lunes, 8 de abril de 2024

LA POSADA DEL VIAJERO


Gastón Caglia


 

La vida del viajante de comercio, al contrario de lo que la gente cree, es bastante tediosa y, en algunos sentidos, más pesada que la de un empleado de comercio común y corriente. No niego que tiene sus ventajas. Estar muchos días fuera de mi casa, ausentarme sin paradero, rodar por rutas polvorientas en busca de aventuras puede parecer más que suficiente para justificar la labor. Sin embargo, todo ello se acaba con rapidez cuando los dolores de cintura y riñones de tanto conducir, la mala calidad de los hoteles que se visitan para ahorrar costos y el no estar asentado en ningún lado, comienzan a pasar facturas.

Cierta noche de invierno, mientras me encontraba en mi acostumbrado viaje por los pueblos levantando pedidos, mi coche, un formidable Torino 380W, comenzó a toser y en cuestión de segundos el motor se detuvo. Pensé que era una basura en el carburador, así que descendí del coche y me concentré en revisar el motor. A los pocos minutos ya estaba convencido de que mis precarios conocimientos de mecánica ligera no solventarían el desperfecto.

A pesar de ello, la suerte parecía estar de mi lado, ya que cuando el motor se detuvo, con la inercia que traía, pude estacionarlo en un descanso de esos que hay en las rutas cada tanto. Si quedaba sobre la banquina corría riesgo de ser arrollado por algún camionero desaprensivo o con sueño.

De inmediato, una densa neblina comenzó a extenderse por el campo y la ruta, envolviendo el aire en un espectral espectáculo. Un minuto antes podía contemplar el cielo en todo su esplendor y momentos después apenas alcanzaba a ver mis manos.

Cuando terminé de corroborar que el auto no iba a volver a arrancar comencé a observar lo poco del entorno que me permitía la niebla mientras me secaba el sudor de la frente con el pañuelo; estaba un poco desorientado en la noche cerrada. Pese a ello, justo frente a mí, observé que se encontraba una edificación, la “Posada del Viajero”, si correspondía hacer caso al prolijo cartel pintado a pincel en el frente. Un tenue foco en el centro y arriba del mismo rompía el poder de la densa niebla que había borrado hasta el horizonte.

Nunca en mi vida, y eso que llevo años haciendo esta ruta del interior de Santa Fe, reparé en esa posada, aunque eso seguramente se debía a que la mayoría de las veces recorría este trecho de ruta en horarios nocturnos y la de ese día, como dije, era una noche cerrada como pocas, sin estrellas o luna que iluminaran el lugar, solo veía las letras blancas del cartel.

Una inquietud visceral se apoderó de mí. La noche quería hacerme suya y, por cuestiones que no puedo explicar, mi corazón comenzó a latir con inusitada rapidez. El vello de mis brazos se erizó y la piel de gallina le hizo coro.

Regresé con premura al interior del coche a buscar el mapa del Automóvil Club Argentino, pero no lo encontré. Mientras revisaba la gaveta y los documentos desparramados en el asiento a mi derecha pude observar un par de luces encendidas en el interior de la posada, señal que estaba funcionando o que por lo menos alguien moraba en el lugar. Como la idea de pasar la noche en el auto no me entusiasmaba demasiado, descendí luego de guardar en mi pequeño maletín los papeles del mismo y algunos documentos, remitos y esas cosas, me dirigí al establecimiento.

La puerta estaba cerrada así que golpeé un par de veces con los puños, ya que no había timbre. El estado de nerviosismo me impidió advertir la vieja aldaba de bronce frente a mí. Un león dorado sostenía entre sus dientes una pesada argolla que así y golpeé contra la puerta. Al no responder nadie a mis golpes pude comprobar que la puerta estaba sin llave, por lo que en un acto de arrojo tomé el picaporte e ingresé con parsimonia para no alertar a sus ocupantes.

—Buenas noches —dije para anunciarme y no asustar a quien se encontrara en la estancia. Al cabo de un largo minuto un anciano encorvado por el paso de los años, arrastrando los pies con evidente muestras de dolor, se presentó en el lugar.

—Sepa disculpar, mi estimado visitante —dijo en un tono quedo, quizás con tanta neblina en su mente como afuera—. No suelo recibir visitas a estas horas de la noche y me encontraba preparando la cama para ir a dormir.

—Necesito, si está dentro de sus posibilidades, una cama para pasar la noche —formulé sin aguardar a que el viejo completara su perorata.

El anciano alzó la vista y me miró, inquisitivo.

—Por supuesto que tengo una pieza; hace tiempo que las tengo sin alquilar, así que sí, tengo una habitación para usted. —Se expresó con un dejo de orgullo y siguió—: Si me da un minuto le diré a mi esposa que prepare la pieza, hay que ventilar el cuarto y cambiar sábanas. Usted comprenderá.

—Faltaba más señor, aguardo aquí, si no es molestia…

—No será molestia si me acompaña una copa de jerez para calentar el cuerpo mientras mi esposa prepara el cuarto. De hecho, me llamo Clemente López Martínez, ¿y usted? —dijo mientras juntaba las temblorosas y huesudas manos.

—Jaime Aguirre. Viajante de comercio —murmuré lacónico.

—¡Acompáñeme! —Sacó una añeja botella de un cajón oculto y sirvió el espeso líquido en dos pequeños vasos—, a su salud propuso, al tiempo que apuraba de un trago el contenido del vaso. Como no soy de beber, tomé el brebaje de a pequeños sorbos, pero la calidez reinante y la sensación de haber encontrado cobijo relajaron mis nervios, que se habían vuelto a exaltar segundos antes al prestar atención a las sucias y cadavéricas manos del anciano. Largas uñas negras, presumiblemente con tierra y profundos arañazos o marcas surcaban además el dorso de las mismas. Todo eso creí percibir a la tenue luz que solo alcanzaba a iluminar los vasos y poco más, así que perdí de vista las vacilantes manos al instante.

—Suele pasar muy poca gente por estos caminos —dijo el anciano.

—Cuanto menos transito esta ruta una vez al mes —respondí dando un respingo—, y esta es la primera vez que veo esta posada.

El posadero hizo silencio, como si meditara algo en la telaraña de su nublada y marchita mente.

—Recuerdo una historia que me contó el último visitante que tuve por acá —dijo luego de unos segundos—, o quizá fue otro anterior, ya no lo recuerdo, pero qué más da, voy a contársela. —El hecho de que hubiera encontrado el hilo de su historia en su mente le provocó un cambio en el rictus, pareció cobrar vida, su espalda se enderezó y sus ojos cobraron un brillo inusitado. Tal vez el calor del alcohol lo revivió y le ganó un par de metros a la Muerte que acecharía muy cerca. Sin otra cosa que hacer, me senté en un viejo sillón mientras el viejo hacía lo propio en otro—. Verá —dijo el anciano iniciando su relato—, hace un tiempo un visitante me contó esta historia por demás extraña. Sepa usted que no voy a agregar nada a lo que originalmente narró; le ruego no sospeche de mí. Esto, entiendo, ocurrió hace muchos años, y es algo a lo que en el siglo pasado se temía mucho; habrá oído hablar de esas historias de ultratumba. Esta es una de ellas, dijo mientras reía y se ahogaba entre toses y carraspeos. Hizo una pausa para tomar aire y siguió con su historia sin que aguardara a observar si estaba atento a lo que decía—. Este hombre me contó que a un conocido lo habían enterrado vivo. Resulta que era afecto a las mujeres, prostitutas, bah, y eso su esposa no se lo perdonó. Bueno, comprenderá que las mujeres hacen la vista gorda por un tiempo hasta que la cosa se pone muy escandalosa o se contagia de alguna de esas enfermedades, usted me entiende —murmuró el viejo con no disimulada vergüenza del tema al que hacía referencia. Tomó nuevamente aire y prosiguió—. Lo cierto es que la esposa de ese sujeto, arpía como pocas pero muy inteligente, le dio por donde más le podía doler, por la bebida. En una de las tantas calavereadas de este hombre, la despechada aprovechó para hacerse de un poderoso veneno y se lo volcó entero, supongo que todo el frasco, no lo sé, no es mi historia. Lo cierto es que se lo echó completo en la botella de whisky. El hombre cada vez que regresaba de una juerga bebía sin saberlo el néctar de la muerte. Así, día a día. Sin embargo, este hombre no murió en ese momento. Un día fue dado por muerto cuando en verdad estaba narcotizado, en estado de catalepsia, o algo por el estilo. Es así que cuando años después, por estas cosas administrativas de los cementerios hubo que remodelar o hacer espacio para nuevos nichos, desenterraron el féretro de este hombre, junto a otros, se entiende. Al abrir el cajón lo que encontraron fue la tapa toda arañada, inclusive había tierra dentro del féretro. El finado había roto el cajón con sus manos pero en la desesperación finalmente pereció. Horrible final. Bueno su cuarto está listo. ¿Desea otra copita?

—Gracias —bebí de un tirón la medida de jerez, me incorporé del sillón y caminé hacia donde me indicó. Cabe aclarar que esas historias de ultratumba ya no me hacen mella.

Seguí escaleras arriba siguiendo los tambaleantes pasos del anciano. El cuarto era una de esas piezas antiguas con una cama pequeña, una mesita de luz desvencijada y un ropero de madera maciza con una ornamentación arabesca un tanto extraña, pero que sin dudas había conocido mejores épocas. Reinaba una atmósfera sofocante, como si la neblina hubiera invadido la posada, cosa que es obvio no había ocurrido. Recién en ese momento, cuando la puerta se cerró detrás de mí fue cuando me percaté de lo afectado que me hallaba por la horrible muerte hallada por el personaje del cuento, aunque sin dudas todo era producto de la imaginación del posadero.

Apoyé mi ropa sobre una silla y me acosté tapado hasta la cabeza; el frío reinante no opacaba, sin embargo, el rico aroma de las sábanas y frazadas limpias, lo que contrastaba con el olor a encierro y humedad de la estrecha habitación. Al cabo de unos minutos debo haberme dormitado pues en algún momento de la noche desperté con una sensación de ahogo, sin fuerzas para respirar y como si un peso invencible se apoyara en mi pecho. Como pude salí de la cama y me dirigí hacia la ventana. La noche cerrada solo brindaba esa maldita neblina que reinaba en lontananza. Eso no sirvió más que para ampliar o magnificar mi ataque de ansiedad. El cuarto parecía latir, como si al contraerse las paredes y luego al ensancharse y encogerse nuevamente tuviera vida propia. Un poder asfixiante se apoderó de mí y fue tan fuerte que me paralizó. Intenté gritar, pero no lo logré. Luego caí rendido en la cama. O eso creí.

