa, dispuesto a comer unos fideos recalentados cuando escuché un ruido estrepitoso y todo se llenó de polvo. El techo había caído aplastando el televisor, el sofá, y la mesa ratona que había comprado unas semanas atrás. Un enorme bulto negro estaba en medio de ese caos. Me quedé quieto, sin saber qué hacer. ¿Llamar a la policía?

Luego vi que el bulto se movía. Un tipo disfrazado de murciélago se puso dificultosamente de pie y tosió sangre y mugre. 

—¿Batman? —pregunté.

—No, el fantasma de las navidades pasadas —dijo, sonriendo bobaliconamente—. Sí, soy Batman. Necesito agua oxigenada, unas vendas y curitas. Muchas curitas. Y whisky, mucho whisky.

El hombre murciélago procedió a quitarse la armadura. Tenía cortes por todas partes. Una camiseta no muy blanca dejó ver unos músculos que ya no parecían tan imponentes. Tampoco sus calzoncillos negros con un batisímbolo imponían mucho respeto.

—¿Estaba persiguiendo a alguien? —pregunté.

—A decir verdad, no —dijo Batman, que de Batman solo conservaba la capucha y las botas—. Estas batisogas no son tan precisas ni fuertes como me gustaría. A veces le erro a algún edificio y termino cayendo sobre una casa. No sé qué arquitecto diseñó estas casas bajas. Esto es un caos edilicio.

—Bueno, lo que sea, pero ahora no tengo techo.

—Te compraré otra casa; necesito sentarme un rato. Combatir el crimen es agotador.

—No lo dudo, dadas las circunstancias. —Fue una protesta débil, sin mucha convicción, frente a un implacable señor de la noche en calzoncillos y uniforme de látex onda sado—. ¿Perseguía al Joker?

—Siempre lo persigo, pero hoy no. Ya le dije que se cortó la batisoga

—Lo suponía. La semana pasada, el otro día como quien dice, volvieron a sacar la última peli de la franquicia por la tele. 

—¿Qué franquicia? 

—La de Batman… 

—¡Yo soy Batman, no una puta franquicia! —El aliento del que en apariencia debería ser Bruce Wayne apestaba la atmosfera. Había un clima de violencia soterrada en el aire y homo erotismo subyacente para el que no era momento de manifestarse—. ¡Cómo se atreve a dudar de mi identidad!

—Estooo… es fácil, porque está ante… ¡Super Psiquiatra! 

—¡No, me niego a no asumir mi pasión declarada hacia los personajes de la DC cómics! —El Bruce Wayne de pacotilla intentó meterme una patada en los huevos y se la pesqué al vuelo, haciéndole una llave de judo que derretiría al mismísimo Bruce Lee. 

—¡Confiese su demencia, expulse su mierda interior! —grité. Batman agarró una batidaga y me la tiró de mala manera. La pesqué al vuelo, pero al hacerlo tropecé estampándome de espaldas contra la alfombra persa de tercera mano. Bruce Wayne intentó la huida, pero resbaló por los escombros producidos en su aparatosa caída. Ninguno de los dos estaba ya para muchos trotes.

—¿Se hizo daño? —preguntó el Caballero Oscuro, ya que a fin de cuentas, y antes que nada, es un paladín de la causas justas.

—No creo haberme hecho menos del que usted se ha hecho —respondí. 

—Vaya, eso es verdad, no siento la espalda y me crujen las costillas… ¿Por casualidad no será usted médico?

—¿Qué haces padre? —preguntó Jaime, ingresando a lo que antes era el living.

—No pasa nada, Jaimito… fue solo un pequeño accidente. —Los eufemismos nunca se me han dado bien.

—Mmm, ¿llamas un pequeño accidente al hecho de que una parte del techo ya no existe y que tú estás en el suelo junto a un señor en calzoncillos vestido como Robert Pattinson?

Estos niños de hoy, tan observadores y tan irónicos, pensé.

—De hecho, estoy vestido como el mejor Batman de todos —aclaró el Caballero Oscuro.

—¿Cristian Bale? —preguntó Jaimito

—Querrás decir Michael Keaton. —Le reproché a mi hijo.