Por la mañana, cuando el sol ya iluminaba el cielo descubrí que me encontraba en mi coche. Intenté desperezarme pero era tal el dolor en mis articulaciones y en todos los músculos que solo pude acomodarme en el asiento. Al lograr hacer crujir mi columna pude tomar una mejor conciencia de que me encontraba en el mullido asiento de mi Torino. Eso me provocó algunas dudas. Mi mente todavía adormecida me estaba jugando una mala pasada.

Al contemplar por la ventanilla la ruta y el campo, sobre el descanso, pude apreciar una vieja casa en estado de abandono. De su frente colgada de una de sus esquinas y a punto de caer, un oxidado cartel que, no sé si por los rayos del sol o por el deterioro sufrido no era posible leer. Mi mente se negó a creer que pasé la noche en esa casa derruida. De inmediato probé darle arranque al coche y este respondió al instante. Puse primera y me alejé del lugar ingresando a la ruta sin mirar atrás.


Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.


domingo, 7 de abril de 2024

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (59)

 

JULIA

Claudia Isabel Lonfat

 

Julia Parisi vivía con sus padres en una coqueta casita en un barrio de clase media del noreste de la provincia de Buenos Aires. Algunos llamaban al lugar “La pequeña Italia”, ya que el italiano era el segundo idioma, y se podía escuchar en una variedad de dialectos; al punto que ni siquiera se entendían entre ellos.

Julia llevaba una vida cuidada y tranquila como cualquier otra chica de su edad, al menos en apariencia. Cursaba su último año del comercial, y estaba a meses de recibirse de perito mercantil. No pudo viajar a Bariloche con sus compañeras para festejar el egreso debido a esa extraña fiebre que se había apoderado de sus tardes y no la abandonaba hasta la mañana siguiente. El médico de la familia dijo que era por el crecimiento, algo pasajero, y como Julia se había estirado hasta pasar el metro setenta, les pareció lógico.

La fiebre volvía cada tanto, y la dejaba sin fuerzas; entonces le medicaban vitaminas, reposo, analgésicos, antibióticos, como si fueran golosinas; pastillas de diversos colores y sabores fueron poblando su mesita de luz. Era primavera cuando un vómito de sangre espesa y oscura interrumpió la pálida calma de la siesta familiar, aunque el invierno parecía no querer irse y el gris de una neblina pegajosa cubría hasta las almas.

Conrado, el padre de Julia, escuchó el grito ahogado de su hija, interrumpido en la garganta por la urgencia de otro vómito sanguinolento. La vio desplomarse con su camisón rosado, salpicado de manchas rojas y coágulos oscuros. El miedo lo dejó estaqueado dentro de los límites de la baldosa donde lo detuvo el espanto, como si estuviera jugando con Julia a la rayuela o a la mancha inmóvil. La madre y el hermano, corrían nerviosos de un lado para otro, buscando cosas que se hacían liquidas en la memoria. Lloraban o se agarraban de los pelos, pero no se animaban a mirar lo que había salido del cuerpo de Julia.

Conrado reaccionó y la tomó en sus brazos. Salió de la casa en pantuflas, vestido con un viejo piyama de franela celeste a rayas. Apenas podía ver por dónde andaba. Se dio cuenta de lo frágil y liviano que era el cuerpo de Julia, cuando tuvo la sensación de cargar solo su camisón rosado, y hasta se escuchó a si mismo decir, sin detenerse en reflexiones, como si fuera un fantasma, ¿dónde está tu cuerpo, hija?

Encendió el auto y se marchó, dejando tras de sí al resto de su familia, que la neblina se encargó de borrar. Condujo directo al hospital. Allí, Julia fue rápidamente atendida, estabilizada con suero y oxígeno. Las placas mostraron la tuberculosis pulmonar, con el lado izquierdo afectado. No hacía falta ser médico para notar cierta ausencia, justo donde señalaba el médico. Ahora correspondía completar con un esputo y análisis de sangre.

Julia debía quedar internada, hasta que los bichos que le devoraban el pulmón sucumbieran a la medicación.

 Conrado consiguió que le dieran una habitación cuya cama daba a unos ventanales hermosos y muy iluminados. Una enfermera le contó que antiguamente ese sector era para los ricos, que tenía hasta música funcional, más otros lujos, como una capilla propia con su cura, que daba misa semanal y luego pasaba por cada habitación para dejar sus bendiciones y escuchar a los enfermos. Bastaba con seguir por el pasillo y doblar a la izquierda para encontrarse con imágenes de algunas vírgenes y santos, varias hileras de asientos y un hermoso altar adornado con flores de tela.

Los días eran interminables. Al principio, madre, padre y hermano, rodeaban su cama. Hablaban pavadas y chismes sin parar, o inventaban cosas graciosas para sacar esa tristeza tatuada en los ojos de Julia. Pero la tristeza de la joven era infinita, traspasaba la piel, los músculos, las arterias. Viajaba por su sangre donde todo estaba corrompido y olía a muerte.

Con el correr de los meses, las visitas diarias se fueron espaciando, hasta que empezaron a ser semanales. Julia fue cambiando imperceptiblemente, perdiendo sus características hasta quedar irreconocible. Los tratamientos no funcionaban. Su piel era cada vez más transparente y etérea. Ella miraba todo a su alrededor, no estaba desconectada de su entorno, veía la muerte rondar, sabía que estaba en la última estación de su recorrido; ahí donde los condenados ya no pueden volver, y en su cabeza tenía la forma de una pequeña isla con paredes altas; tan altas que no se podía ver nada más.

Un día, la parca se llevaba a alguien que alguna vez había sido fuerte, pero que de a poco se había ido deshilachando como un trapo viejo, hasta deshacerse entre las manos, y concluir en ínfimas hebras volátiles. Otro día, le tocaba a un niño; un ser que no conoció otro color que el gris ni otra condición que el dolor y la ausencia de aire. Entonces el miedo le subía por los pies para estallarle en el pecho. Tanto, que la electricidad le sacudía hasta las entrañas. Una fuerza desconocida la invadía, y los olores intensos del día la hacían danzar y reír. El miedo se esfumaba.




Julia, con esa energía nueva, era capaz de todo. Bajó corriendo las escaleras directo al parque trasero del edificio. Siguió corriendo entre los árboles. Se detuvo y abrazó uno, lo olió. Luego rozó lo áspero de su corteza, con la misma suavidad con que acariciaría la mejilla de un niño. Y fue de un árbol a otro, como si tuviera nariz de perfumista. Después rodó por el pastó, y vio que muchas personas surgidas de quién sabe dónde, que la miraban sonrientes; ella les devolvió la sonrisa. Parecían de otras épocas, de otras vidas.

Corrió o levitó por todos los pasillos del hospital. Vio dolor, pero también esperanza. Percibió el miedo mediante el olfato, como los perros. Se le agudizaron todos los sentidos y se dejó ir, como un pájaro más.


Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3Cuentos de terrorPrimera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves.

viernes, 5 de abril de 2024

HECHIZO DE TRES LUNAS

Oscar De Los Ríos



 

Recién recibido en la academia de policía, Hank el pulpo humanoide, caminaba de noche por la ciudad realizando la tercera ronda consecutiva. Su función era la utópica y para nada reconfortante tarea de mantener en orden las calles. La noche era clara y las tres lunas del planeta tierra brillaban en el firmamento, coronado de estrellas. Perdido en absurdas teorías sobre cómo se habría partido la luna en tres pedazos, casi chocó de frente con un ser de dos metros treinta de altura (el apenas alcanza el metro cincuenta), que se bamboleaba por la vereda gritando.

―¡Cerebros… cerebros! ―con voz de ultratumba, mientras el aire se impregnaba de un exquisito hedor a podredumbre.

Hank quedó paralizado. Sus tentáculos parecían atornillados al plástico que recubría la calle. Al fin logró moverse apenas lo suficiente para sacar el arma de rayos adormecedores, cuando una voz ordenó.

―¡Corten! ¡Corten! ―mientras una multitud corría gritando espantada—. ¿Se da cuenta de lo que ha hecho? ―El director se dirigió a Hank saliendo de un sector en penumbras, al tiempo que la multitud se dispersaba, tan rápido como habían llegado.

Más tranquilo, ahora tenía a un ser humano y no un zombie espeluznante en frente, Hank le dijo:

―Debería arrestarlos, a usted y al engendro ese, por perturbar la noche de la ciudad. ¿Qué creen que están haciendo?

―Un momentito: ¿a quién llama engendro? ¿Acaso no me reconoce? ―El zombie mostró su cara más feroz congelando los tres corazones de Hank.

―Tranquilo, Leonard ―dijo el director—, es apenas un pulpo humanoide que sacaron a pasear para que la película se retrase. ¿Quién le pagó?

En ese momento, a Hank le cayó la ficha; el zombi era Leonard Chtzrog, llegado del espacio exterior para hacer la remake en holograma quintusensorial de algunas películas de terror del siglo anterior. En estos hologramas la gente interactúa dentro la película, por eso contrataron un zombi real.

―Los que filman El Hombre Lobo ―le contestó Hank con sarcasmo―. Debo retrasarlos hasta que salga la luna llena.

Leonard levantó su único ojo sin pestañas hacia las tres lunas que brillaban en el cielo, y rio mostrando una larga hilera de dientes afilados. Luego dijo:

―Es gracioso el pulpi. Deberíamos contratarlo como guionista.

―Bien, menos charla y muéstrenme los permisos ―les ordenó Hank recobrando el aplomo. Y al tiempo que los apuntaba con la pistola de rayos, palpó de armas al director con sus tentáculos terminados en pequeñas manos humanas. Cuando fue el turno del zombie se sintió atraído y, extendiendo el brazo hectocotilo, revisó sus zonas íntimas. Sus tres corazones latieron desbocados, y chasqueó los labios entrecerrando los ojos.

 ―¡Ah, pulpito vicioso! Sorprendido o excitado ―le dijo el grandote tirándole un beso con sus manos de seis dedos sin uñas.

―Ambas ―le contestó Hank recobrando el ánimo―. No sabía que sos travesti.

Por primera vez se atrevió a tutearlo.

―Está equivocado, mi pervertido amigo. ¡Hermafrodita! ―Trató de ser sensual al decirlo y sonrió de una forma que hizo titilar las luces de la calle.

―Bueno, basta de cháchara, que tenemos una película que hologramar ―dijo el director malhumorado―. Ya vio los permisos, ahora retírese.

Nadie podría decir si fue un flechazo o más bien que flashearon, lo único cierto es que, desde que se encontraron durante el rodaje de Zombie, la amenaza del espacio exterior, hubo una atracción fatal entre ellos.