—Nooo, el mejor de todos… el gran Adam West —aclaró el protector de Gotham mientras trataba de ponerse de pie de la forma más digna posible, pero fracasó miserablemente. Mi hijo y yo compartimos una mirada por aquel pobre hombre y sus gustos en lo que a Batman se refiere.

—Deberíamos llamar una ambulancia. —Jaimito había sido el único capaz de decir algo sensato en todo ese tiempo.

—Batman no puede someterse a ningún tipo de autoridad —dijo Batman con una extraña voz gutural, mientras desaparecía en medio de una extraña nube de humo, después escuchamos un vidrio romperse y un bulto pesado aplastar un auto en la acera.




 

GALAXIAS

Daniel Alcoba

Javier López & Melisa Cancio

 

Desde chico fue catalogado como raro... principalmente cuando a los tres años empezó a relatar sus sueños de viajes astrales. Para cuando cumplió ocho, no admitía en su plato ni menos de tres ni más de siete elementos, se tratara de milanesas o granos de choclos. En la época en que se alborotaron sus hormonas, pertrechado con un block, una birome y un teodolito, postuló la actual teoría del eje estelar Candonga-Okavango. Nadie imaginaba que, diez años después, Giancarlo Gallosi iba a presentar como tesis doctoral en cosmología los resultados de observaciones realizadas en un viaje astral de seiscientos millones de años luz, hasta la constelación de la Serpiente, pero también de lecturas sistemáticas realizadas en estado de vigilia con el radiotelescopio de Malargüe, Mendoza, que apoyaban su singular visión del Objeto de Hoag: esfera azul de estrellas juveniles rodeando un núcleo estelar de oro ¡Auténtica joya xeneize!

En este punto, el presidente del tribunal se negó a seguir oyendo.

—¡Usted no es un científico! —gritó con enojo—. ¡Es la mezcla de un gurú oriental y de un hincha de Boca!

—¡Se equivoca! —se atrevió a refutar el postulante—. Mi tesis es fruto del esfuerzo y la observación, utilizando el método científico.

Giancarlo no obtuvo ese año su doctorado, pero preparó concienzudamente la siguiente convocatoria. Su nueva tesis la basó esta vez en las similitudes del escudo del Real Madrid con la galaxia del Molinillo Austral, una espiral barrada.




 

INMUNE

María Elena Rodríguez

Joyce Barker & Sergio Gaut vel Hartman

 

Ya estaba borracho, como todos los días a las nueve de la mañana, lo que no impidió que apoyara el pico de la botella sobre mis labios. Bebí un largo trago y con el rabillo del ojo espié a los pacientes que me observaban del otro lado de la reja. En el frente de la clínica había carteles con la lista de las enfermedades que se trataban allí, pero yo no tenía el honor de haber sido afectado por ninguna de ellas, ni lo sería. Por lo visto era inmune. Solo faltaba determinar si lo era gracias a mi condición de alcohólico o si había adquirido el vicio para no ser usado en los experimentos que el doctor Leman realizaba en su laboratorio. Agité la botella para hacerlos desear y empecé a correr antes de que los enfermeros salieran a cazarme. Llegué a la plaza de siempre y me senté a terminar mi botella. Miré de nuevo la vieja carta del doctor Leman –que llevo siempre conmigo– citándome a su laboratorio para una entrevista médica. Por supuesto que no me presenté ni le respondí: había escuchado que ese tipo tenía extraños métodos de investigación que eran cuestionados por el Consejo Médico.

Era raro ver alcohólicos enfermos de otra cosa que no sean las dolencias propias de un borracho, pero me costaba creer que mi inmunidad a estas otras enfermedades solo se debiera a eso. Pensé, incluso, que podría ser a causa de mi fuerza de voluntad, así de simple. Claro que nunca la he tenido para dejar el vino, eso ni siquiera me interesa. El famoso doctor Leman, dentro de sus variados experimentos, había hecho uno acerca de la "Inmunidad de generación espontánea" o IGE, una supuesta condición que ya se había investigado, pero sin resultados aceptables. Se estudiaron a personas que nunca se habían contagiado y que declaraban ser inmunes por su propia voluntad y los sometió a contagios directos, de los cuales casi el cien por ciento resultó negativo; sin embargo, continuó su experimento sometiéndolos a torturas físicas para que, activando su IGE, pudieran eliminar el dolor y eventualmente regenerarse. El resultado fue siniestro: la mayoría murió durante el experimento y el resto, a los pocos días. Sabiendo esto, me puse a tomar más de la cuenta; al fin y al cabo, un borracho nunca sería objeto de estudio, al menos no para fines médicos serios. Esa vez que me envió la carta, llevaba sobrio varios años, pero me asusté tanto, que me tomé una garrafa entera, y no paré más: no podía creer que supiera de mí. Me aterraba la idea de ser torturado, aunque me pagaran muy bien.

 

Me dolía mucho la cabeza cuando desperté, el cuerpo me pesaba; escuché un sonido que al principio no pude identificar. Recién unos minutos más tarde comprendí que era el intenso oleaje que golpeaba los acantilados. La mañana... porque era de mañana… ¿o no? ¡O tal vez de tarde? La luz tenue y mis ideas mezcladas no me permitían discernir.

Sí, seguro que era de mañana porque un joven con amable sonrisa se acercó y me ofreció un desayuno con jugos, tostadas, mantequilla, mermeladas y café.

Me alisé la falda y me incorporé para recibirlo. El sillón donde estaba reclinada era de un elegante color gris, estaba al lado de un amplio ventanal por donde me llegaba el olor a mar mezclado con aroma de jazmines.

Con los primeros sorbos de café aparecieron algunas vagas imágenes: un hombre casi siempre ebrio, una enfermedad muy contagiosa, mucha gente encerrada, un doctor que experimentaba con las personas sanas.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó Ariel, porque ese era el nombre de quien me había traído el desayuno.

—Bien —respondí, demasiado aturdida todavía para querer saber algo más.

—¿Recuerdas algo? —inquirió él.

Sí, recordaba. Ese alcohólico era yo misma; sentí el gusto a vino en mi boca… (yo, que nunca bebí nada), corría, corría acelerado por el miedo, alguien quería torturarme.

—Sí, recuerdo —dije.

—¿Qué recuerdas? —me volvió al presente la voz de Ariel—. Ponte cómoda, cierra los ojos, respira hondo, relaja tus músculos, déjate llevar por mi voz... voy a contar desde diez hasta uno y tú irás retrocediendo en el tiempo.

Diez, nueve…estamos en 2050, 2049…

Ocho, siete, sigue retrocediendo, más, más atrás.

Seis, cinco…cuatro, tres…2029…2025…

Dos, uno…2020…

Ya estaba borracho, como todos los días a las nueve de la mañana, pero eso no impidió que apoyara el pico sobre mis labios. No obstante, no era igual a las otras veces. Alejé la botella y contemplé la escena a través del vidrio. ¡Había estado antes en ese lugar! ¿Déjà vu? ¡No! Era diferente. Me toqué la sien derecha con la mano izquierda –en la otra tenía la botella– y advertí que sobresalía una pequeña protuberancia. ¿Qué significaba aquello? El descubrimiento distrajo mi atención y por un momento la realidad osciló ante mis ojos. ¿Estaba efectivamente en ese lugar? De pronto, sin posibilidades de desasirme, me vi atrapado por dos enormes enfermeros que me condujeron hacia el hospital, del otro lado de la reja. En el camino, recibí el abucheo de los enfermos, que por lo visto se estaban vengando de mis propias burlas anteriores. Entonces recordé el motivo: ¡el doctor Leman! ¡Ese carnicero me sometería a las más crueles torturas!

—No, Alicia —dijo una voz suave y melodiosa—. No te voy a torturar. Jamás dañaría a la solución del problema.


Los autores: Ada Inés Lerner, Alejandro Bentivoglio, Ana Cristina Rodrigues, Carmen Rosa Signes Urrea, Carmina Shapiro, Claudia Isabel Lonfat, Daniel Alcoba, Dora Gómez Q, Eduardo Mancilla, Estefanía Alcaraz, Fernando A. Puga, Frederico S. M. de Carvalho, Hernán Bortondello, Javier López, João Ventura, Jorge Zarco, Joyce Barker, Luciano Doti, Luciano Lara, Luisa Madariaga Young, María Elena Rodríguez, Melisa Cancio, Patricio G. Bazán, Rafael Martínez Liriano, Sebastián Fontanarrosa, Víctor Lowenstein, Sergio Gaut vel Hartman.