La separación, a partir de esa misma noche en que se encontraron, fue inevitable: pertenecían a mundos deferentes. Leonard siguió con la filmación y Hank continuó con la tediosa rutina de rondas.

Pasaron dos años antes de que se estrenara la película de Leonard. A estas alturas Hank se había transformado en su fan número uno mientras lloraba en los rincones un amor imposible.

Por esa misma época lo trasladaron al escuadrón antibombas, debido a que era el único que podía manejar la antigua consola de desarme manual, de tres teclados con pantalla ultra 10K transparente, que permite ser colocada delante de un explosivo y escanearlo, buscando la forma de lograr la desconexión en menos de un minuto.

 Este acontecimiento levantó un poco el ánimo del pulpo humanoide. Cuando no tenían una bomba para desarmar, la consola le permitía conectarse a la súper red y vivir una experiencia holográfica trisensorial. La pantalla no daba para una experiencia quintusensorial (que permitía tener las mismas sensaciones que en un contacto físico), su procesador, anticuado y lento, dejaba las figuras estáticas si se lo exigía demasiado. Aun así, interactuar con Leonard de esta forma le servía para paliar la soledad.

 Muy pocas cosas alteraban la rutinaria vida de Hank, cuando se produjo el atentado en la casa del gobernador. Al pobre tipo lo habían atado a su sillón favorito con una bomba bajo el culo capaz de volar la habitación entera. Pedían un rescate de cien millones. Como era de esperar ,Hank fue llamado a la oficina del director… que estaba reunido con el presidente en persona, o mejor dicho en imagen. Entró sin llamar y, antes de que se desconectara, escuchó decir al presidente.

―El culo de ese gordo no vale ni un millón, además no podemos ceder, mande al pulpo a proceder con el desarme del artefacto.

―Tenemos entendido, señor presidente, que el detonador se dispara en menos de treinta segundos, y necesitamos al menos de un minuto―una gruesa gota de sudor perlo la frente del director al decir esto.

―No se preocupe, si falla invertiremos los cien millones en dotar a la consola de desarme con una neurona humana, y esto la hará cien veces más rápida. Al menos, eso me ha comunicado mi equipo de científicos.

Una vez que el presidente se desconectó, el director, muy serio, le preguntó a Hank.

―¿Qué te parece lo que escuchaste, pulpito.

―Que no es el culo del presidente el que está en el sillón.

Media hora más tarde se cruzaron en el comedor y, sin poder evitarlo, siguieron riendo.

La felicidad tiene caminos inesperados y otros pagan el precio. Para que Hank pudiera interactuar con el holograma quintusensorial de Leonard, el gordo debía volar por los aires.

 Y así sucedió. Luego de solemnes funerales por el gobernador, se procedió a la intervención quirúrgica. Lo que no pudieron prever fue la mutación que se operó en la consola, que al interactuar con la neurona femenina hizo eclosión. Eva nació al mundo. Hank estaba en ese momento crucial junto a ella acariciando suave y cariñoso el teclado. Eva se enamoró perdidamente de él. Una descarga eléctrica la recorrió, provocando en Hank un triple paro cardiaco. Por suerte una segunda descarga lo revivió. Fue así que comenzaron un romance casi perfecto; casi, porque Hank no podía olvidar a Leonard.

Ella lo bautizó Adán y ese mismo día se amaron en un holograma que representaba el Paraíso. La relación entre ambos era idílica. Eva decía tener recuerdos de la época en que era un simple mueble con una vida por nacer, y le describía la emoción que la embargaba al sentir sus ocho manos sobre el teclado. Adán le seguía el apunte contándole que la imaginaba como una mujer hermosa y sensual. A Eva le encanta que se refiera así a ella (aunque distara mucho de tener apariencia humana). Por otro lado, gracias a los hologramas quintusensoriales, hacían el amor de todas las formas posibles; hoy se metían en la piel de una pareja del siglo XV y, al otro día, hacían un casting porno. A esto hay que sumarle el éxito profesional: tenían el record absoluto de desarmes de artefactos explosivos del mundo.

Todo era color de rosa, y Hank (el pulpo humanoide se debatía entre dos personalidades: por un lado era Hank triste enamorado de Leonard y, por otro, era Adán feliz y cómodo con Eva), tenía un único sueño por cumplir. Si lograba plasmarlo ya nada se interpondría en la felicidad de Adán y Eva; la sombra de Leonard desaparecería para siempre. Una noche, mientras casualmente (Hank esperó a que Eva eligiera esa película, tenía terror de que sospechara algo. Ella era peligrosamente celosa), miraban Zombie, la amenaza del espacio exterior, Adán le propuso a Eva que entraran en el holograma y ella encarnara al zombie. Al principio Eva se resistió, le pareció asqueroso y repulsivo, pero Hank logró convencerla. Dentro del holograma, Eva (convertida en Leonard), lo amenazaba con comerle la cabeza y Hank excitado bufaba y pataleaba balanceando su miembro en busca del sexo de Leonard, cuando al intentar penetrarlo, se le puso blando como un flan. Lo intentaron varías veces más y siempre ocurría lo mismo. Por más quintusensorial que fuera el holograma, Hank no lograba sentir la misma atracción que experimentó aquella noche por Leonard. El programa había sido cargado por un humano y ¡mierda si sabía cómo se sentía el sexo de un zombie!

Desde ese momento no pudieron volver a tener relaciones y Eva lo atribuía a que Adán había quedado traumado.

―¡Ay pobrecito! ¡Qué horror habrás sentido por culpa de ese monstruo! ―le decía Eva―. No te preocupes pronto volveremos a ser una pareja normal.

Salvo por la falta de encuentros sexuales la relación entre ellos siguió igual hasta que, un mes más tarde, Leonard apareció por la delegación con una carta de recomendación del nuevo gobernador. Había movido influencias para que le permitieran estar en el desarme de una bomba. La excusa era ganar experiencia para el rodaje de su nueva película Terrorismo zombie; pero la verdadera razón de su arribo era otra: venía buscando al pulpito. Desde que se produjo el encuentro Leonard tampoco había podido olvidar a Hank, y arrastraba su pena por los estudios de grabación.

 Leonard entro a la delegación y el revuelo que produjo fue igual a una amenaza de bomba nuclear en la ciudad. Hank fue de los primeros en verlo y su impulso fue arrojarse sobre él y poseerlo en medio de la estación. Por suerte Leonard estaba rodeado de todo el personal firmando autógrafos y sacándose fotos. Luego de una hora lo llevaron a ver al director. Pasado el primer momento de arrebato, Hank, con la cabeza más fría y los tentáculos sobre la tierra, pudo poner las ideas en orden y esperar el momento en que Leonard se retirara para abordarlo fuera de la estación; Eva no podía siquiera sospechar el amor que él sentía hacia el zombi, esa atracción fatal que le hacía perder la cabeza.

Después de averiguar que Hank formaba parte de ese escuadrón y, sin poder ubicarlo, Leonard se retiró. Hank salió tras él y lo abordó en un callejón sin cámaras, pues sabía que Eva lo controlaba a través de todos los dispositivos de la ciudad.

―Leonard ―gritó Hank.

El zombie se detuvo como paralizado por un rayo adormecedor y Hank se paró frente a él.

―¡Ah! Al fin te encuentro pulpito vicioso ―sacando una enorme lengua Leonard le dio un lengüetazo que hizo hervir la sangre de Hank, y asomar su brazo hectocotilo, mientras un exquisito olor a podredumbre, segregado por el zombie al entrar en celo, invadía el lugar.

Hank quiso penetrar a Leonard en ese mismo instante y este lo rechazo arrojándolo con fuerza contra un montículo de basura.

―Ahora no es el momento, mi pequeño calentón. Estoy con mi periodo y, siquiera una gota de mi sangre te rozara, el miembro se te caería en pedazos agusanados.

―¿A qué viniste, entonces? —preguntó Hank, colérico.

―Tranquilo, amor ―dijo el grandote tratando en vano de sonar cariñoso―. He venido a buscarte para que nos escapemos juntos a la finca que tengo cerca del mar y entonces ahí dar rienda suelta a nuestra pasión.

Justo en ese momento sonó el móvil y Hank tomó la videollamada, quitando a Leonard del ojo de la cámara.

―Adán, amor, ¿adónde fuiste? Aquí todo es un caos. Estuvo ese horrible zombie de la película.

―Salí a tomar aire, no pude soportar verlo, querida. No podía respirar debido al asqueroso hedor que lo acompaña.

―Si querés volver ya se fue.

―Ahora voy ―y cortó besando la pantalla del móvil.

―¡¿Quién era esa?! ―preguntó Leonard poniéndose rojo de celos.

―Es mi pareja. ¿Y qué? Aparecés de la nada después de dos años y esperas que yo me rinda en tus brazos.

Un sonido inarticulado, como gárgaras de ácido, salió de la boca del zombie.

―Yo me ocuparé de ella.

―¡No. No harás nada ¡o nunca me volverás a ver!

―La quieres. Ya lo veo.

―Sí, pero a ti te amo y nos iremos juntos. Solo dame una semana.

―Está bien, es el tiempo que tengo para aprender a desarmar una bomba. Y tú me enseñarás. De paso conoceré a esa tal Eva, sé que trabajan juntos, lo leí en el portal de los Guinnes.

Al encontrarse de nuevo con Eva, Hank se mostró cariñoso y atento, debía mantenerla feliz hasta su partida. Era lo menos que podía hacer por ella.

 Lo que no sabía era que, a pesar de haberlo ocultado del lente, Eva poseía un gran angular que puso a Leonard en el centro del foco. No le dijo nada; primero averiguaría que había entre ellos. Para lograr su cometido entró en todos los portales de la superred donde se lo mencionara a Leonard y fue así que, en el Facebook de Julián Ortiz, el camarógrafo de Zombie, la amenaza del espacio exterior, encontró la filmación del primer encuentro entre Hank y Leonard. No le bastó con verlo, sino que entro en la escena y descubrió la inconmensurable pasión que consumía a Hank por Leonard. En ese mismo instante supo que lo había perdido para siempre. Solo le quedaba una cosa por hacer.

Pasaron un par de días de gran tranquilidad, en los cuales Adán hizo sentir a Eva dueña del Paraíso. En la mañana del tercero se presentó Leonard. Luego de una nueva ronda de autógrafos y selfies, se encontró con Hank y con Eva. Eva había hecho lo imposible para que este encuentro no se diera, pero a pesar de su amenaza de apagarse y no volver a trabajar en el desarme de una bomba, la llevaron igual al laboratorio de prácticas.

Un dispositivo sencillo de desarme manual estaba sobre una mesa, en el medio del salón; procedieron a desactivarlo. Como era de rigor, Hank colocó el artefacto explosivo detrás de la pantalla transparente de Eva y, luego de algunas manipulaciones que dejaron al descubierto el corazón de la bomba, Eva comentó como al descuido que debían dejar que el invitado cortara el cable de anulación del disparo remoto.

Leonard agradeció el gesto con una reverencia y cortó el cable rojo a indicación de Hank. La explosión hizo estremecer las paredes de la habitación, cubriéndolas con los restos de Hank y Leonard; mientras un líquido viscoso se escurría por un resto de la pantalla transparente de Eva.


Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). Los cuentos "El reloj" y "Todos los cuentos, un mismo final", han sido publicado en entregas anteriores del blog SINERGIA.


jueves, 4 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (DIEZ)




LA EXTRANJERA

Claudia Isabel Lonfat, Victor Lowenstein & Sergio Gaut vel Hartman

 

Enrique acababa de ordenar lo que comería cuando entró al restaurante una mujer, a todas luces extranjera, que le preguntó si podía sentarse a su mesa.

—Naturalmente —respondió él.

—Gracias. Tengo mucha hambre —dijo, hablando el idioma del lugar con suma dificultad. Apenas se sentó, Enrique supo que era una persona ordinaria e inculta, algo que los ojos brillantes en una cara de luna llena no lograban disimular.

—¿Ya sabe qué va a ordenar?

—¿Qué le importa? Yo solo le pedí ocupar un lugar libre. ¿Soy su amante, acaso?

El comentario grosero produjo en Enrique un fuerte impacto, y por un momento pensó en echarla, pero se serenó de inmediato. Tal vez fuera una persona interesante, aunque hubiera que tratarla con rudeza. Llamó a la mesera.

—Fetucini a la putanesca para la… señora —dijo con voz precisa, aunque haciendo muy pronunciada la pausa previa a “señora”—. Comerá lo mismo que yo.

—No recuerdo haberlo autorizado a elegirme el menú, señor… —replicó la mujer con el mismo talante anterior—. De todos modos, lo voy a aceptar —agregó con una leve sonrisa, y sin mostrar los dientes.

—Le agradezco la confianza —dijo él devolviéndole la sonrisa—. Estoy seguro que los fetucini le van a gustar. No se preocupe, es solo eso, una invitación sin más —agregó con cierta formalidad.

La mujer lo observó un rato largo, mientras el mozo agregaba una panera, un pote de parmesano rallado y servía el agua y el vino. Él también la miraba tratando de disimular, y vio su gesto de tapar la copa con la mano para que no le sirvieran vino. Ninguno comentó algo al respecto.

—Yo soy de esta hermosa ciudad —dijo Enrique mirando a su alrededor, como reafirmando la belleza europea del lugar—, es decir, nací y viví toda mi vida aquí, en este mismo barrio. La verdad, nunca tuve deseos de vivir en otro país, ni siquiera en otra ciudad —agregó.

Ella bebió la copa de agua casi sin respirar y él le sirvió otra; también agregó más vino a su copa. Llegó la comida. Ella la probó y comió con voracidad. Él pensó que quizás había sido prejuicioso a la hora de juzgarla por la primera impresión. Recordaba los dichos de su madre, esa frase vieja de inmigrante desconfiada, y que el también repetía: “La primera impresión es la que vale”.

 

Cuando despertó, totalmente desorientado, notó que estaba en ropa interior, acostado en su cama, por lo cual, en un primer momento, pensó que la escena del restaurante era un sueño. Miró el reloj y se horrorizó al instante; eran las ocho cuarenta PM. Lo primero que le vino en mente, fue que el reloj estaba desconfigurado. Corrió las cortinas y vio que era de noche…

A continuación se sentó al borde de la cama y miró el teléfono colgado en la pared. Pensó en llamar a la policía, pero lo cierto es que su sola incertidumbre no ameritaba la molestia. Podía sí, comunicarse con alguien del personal del restaurante, que le brindara una pista de lo ocurrido las últimas seis horas, por lo menos. Pero le avergonzaba la idea. También pasó por su mente telefonear a su madre; ¿se atrevería a contarle  la rara aventura vivida?

Se puso de pie y extendió una mano hacia el auricular del aparato, en el momento exacto en que este empezaba a sonar...

Tras los primeros cuatro timbrazos se animó a descolgar el tubo; con cautela se lo llevó al oído. Un temor indefinido le hacía apretar las yemas de los dedos al metal y a contener el aliento. Ciertamente no esperaba llamado alguno, por lo que sus aprensiones eran producto de una intuición que casi nunca le fallaba. Palpitaba esa corazonada sin atreverse a un primer "hola" que realmente se negaba a brotar de su garganta. Del otro lado de la línea se oía una especie de lento respiro, nada agitado. Estaba en desventaja ante lo desconocido.

Los nervios lo traicionaron al pronunciar, de improviso, un "quien habla" en un tono imperativo que delataba cuan alterado estaba. Del otro lado se oyó un suspiro, más un leve carraspeo. Le tocaba contestar; ¿lo haría? Enrique temió un juego perverso, jugado por una voz desconocida que se solazaría en burlarse de él ocultando su identidad. Ideas así le venían a la mente en momentos de crisis, como el que estaba atravesando. Aunque no lo reconociera. Enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano libre, se dispuso a repetir la pregunta, cuando escuchó una conocida voz femenina diciendo: "hola"...

—¿Anya? —Recordaba haberle preguntado el nombre a la extranjera y ese había sido el que ella le dio en respuesta.

—Mi verdadero nombre es Sonia Sharapova —dijo la mujer.

—No entiendo nada de lo que está ocurriendo —dijo Enrique—. ¿Pusiste algo en mi bebida?

—No, es decir, no fue necesario. Pronuncié una serie de siete palabras mediante las cuales inicié tu activación.

—¿Mi activación?

—Ahora pronunciaré una serie de cuatro palabras —siguió ella sin prestar atención a la pregunta de Enrique— y la activación quedará completa.

—Sigo sin entender.

—Ya entenderás. “El peón ha coronado”.

Entonces Enrique comprendió quién era la mujer, quién era él, cuál su tarea y para quién trabajaba. Dentro de exactamente setenta y tres minutos estaría en el lugar asignado y, una vez más, cometería un asesinato por cuenta y orden de la AIK.




 

A LA DÉBIL LUZ DE LAS LUNAS

Adriana Alarco de Zadra, Daniel Salvo & Carlos Enrique Saldívar


Nadie predijo que llegaría un volivolante a este paraje. El trabajo era rudimentario: abrir zanjas, enterrar, cubrir… Nunca pensamos que terminaríamos así, tan alejados de las civilizaciones. Del aparejo volador bajaron los robots con armas y pertrechos y armaron el refugio metálico bajo la escasa luz de las lunas de Marte; no puedo esperar que tengan compasión de nosotros. No sienten, no perciben, no conciben. Solamente reciben órdenes y obedecen. ¿Qué será de mí y mis compañeros con tan desalentadora compañía? Contemplando el cielo, no pude menos que lamentar el curso de los acontecimientos pasados. Alguien pensó que se podían utilizar las lunas para iluminar la superficie marciana, recientemente colonizada, y se diseñaron robots para tal fin. En poco tiempo las lunas fueron colocadas en órbitas más cercanas a Marte. Pero las inteligencias artificiales evolucionaron y decidieron instaurar una civilización de máquinas en Marte. Así empezó todo. Las gráciles formas robóticas originales dieron paso a feroces guerreros mecánicos. Su único punto débil es lo reducido de su número, por la escasez de materiales para su construcción. Es casi una lucha cuerpo a cuerpo. No obstante, consiguen doblegarnos. Nos llevan como prisioneros para que trabajemos en sus fábricas.

Fue la influencia de las lunas, estas los enloquecieron. Lo que no saben es que dentro de poco los seres humanos también seremos transformados por los satélites. Nos tornaremos violentos, salvajes, y acabaremos pronto con la raza metálica.

Luego, nos exterminaremos a nosotros mismos.



 

COMO UN DISCO RAYADO

Patricio G. Bazán, Claudia Isabel Lonfat & Ada Inés Lerner

 

En líneas generales, no me llevo bien con la nostalgia, pero a causa del hábito de escuchar radio mientras trabajo, diariamente sintonizo una FM que emite viejos éxitos de los ochenta. Esta noche parecían estar algo descuidados, ya que pasaron la misma canción por quinta vez. Llamé, un poco en broma, para avisarles del error, pero negaron haberla pasado todavía. Cuando repitieron la misma tonada (que ya comenzaba a odiar), volví a reclamar. Curiosamente, no recordaban haber hablado antes conmigo. Me dije a mi mismo que tal vez era el estrés, después de verificar que la banda era la correcta, y que siempre estaba sintonizada en la misma frecuencia, incluso la misma hora, y nada indicaba que hubiera un reemplazo en el programa radial o que hubiese marcado el número equivocado. Decidí apagar la radio hasta que se me despejara la cabeza, pero cuando salí a la calle, una mujer que pasaba a mi lado la tarareaba distraída. Le propuse a mi amigovia ir de vacaciones a un paraje solitario. Al principio todo bien. Una noche tuve convulsiones, la canción se incrustaba en mi cerebro mientras yo repetía la letra. Mi amiga llamó a la ambulancia. Estoy mejor, todos los días vienen lindas chicas a darme la comida en la boca porque tengo puesto un chaleco que se prende por atrás.

Ella tararea esa canción, me molesta un poco, pero yo la canto como un disco rayado.



 

DISYUNTIVA FRENTE AL MAR

Luciano Doti, Luciano Lara & Estefanía Alcaraz


Era su último día de vacaciones. La jornada siguiente regresaría a la ciudad.
Contemplaba el paisaje y respiraba profundo, como si en cada partícula de aire inspirado pudiera llevarse algo de ese paraíso que perdía indefectiblemente.

El mar estaba más imponente que nunca; la arena, maravillosa.

Mañana: la ruta, el tráfico incesante de autos, anticipo de lo que le esperaba en la gran urbe. Ni hablar del trabajo; esa maldita y tediosa oficina. Y su pareja... ¿quería seguir con él?

Sacudió la cabeza como buscando escaparse, quería volver al mar. Por un instante pensó en meterse al agua y dejarse llevar hasta desaparecer. Desaparecer en las aguas, dijo una voz que retumbó en cada pedazo de su cuerpo. Sonrió, definitivamente era ella cuando estaba frente al mar. ¿Por qué siempre hay que volver? ¿Volver adonde? ¿Para qué? ¿Qué diferencia había entre ambas muertes? Admiró las huellas que había dejado su andar en la arena, eran tan perfectas ¿Volvería a pasar sobre ellas?

Una de sus manos sostenía esa botella de whisky que minutos antes había bebido desesperadamente. Todo a su alrededor se hallaba en movimiento. No, no podía volver con ese miserable. Sus ojos pesaban kilos y su abatida mente se teñía del mismo gris que bañaba la mugrosa ciudad donde debía regresar. La confusión tomaba el control de cada centímetro de su existencia. Al instante, la botella se hundió torpemente en el mar. No había más que pensar.




 

EL CASAMIENTO DE LUCHO

Gabriela Vilardo Laura Irene Ludueña & Sergio Gaut vel Hartman

 

Las reflexiones de Félix, imprecisas y confusas, se diluían al chocar contra la sólida realidad circundante. Aquellas que lograban sobrevivir, fluyendo por los más variados canales, eran un obstáculo para tomar cualquier decisión constructiva. Pensaba, por ejemplo, en la obligación de asistir al casamiento de un sobrino. ¿Qué necesidad tenía Lucho de casarse? ¿No era mejor amancebarse, como hacía la gente de otros tiempos? Uno se casa, gasta un montón de dinero para que otros coman y se emborrachen, se saca fotografías que luego olvida en una caja y se ve obligado a romper por la mitad cuando se separa. Y eso sin contar que, con frecuencia, en especial en los casamientos que se celebran al aire libre, se larga a llover o se desata un viento frío de los mil demonios que no solo estropean la fiesta sino que además te regalan una bronquitis o hasta una neumonía.

—¿Otra vez sacándole punta a alguna estupidez? —La voz de Laura, plantada ante su padre con los brazos en jarras, como Carmen, la cigarrera de la ópera de Bizet, sacudió a Félix como una descarga eléctrica. Pero el anciano logró reaccionar de inmediato.

—Pensaba en el casamiento de Lucho. No voy a ir.

—¿No vas a ir? Te compré un traje de tres piezas divino —protestó Laura.

—No me importa. No voy. No me quiero pescar una neumonía y morirme solo porque a ese tarado se le ocurrió casarse.

¡Ese es mi padre!, pensó Laura con tristeza. Estaba cansada de disculpar sus ausencias en las reuniones familiares. Si lo pensaba bien, era mejor que no fuera. Cuando lo hacía, terminaba discutiendo con alguno. Pobre viejo, no siempre había sido así. Muchos pensaban que era pesimista “por naturaleza”. Pero estaban equivocados. Nadie nace así, sino que la vida lo hace así. Había acumulado tantas penas y frustraciones que no había podido asimilar, que su única defensa fue convertirse en el amargado que era hoy. Le dolía que la gente lo juzgara como si sólo fuera un viejo malo.

Pocos sabían que su hermano Ricardo, había desaparecido en los oscuros años del Proceso. Cuando lo secuestraron, Laura era apenas una niña que escuchaba escondida tras la puerta. Recordaba que era la madrugada de su cumpleaños y que, a partir de allí, la vida familiar había cambiado. No olvidaba a Félix prometiéndole a su madre que lo encontraría. Pero no pasó y, la pobre murió de angustia y dolor.

Después de eso, se había sumergido en un círculo vicioso de pena, remordimiento por no haberlo encontrarlo, tristeza, sed de venganza e impotencia. Y de allí, no había sido capaz de escapar. Laura, consciente de esto, no quería cruzarse de brazos y esperar a que lleguen soluciones mágicas. Estaba segura de que sufría, refugiado en la pasividad y la desesperanza. Pero ¿qué hacer para ayudarlo? Estaba tan cansada…

Y esa realidad sólida y circundante era una más de tantas, para que Félix se sumergiera en el aislamiento. Laura se topaba con ellas todo el tiempo y su vida transcurría entre las razones de su padre para evitarlas y frustrados estados de incapacidad de ella para sacarlo de un pozo del que Félix no quería salir. Los años habían pasado, y en esa casa el estancamiento era lo medular para no seguir viviendo.

 De modo que la noche anterior al casamiento, Laura colgó el traje de su padre fuera del placar, planchó la camisa blanca y buscó una corbata que hiciera contraste. Apoyó un par de medias sobre una silla y lustró los zapatos de cuero. Sobre las medias, una nota: siempre fuiste dueño de hacer y de dejar de hacer. Es hora de que decidas, sin quejas, quedarte a mirar televisión o ir al casamiento de Lucho. Podés brindar por él o por su pronta separación, podés comer y emborracharte, podés escaparte de la fotografía si querés y tomarte una puta pulmonía si te exponés al rocío, enajenado del resto de los invitados; y hacerte cargo de ella, claro. Cuando leas esto yo ya estaré a quinientos kilómetros de esta ciudad, haciendo lo que quiero. Hacer o no hacer. De eso se trata, papá. No buscaste a tu hermano, dejaste morir a tu madre, pero el turno que sigue no es el mío.



 

EL MUNDO SIN FIN

Joyce Barker, Sebastián Ariel Fontanarrosa & Sergio Gaut vel Hartman

 

El padre Aquiles consideraba que el progreso tecnológico era una enfermedad. Lo suponía un cáncer que depredaba los recursos naturales de la Tierra, lo que inevitablemente produciría un colapso global en un plazo más corto que largo. El físico Francisco Sandoval, cordial enemigo del cura, además de acusar al religioso de haber robado la idea de un escritor chino, refutaba esa afirmación con un argumento contundente: la tecnología nos sacará del mundo original y nos diseminará por el espacio, obsequiándonos la posibilidad de renovar esos recursos en los millones de planetas que colonicemos. La pregunta crucial era: ¿qué llegaría primero, el agotamiento o el éxodo? El tercer miembro de la cofradía era Inga Jacobssen, una danesa pícara y desinhibida que disfrutaba contradiciendo a ambos. Había sido compañera de cama de Francisco y tal vez, aunque no oficialmente, también de Aquiles.

—¿Y si los recursos naturales —expuso Inga— dejan de ser necesarios porque podemos prescindir de todos ellos, excepto de los considerados inagotables? Energía solar, eólica, hídrica…

—Vivimos en un mundo material —la interrumpió Sandoval, enérgico—, y nuestros cuerpos necesitan cada vez más satisfacer esas demandas. Las mentalidades cambian y la tecnología es la expresión más significativa. “La neo-art”.

—No se trata de evolución, todo esto implica una carrera contra el tiempo. Del miedo pavoroso que todo ser humano le tiene a la muerte y esa incertidumbre al más allá.

—Estimados… —intervino Aquiles ceremonioso—. Todo recae en la falta de fe. Ese vacío nos convierte en seres inconformes e insensibles para con nuestro mundo. Es miedo a no reconocer que somos inmensos, pero insignificantes comparándonos con Dios. En el rechazo de lo que somos renunciamos a nuestra paz.

—Padre, es reticente al progreso tecnológico, pero a veces me da la impresión de que también le teme a la muerte —dijo Sandoval arteramente—. Considero que es una carrera a favor de la calidad de nuestras vidas, para estilizar el tiempo y las distancias. El universo es mudable, constantemente expandible, y al menos tenemos que hacer el intento de interpretarlo y alinearnos a su dinámica.

―¡Basta de rodeos, señores! —estalló Inga sorprendiendo a los presentes—. Solo podremos hacerlo mediante una revolución metafísica. Fusionando el motor de la fe direccionada, y la pujanza inimaginable de la ciencia, para finalmente poder plasmar mi pensamiento mágico. Estoy segura que podremos crear un sistema que separe materia de espíritu, que nos permita radicalmente ser parte de un nuevo Organismo Creador, que utilice recursos naturales de fuentes existentes en otros planetas. Podremos convertir la galaxia en un mundo infinito.

—¡Dios vive dentro nuestro y nosotros dentro de su luz, Inga!

—Estoy hablando de una inexorable reconversión de la raza humana, padre. De entregarnos a un nuevo paradigma: de la realidad sin materia, sin necesidades. Es más, ni siquiera necesitaríamos recursos naturales de otros planetas, como dije antes. Para eso, tenemos que usar el cien por ciento del cerebro, no como ahora. Nada sobra en un cuerpo. ¡Que la tecnología lo active! Podríamos habitar en otras dimensiones. Esta no es la única. Lo saben, ¿cierto? Seríamos solo energía si quisiéramos, como Dios.

—¡Cómo dices eso! Ni siquiera usando todo nuestro cerebro seríamos como Él.

—No estoy tan segura. Además, ni siquiera creo que Dios sea tan buen diseñador: tenemos una morbosa manera de vivir, gracias a Él.

—El diseño de Dios es perfecto —respondió Aquiles.

—¿Es parte de un diseño perfecto despreciar la vida de otros y comérselos? La materia es el problema, nos hace imperfectos.

—La naturaleza es así, Inga, el sacrificio es parte de la vida.

—No, padre, el sacrificio de un animal para alimentar a otro, no es real. Le aseguro que el pobre animal no piensa así. Y tú, Francisco, ¿crees que la tecnología nos llevará a otros planetas para hacer exactamente lo mismo que hacemos en la Tierra, invadir y depredar?

—No. No tiene por qué ser así.

—Así sería, porque la materia necesita de la materia. Créanme, podemos ser inmateriales y dejar de necesitarla para poder vivir. —Sonó el teléfono de la sala de reuniones. Inga dejó de hablar para atenderlo—. Padre. Es para usted.

—¿Aló? —Esperó unos segundos en silencio. Luego miró a Inga, sorprendido—. ¿Es una broma?

—No, padre, es un pequeño ejemplo de lo que les decía.

—¿Qué? —preguntó Sandoval.

—Averígualo, Francisco —respondió la mujer, experta en temas poco comprobables, mientras el sacerdote la miraba fijamente.

Francisco habló por teléfono con la misma mujer que estaba con ellos en la sala.

—¿Cómo hiciste esto, Inga? —dijo el científico.

—El mensaje lo emití después de salir de aquí —replicó Inga, conteniendo la risa—. ¡Mentes estrechas! Jamás se acercaron ni siquiera un poco a la verdad.

—No te entiendo —dijo Aquiles.

—Yo tampoco —confirmó Francisco.

—Ahora van a entender. —Inga se retiró a un ángulo de la sala, en el que había un antiguo secreter Thompson, sacó una pequeña llave, levantó la persiana y tomó una caja del tamaño de un ladrillo en la que había media docena de discos de colores. Oprimió el verde y desapareció de la vista de los dos hombres. Unos segundos después ingresó a la sala atravesando la puerta.

—¡Esto es un truco! El padre Quevedo lo decía. Se puede crear cualquier ilusión si se cuenta con la credulidad del auditorio.

Fue el turno de Francisco de sonreír con benevolencia.

—La ciencia avanzada, padre, es indistinguible de la magia.




 

EL HUNDIMIENTO

Sandro Centurión, Alejandro Bentivoglio & Luciano Doti

 

La nave se está hundiendo. Tratamos de encontrar al culpable. La mayoría de los pasajeros parecen tener objetos sospechosamente puntiagudos en sus manos. Excepto nosotros, aunque algunos nos señalan. Quizás porque parecemos demasiado inocentes. Y estamos seguros de que lo somos.

Sin embargo, los otros también dicen ser inocentes, pese a que el agua está entrando cada vez más rápido y el barco se hunde irremediablemente.

Es cierto que podríamos hacer algo, pero la duda de quién es culpable resulta mayor.

El agua se apodera del piso de la nave. A los demás parece no importarles, es evidente que sus sospechas ganan fuerza y consenso. Nuestra suerte está ligada a la tragedia de este misterioso hundimiento. Un hundimiento como otros tantos que ocurren en estos días, en estas latitudes.

Acaso sólo nosotros queremos evadir lo inexorable. Tal vez se puede escapar del destino, emerger y flotar, a la deriva pero vivos, sobre el agua salada que ahora nos mordisquea las rodillas.

Dirigimos una mirada hacia ellos buscando una explicación. Los pasajeros son instrumentos de un poder superior, su misión se está cumpliendo tal cual lo planificado, y somos nosotros los que podríamos evitar ese final que fue decretado por quien digita lo que pasa en este infierno marítimo.

Jamás imaginé que los seres mitológicos pudieran ser verídicos, pero lo veo ante mí; cada uno de esos objetos puntiagudos conforma su horquilla. ¡Eres tú el que nos hunde, rey Neptuno!

  



INSPIRACIÓN FINAL

Ada Inés Lerner, Claudia Isabel Lonfat & Sebastián Ariel Fontanarrosa


La protagonista de la obra que dirijo es mi mujer. Ella tiene un affaire con Alex, el coprotagonista que en estos momentos está abrazándola en la escena culminante.

―Tú y yo ―inicia él. Ambos están desnudos y encerrados en un ojo magno.

―¿Y nuestro amor? ―pregunta ella.

―¿La fe que anima la brújula de este desconcierto? ―él, excelso y bello barítono responde al tiempo que hiere las muñecas de ella con un cuchillo.

―¡Corto las rosas, inspirando la sed de los besos! —La sangre (supuestamente) de ella da con el punto final trágico y arranca los aplausos, la ovación del público que todos esperábamos. Cae el telón. Ella, mi mujer, se dirige hacia el camarín. La sigo.

—¿No le pediste a tu ayudante algo para cubrirte?

—Me vieron quinientos espectadores, los iluminadores, el apuntador, Alex, los escenógrafos, tu ayudante de dirección ¿cuál es el problema? —responde mientras entra al camarín y me cierra la puerta en la cara sin miramientos. No soy hombre que exteriorice mis emociones con palabras, para eso están los personajes. Tampoco me gustan los escándalos, por eso ya sé cuál será la próxima obra para mi mujer. En la escena final no habrá cortes suicidas, ni destierros o puñaladas pasionales. Esta vez será veneno; un poison fulminante y realismo puro, eso al público le gusta. Eso sí, será una única función, dada las circunstancias; después de todo, mi vida es el teatro.



 

LOS AMANTES DISTANTES

Gastón C. Caglia, Dora Gómez Q. & Jorge Zarco

 

La extensa ruta de ripio es solo cortada por la puesta del sol que está llegando a su punto más bajo. Un hombre estaciona su motocicleta en la vereda del motel, dejando atrás una estela de tierra suspendida en el aire. Hábilmente desliza la alianza hacia el interior del bolsillo, como así también el casco, que deja colgado del manillar de la motocicleta.

La mujer que lo acompaña, una fina y coqueta dama, le sigue los pasos. Ingresan al motel y ella se esconde detrás un viejo alce embalsamado, observando sin disimulo los gestos ampulosos de su amante al pagar la habitación. Este firma y se apresura a recoger del piso el delgado bolso de mano. La mujer, ya no pudiendo esconderse, pues es tan alta como su amante, se aviene a seguirlo caminando como si fuera dando pequeños saltitos de casilla en casilla en un imaginario juego de la oca.

Dentro de la habitación, tan ordinaria como cualquier otra perdida en los caminos de tierra y solo hechas para que los amantes encuentren razón para arrepentirse de la física del sexo, comienzan a desnudarse en silencio. De fondo, la tarde trae un temporal. Los árboles comienzan a agitarse desde su tallo.

El hombre enarca una ceja mientras sopesa la cerda de su cepillo de dientes, es pulcro para coger. La amante despojada de sus ropas se tiende en la cama y, dado que no hay nada por hacer, enciende la radio. Una suave melodía comienza a sonar, hipnótica, envolvente, así se adormece. 

Cuando despierta juzga que su amante estuvo demasiado tiempo dentro del baño, han pasado tal vez eternos minutos y solo se oye un silencio de muerte. Entreabre la puerta.

Allí lo ve, tendido en el piso, con la mano en el miembro y escupiendo espuma blanca. Cree que el hombre bromea, ya que ha dejado la pasta dental abierta sobre el lavabo.

—¡Vamos ya, levántate, no tengo tiempo para tonterías! —Él sigue sin responder. Lo toca con la punta del pie en las costillas—. Vamos, ¡levántate! —repite. —No responde. Lo zamarrea, pero su cabeza cae yerta. Llama a la recepción—: ¡Vengan, mi pareja se ha desmayado! —Aparece un anciano, de andar cansino. Ella lo acompaña al baño—. ¡Así lo encontré, no sé qué le ha pasado!

El anciano solo toma la muñeca del hombre y la suelta.

—Para llamar a la ambulancia no está. Este hombre está muerto. —Ella grita espantada mientras termina de vestirse, buscando su bolso para largarse de allí velozmente—. No se puede ir señora. Hay que llamar a la policía, porque no sabemos si ha muerto de muerte natural o si usted lo ha asesinado.

—No señor, yo no puedo quedar involucrada en esto. ¡No lo maté! ¡Lo encontré así!

—Al establecimiento tampoco le conviene quedar involucrado en esto. Pierde clientes y prestigio, pero si está de acuerdo lo podemos arreglar.

—Sí, por favor, arréglelo.

—Sacaremos la moto de aquí y la dejaremos a varios kilómetros a la vera de la ruta, con el muerto incluido, la llevaremos a usted en un auto de nuestra empresa hasta su casa, claro que eso le costará, ¿entiende?

—Por supuesto, dígame cuánto y sáqueme de aquí.

—Diez mil dólares —dice el anciano sin inmutarse.

—¿Tanto?

—Incluye su traslado, el del fiambre, y la limpieza del cuarto, incluidas sus huellas.

 Ella saca la tarjeta y transfiere el monto indicado, sin saber cómo le va a explicar a su marido el faltante en la cuenta.

Tal como era lo acordado, el cuarto es aseado de forma impecable y el infeliz amante abandonado a su suerte al borde de una carretera. Mientras trata de pensar en la excusa que justificará la desaparición de los diez mil dólares de la cuenta corriente, ya que ahí estaba el verdadero problema, oye el sonido del móvil; contesta.

—¿Sí? —Se oye la voz de una mujer al otro lado, una voz desconocida.

—¿Señora Delgado?

—Sí, ¿quién es usted? —La mujer al otro lado traga saliva como si tuviese serias dudas para continuar.

—Tengo… tengo que decirle algo importante.

—Sí, de qué se trata… ¿es sobre mí? —La extraña vuelve a tragar, como si la asustase su posible confesión.

—No, no se trata de usted, se trata… se trata de su marido.

Hay un sentimiento de sorpresa, o quizá un golpe bajo.

—¿No será usted su amante? —Un silencio de varios segundos eternos y finalmente un acelerada contestación.

—Esto… sí, señora Delgado, su marido acaba de morirse.

La mujer está a punto de sufrir un ataque de risa. No sabe si de dicha porque ya no tendría que justificar la pérdida de una cuantiosa suma en su cuenta corriente, o de histeria, al temer que su deseo inconsciente se hubiese cumplido, quizá por la crueldad del azar.

—No me lo diga, ¿murió cuando cogían?

—Sí, sí…

—Y apuesto que ahora está usted desesperada por salir de tan enojosa situación.

—Sí, por supuesto.

De pronto aparece un plan rumiado a la desesperada, a toda velocidad, un verdadero quinto as bajo la manga.

—Tranquila, querida, todo puede solucionarse.

—Sí, dígame.

—Tranquilícese, no hay problema. Solo le costará diez mil dólares…  




 

PEQUEÑAS MUERTES

María Elena Rodríguez, Omar Chapi & Hernán Bortondello

 

Son las tres de la tarde del veintiocho de marzo del año dos mil veinte. Lo mismo daría que fueran las dieciséis, o las diecisiete de este día o del día de ayer, o del de mañana. Desde que empezó la cuarentena han ocurrido inesperadas pequeñas muertes. La primera fue la muerte de los relojes de pared y los de pulsera y de los calendarios, los de cartón adornando la cocina y los impresos al principio de las agendas, y la doble muerte de los digitales que son ambas cosas a la vez. No le di mucha importancia al principio, al contrario, pensé: mejor, así no me preocupo si es tarde para desayunar, o para almorzar. Sin embargo ahora, veinte días después, los extraño, y ni siquiera estoy segura si son veinte días o diecinueve o ¿dieciocho?

Después, ¿o tal vez antes?, amanecieron muertas las ventanas y las puertas, rígidas en su maderas pintadas para recibir a los inquilinos de la temporada de verano. Desde su muerte súbita, inimaginable un año atrás, (¿o un mes atrás, o podría decir dos?), desde esa muerte, como sucede desde todas las muertes, no se movieron más. Sí, como estarán imaginando, no pudieron abrirse más. Y los que estaban afuera quedaron afuera por tiempo indefinido y los que estábamos adentro permanecemos adentro por un tiempo aún más indefinido porque, como ya les conté, no funcionan los instrumentos que nos cronometraban.

La tercera muerte, más natural y más explicable si se quiere, fue la de mis plantas de jardín, las que vivían allí, justo al lado de mi puerta de vidrio y, muchas veces, durante este incomprensible tiempo de pequeños duelos, he intentado consolarme pensando en esa frase tonta que repite como cacatúa todo el mundo: “Al final todos tenemos que morir” y, aunque tiene mucho de cierto, no es justo que a uno se le mueran las cosas antes de tiempo; miro todo a mi alrededor y pienso que pude haber hecho algo por evitar algunas muertes, como la de mi jardín, por ejemplo. No sé quién ordenó este encierro ni por cuánto tiempo más tendremos que aceptar ser prisioneros en nuestras propias residencias. Sé que pude haber evitado la muerte de las ventanas, sus cortinas de encaje blanco se veían hermosas agitadas por la brisa que llegaba del jardín, mientras las ardillas recogían alguna piña que corrían a esconder en sus madrigueras y los pájaros cantaban revoloteando en el agua de la pileta, otrora viva y ahora, muerta.

Desde que empezó todo esto, no he podido retirar siquiera el cadáver de las hojas de pino que caen en las callejuelas del jardín; a veces, me siento a mirar el mundo a través de la ventana sin vida y siento que la casa ha entrado en agonía; lo digo porque en la calle solo miro cadáveres que van o vuelven a largos intervalos, algunos salen a la tienda o van al mercado sin poder respirar el aire que es el único que no huele a muerte. Es increíble cómo las pequeñas muertes hacen una muerte grande, una muerte que se repite en todas partes y no se conforma con los pequeños cadáveres sino que los replica por todo el mundo.

Hoy en la mañana, he sentido un extraño frío en mis piernas, el calambre extenderse hasta la columna vertebral y subir al pecho. Mi gato, que sobrevive todavía, me ha visto con ojos de duelo. A instancias de esa mirada amarilla y desapasionada descubro que la percepción de tanta finitud ajena no hace menos llevadera la mía. Soy aquí mí propio tribunal y el único testigo a quien presentar pruebas de vida. Recorro así las habitaciones aplicándome con empeño a tareas absolutamente triviales y en cuyo transcurso tomo consciencia que mi desaparición decretaría el fallecimiento de un sinnúmero de objetos que solo tienen significado en tanto y en cuanto yo exista. Repentinamente empiezo a temblar, me invade un agotamiento inesperado y absoluto. Me sobresalto. Pienso que el espectro invisible que nos ha acorralado había decidido finalmente terminar conmigo y sufro un ataque de pánico. La realidad se desdibuja ante mis ojos y parece abandonarme. Alcanzo a apoyar una mano en el borde de la mesa del comedor evitando que un feroz mareo me haga trastabillar. El aire ahora no llega a mis pulmones y agitada me digo que es el fin. ¿Qué pasará con mi gato? Con seguridad morirá de hambre encerrado aquí y con él dejará de latir el último corazón del hogar. ¡No lo permitiría! Al borde de la asfixia, con la vista nublada y a los tropezones, alcanzo el picaporte de la puerta principal y la abro. Sin barbijo, recibo el aire fresco en mi rostro, los trinos chillones de unos gorriones que ignoran el drama humano y el profundo celeste de un cielo esperanzador. Una mezcla indescriptible de alivio, euforia y agradecimiento me normaliza la respiración. Michi pasa entre mis pies atravesando el umbral, salta al cantero de la vereda y comienza a revolcarse lujurioso entre la hierba crecida.




 

PINTOR

Dora Gómez Q Marcela Iglesias & Margarita Pacheco

 

Max entró al atelier y olió el aguarrás y el solvente. Abrió las ventanas y acomodó el caballete, buscando la mejor luz. Extrañaba los regaños de su mujer por el desorden, y los gritos de los niños entrando y saliendo.

Tanto tiempo había anhelado por lo menos un día de silencio, para él solo, exclusivo, con sus pinceles deslizando los colores sobre la tela… pero ahora, la ausencia de su familia le producía un dolor indescriptible. Se secó las lágrimas con la manga de la camisola manchada y volvió a pintar, aunque no lograba evitar la desagradable sensación anticipada de recorrer una vez más la galería poblada de exégetas, de culos ajenos, esnobs, fracasados, envidiosos toda la fauna ante la que debería sonreír si quería vender sus cuadros.

Mezcló el verde pradera con un poco de amarillo cadmio. Intuyó así su futuro: tragar amargo, secar sus lágrimas, y pintar, porque tenía que vivir, volver a empezar.

En ese momento advirtió a la mujer que lo observaba. Era altísima, delgada, de ojos peculiares, muy rasgados. Sostenía unos papeles en las manos. ¿Cómo había entrado? Hizo un esfuerzo por recordar si había dejado abierta la puerta del atelier.

—Buenas noches —dijo la mujer antes de que el pintor pudiera hablar—, quiero que pinte estos dibujos. —Todo, en el aspecto de la intrusa, llamó la atención de Max, y tal vez por eso, desconcertado, extendió la mano y tomó maquinalmente los papeles que ella le entregaba. Los dibujos, hechos a lápiz, en apariencia representaban una máquina, pero no pudo identificarla con certeza. ¿Era una nave espacial?

—No sé qué tipo de máquina es esta, pero sea lo que sea yo no trabajo a partir de copias de dibujos —contestó el pintor, con seriedad. Le devolvió los bocetos a la mujer.

—Este es el vehículo con el que vine a su planeta, hace más tiempo del que usted pueda imaginar —le contestó la extraña mujer—, y como ya no podré regresar a mi hogar quisiera tener un cuadro, para recordar mi origen. Quiero que la nave esté posada en el suelo de mi mundo, antes de partir.

—No acostumbro a hacer ese tipo de trabajos —insistió Max—. Para pintar mis obras necesito estar inspirado. No creo poder ayudarla. Tenga buenas noches.

Con esa frase, Max creyó dar por terminada la conversación y regresó a su paleta y sus colores. La mujer permaneció de pie, inmóvil, en silencio.

Max se mantuvo absorto en sus pinceladas y no notó que la extraña no se había retirado. Por eso se sobresaltó cuando, luego de un largo rato, ella insistió con su demanda.

—Necesito un cuadro basado en el dibujo qué le mostré. ¿Lo puede hacer o no? —dijo enérgicamente, en un nuevo intento por obtener una respuesta positiva del pintor.

Muy pacientemente, él intentó explicarle que ese no era el tipo de representaciones pictóricas que él hacía. Pero ella insistió, quería que pintara lo que representaba el boceto sobre un paisaje que le describiría detalladamente.

—La añoranza es un sentimiento muy doloroso. He aprendido de ustedes, los terrestres, que la posesión de objetos que recuerden lo que alguna vez tuvimos sirve para aplacar la tristeza.

Esas palabras, “recordar lo que tuvimos”, ablandaron finalmente a Max. Él también sentía nostalgia de lo que ya no tenía…

—Está bien, está bien. Pero no voy a pintar nada a partir de esos burdos dibujos. Tendremos que hacer sesiones en las que usted me describa lo que quiere que pinte con el mayor detalle posible. Y no va a ser barato. Requiere mucho tiempo y esfuerzo.

—El dinero no es problema. ¿Cuándo comenzamos?

Pactaron el costo del trabajo, los horarios de las reuniones y un plazo de entrega. Max estaba satisfecho con la negociación. Por un tiempo, ese dinero sería suficiente para sobrevivir... y algo más.

Ya de noche, mientras preparaba el material para el nuevo proyecto, comenzó a recordar la conversación.

¿Cómo es posible que hubiera sido tan bruto?, se dijo dándose un golpe en la frente; la mujer explicó claramente que era extraterrestre. ¿Acepté un disparate como ese sin pedir una prueba de que eso es cierto y verdadero? Era imposible. Incluso llegó a pensar que había imaginado el encuentro. Su mente le había jugado una mala pasada. ¿Había olvidado tomar las pastillas que le habían recetado para moderar la ansiedad? Porque era evidente que todo aquello era una alucinación.

Sin embargo, le hizo volver en sí ver el dinero sobre su mesa de trabajo, tal como lo había dejado. Por lo tanto esa extraña mujer, alienígena o humana, era real, no el producto de la inhalación de solventes y de los otros materiales que usaba para pintar. También estaban las hojas que había visto el día anterior, los bocetos a lápiz a partir de los cuales se negó en trabajar. Su especialidad eran los paisajes. Había obtenido la soledad para crear, su más antiguo anhelo, aunque el precio pagado, perder el contacto con su familia, era excesivo y le causaba un incierto dolor. Ahora extrañaba el calor de la convivencia y aunque celebraba la oportunidad de progresar económicamente para adquirir los bienes que su mujer siempre le había reclamado, ya no los tenía a ellos. Una paradoja. ¿Es eso lo que necesito? Todo era muy confuso y contradictorio.

No obstante, cuando volvía a tomar posición ante el caballete y disponía los colores para trabajar sobre la tela de inmediato, escucho un suspiro a su izquierda. Giró sobre sí mismo y se encontró de nuevo con la mujer; lo estaba mirando. Se preguntó una vez más cómo había logrado entrar al atelier, ya que las puertas se encontraban cerradas.

Decidió ignorarla. Haría el trabajo dentro del plazo acordado, pero ella no tenía derecho a presionarlo. Tomó el pincel y comenzó a mezclar los dos colores necesarios para obtener el resultado que deseaba: negro y blanco para lograr los diferentes matices del gris, todo debía ser gris, eso era lo que ella había demandado.

Y no dejaba de mirarlo.

¿Acaso deseaba asegurarse de que él iba a cumplir lo que habían convenido? Le resultó incómodo recordar que al fin había cedido cuando ella, muy segura de lo que quería plasmar, había sacado un enorme fajo de billetes de la nada, para asegurarle de que aquello no era una broma.

Empezaba a aceptar la extravagante realidad en la que se había involucrado, así que se dispuso a continuar con la tarea. Pero ella lo interrumpió una y otra vez para pedirle que agregara detalles del paisaje en el que estaba posada la nave. Es extraño dibujar una imagen que no es de este mundo, se dijo el pintor. Pero algunos rasgos de aquellas descripciones parecían evocar de alguna manera a su familia perdida, lo que le resultó aún más chocante. ¿Cómo se relacionaba la nostalgia que la mujer sentía por su mundo con sus propias pérdidas? Si cada obra que creaba le brindaba alguna sorpresa, lo que estaba plasmando ahora superaba cualquier experiencia previa. Acaso el trabajo de un artista solitario no sería posible si no se refería, de algún modo, a la clase de mundo que pretendía conservar en la memoria y ella le estaba haciendo recrear. Su mundo original, su hogar, el viaje… su familia, la convivencia. Como se sentía cada vez más nervioso por aquella presencia silenciosa, comenzó a hablar banalidades.

—Es insólito hablar con una persona que proviene de otro planeta —dijo, pero más para sí mismo que para ella—. ¿Qué la trajo a la Tierra?

Ella lo miró fijo, y él se sintió profundamente invadido por esa mirada.

—La nave que usted está pintando.

El artista, que no esperaba una respuesta tan literal e inocente a un planteamiento profundo, no pudo evitar una carcajada. Recordó cómo le molestaban ese tipo de conversaciones con su mujer y por qué ella le parecía tan rústica. Ah, si se hubiera reído más, en vez de hacerla sentir intelectualmente inferior, tal vez ella no se…

—¿Por qué se ríe? —pregunto la mujer con gesto confundido, sacándolo de sus cavilaciones y recuerdos.

—Disculpe, creo que no formulé correctamente la pregunta. Quería saber ¿por qué los que dirigen su planeta la escogieron para venir a la Tierra?

Ella respondió de inmediato, como si hubiera tenido preparada la respuesta.

—Inicialmente vinimos a realizar un trabajo de investigación. Eso debía hacerse durante un periodo determinado. Pero yo encontré tan interesante el planeta que me negué a regresar cuando me ordenaron hacerlo y pedí un plazo mayor para seguir con la investigación. Me dejaron sola y dijeron que volverían. De eso hace ya mucho tiempo. Me resigné a aceptar que no regresarían a buscarme. Aprendí las costumbres de su planeta y debido a mis habilidades, superiores a las de ustedes, he logrado reunir mucho dinero. Pero también adquirí algunos de sus malos hábitos, uno de ellos es la añoranza.

Mientras la escuchaba, al pintor lo invadió una profunda tristeza. Pensó en aquel paseo al que no fue y del que su familia nunca regresó. Por la ventana vio las pelotas que ya no golpeaban los vidrios y lo sobresaltaban, obligándolo a dar pinceladas donde no correspondía; recordó la bicicleta con rueditas que ya nadie usaba, la ropa que quedó tendida, a la espera de ser recogida

—Entiendo la sensación —le dijo—, sígame contando cosas de su planeta.

Pasaron las horas y el día llegó a su fin. La mujer se había ido. El trabajo había avanzado bastante. Por fin tenía dinero. Saldría a comer, una buena cena, solo. ¿Cómo se llamaba aquel lugar al que los niños amaban ir? Él lo aborrecía porque era demasiado ruidoso y, además quedaba lejos. Serían horas sin pintar, así que prefirió cambiar de idea. ¿Y si me los encuentro?, pensó.  No obstante, como movido por un motor secreto, terminó yendo.

El lugar había cambiado. Ahora era una taberna donde languidecían un par de parroquianos. Tomaría un par de tragos. ¿Por qué no? Con una chiflada como esa cada mes, no necesitaría ir a mendigar a las galerías con sus trabajos bajo el brazo. Si aparecía otra que creyera ser una sirena, pues bien, la pintaría con escamas y todo, dentro del océano. ¡Que importaba, si eso le daba dinero!

Tomó tres whiskys seguidos, como si fueran agua, pero no encontró consuelo en eso. El dolor lo había transformado en una persona amargada y cínica.

—Mejor deje la botella —le indicó al mesero, y volvió caminando en zigzag al atelier, con la botella medio vacía en la mano.

Le causaba risa pensar que el toque azul celeste que le había dado al cuadro haría enojar a la mujer, pero quiso pintar un poco de cielo. ¿Acaso no era una nave espacial? ¿Por qué todo tenía que ser en gama de grises? Le había sugerido que, para lo que ella quería, era más apropiado un dibujo con carbonilla, tal vez un croquis, pero la mujer le dijo que ya había intentado todas las formas posibles, pero esos dibujos no lograban el objetivo que buscaba.

Al llegar, ella estaba ahí.

—Vengo a despedirme, a darle las gracias porque me voy a casa —dijo, entre enigmática y triste.

—Le pido disculpas por pintar un cielo alrededor de su nave, pero pensé que un toque de color….

—Eso ya no tiene importancia, pintor. Adiós —dijo la mujer antes de pegar su cuerpo a la tela y desaparecer en ella.

Tomé demasiado whisky, se dijo el pintor a sí mismo y se restregó los ojos. Se acercó al cuadro para ver más de cerca, ¿adónde se había ido la mujer?

La nave que pintó tampoco estaba, sólo habían quedado en la tela algunas pinceladas de azul celeste y todo lo demás era gris.



 

PROBLEMAS EN LA PUERTA DE LOS INFIERNOS

João Ventura, Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio

 

Una de las cabezas de Can Cerbero empezó a gruñir. Las otras dos replicaron del mismo modo, mostrando los dientes. De inmediato todas empezaron a ladrar, haciendo un ruido muy fuerte que perturbaba la rutina habitual en la puerta del Hades. Ningún vivo tuvo oportunidad de pasar adentro, pero un muerto se escapó durante la confusión y aprovechó para ir resolver un asunto que, al morir, dejó inacabado. Así caminaba el difunto por la carretera, muy contento, cuando un automóvil azul le cerró el paso. De allí salió una despampanante rubia cuyo rostro provocaba temor en vez de deseo. El muerto se preguntó qué deseaba esa mujer; asustado, intentó dar la vuelta. Ella lo sujetó del hombro con fuerza, le dijo que era una diablesa, que Satanás le había ordenado reintegrar al Infierno al infeliz que se había escapado, que el Can Cerbero había hecho barullo porque hacía tiempo que no devoraba infortunados, y ahora el fugado serviría de alimento. Él intento dialogar, pero ella era imposible de convencer. Sus órdenes estaban dadas. Así que el huido decidió luchar. En vida había sido mago y sabía toda clase de trucos, los mismos que quería usar para terminar su asunto con Margarita, su amada. La diablesa llevaba las de perder. Sin embargo, esgrimió su arma final: se quitó la ropa.

El prófugo no tuvo opción. Se entregó inmediatamente. Se cuenta que hasta exigió ser llevado al infierno con esa mujer.


 

TRES ESPECIES DE INVISIBLE

Itzel Alejandra Flores García, Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


Cuando subí al ascensor, la doble puerta corredera comenzó a cerrarse tras unos instantes. Pero, cuando faltaban unos centímetros para que una hoja alcanzara a la otra, se volvió a abrir. El detector de célula parecía haber captado a una persona que trataba de entrar, aunque yo no veía a nadie.

—Buenas noches —me dijo una voz incorpórea que me sorprendió.

—Esto... buenas noches. ¿Es usted el hombre invisible? —pregunté, sin saber muy bien lo que estaba diciendo.

—¡Cállese, idiota, que pueden escucharnos! —volvió a decir la misma voz.

Y ya no hablé más hasta que llegué a mi planta del hotel. El cuarto piso.

Antes de dormir pensé en lo que había ocurrido. Pero, analizando bien la situación, venía de tomar unas copas y era tarde. Quizá eso pudo confundir mis sentidos. Así que decidí que, definitivamente, lo que había ocurrido era producto de mi imaginación.

A la mañana siguiente salí de la habitación y volví a entrar en el mismo ascensor, para ir a la planta baja a tomar el desayuno. Cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, de nuevo se volvió a abrir.

—Buenos días —escuché; y otra vez nadie.

Esta vez no hice caso. Supuse que sería la resaca.

Tomé el desayuno y, cuando fui a pagar, el camarero me dijo:

—Ya está pagado. Invitó el caballero de la mesa junto a la ventana.

—Gracias, señor —comencé a decir, girando hacia el lugar en el que teóricamente estaba el gentil desconocido.

Pero allí no había nadie. Me volví hacia el camarero, tratando de buscar una explicación.

El camarero tampoco estaba, ni el bar, ni el hotel, ni yo mismo.

Despierto en mi habitación. Me duele la cabeza, siento náuseas. Vaya forma de recibir el nuevo año. Aquel sueño extraño me hizo sentir algo enfermo, pero al ver mis deshechos en el inodoro me tranquilizo. Son completamente visibles y olorosos. Mis sentidos las pueden percibir. No hay peligro alguno.

Ingreso a la ducha para que el agua caliente desvanezca la jaqueca; mientras me lavo la cabeza, cierro los ojos como siempre para que no entre jabón en mis ojos. Termino y tomo la toalla para secarme, salgo al vestidor y me pongo la ropa interior, los calcetines y el resto de la ropa sin ninguna novedad. Me dirijo al lavabo para peinarme y enjuagarme la boca, pero el sonido del timbre de mi habitación me hace cambiar de dirección.

—¿Quién es? —pregunto poniéndome los zapatos.

Suena otra vez y me asomo por la mirilla pero no veo a nadie afuera, sin embargo, el timbre vuelve a sonar y ahora con mayor insistencia.

—¿Quién es? — digo alzando la voz.

—Disculpe que lo moleste, pero es preciso que hablemos.

La voz se escucha justo detrás de la puerta, así que abro y pregunto:

—¿Es usted el hombre invisible?

—Pronto, cierre usted que pueden darse cuenta los otros huéspedes. —La puerta se cierra sola y siento algo así como una palmada en el hombro. La voz continúa—. Sentémonos en el recibidor.

—¿Es usted el hombre invisible?

—Así es, ¿qué no ve usted?

—Qué tarado, justamente no lo veo.

—Jajaja. Obviamente, de eso se trata. Vengo porque cuando lo vi en el lobby me di cuenta de que usted comenzará con lo mismo.

—¿A qué se refiere?

—Estoy acá a su lado derecho. Me refiero a que así comencé yo: escuchando a los invisibles, teniendo sueños raros. Esto es progresivo. Le quiero explicar que existen tres especies de invisible y la de usted parece ser de las más severas.

—Espere —digo retrocediendo algunos pasos—. Escuche: no soy del tipo fantasioso, no leo novelas de ciencia ficción y los brujos, las hechiceras y los conjuros no calzan conmigo. Así que ahórrese toda esta sarta de artimañas y vayamos al grano. ¿Quiere dinero para dejarme en paz? No tengo mucho, pero algo puedo darle.

La voz resuena por toda la habitación. El sujeto está riendo a carcajadas y solo vuelve a hablar cuando logra contenerse.

—¿Usted se cree que me tomaría todas estas molestias por un poco de dinero. —De pronto el tono se hace grave, angustioso, lúgubre—. Es una condena. Una maldición. ¿Se cree que disfruto, que esto es un juego? ¡No sea imbécil!

—¡Un momento! Yo no lo he insultado…

—¿Recuerda cuando advirtió que el camarero había desaparecido, y también el bar, el hotel, usted mismo? —El tipo habla sin prestar atención a mis palabras. Y sigue—. Así empieza la segunda fase de la invisibilización…

—¿Y cuál es la primera? —puedo intercalar, irónico.

—La primera aconteció cuando lo dejó su mujer, cuando sus hijos dejaron de verlo, cuando el señor Ordóñez, su jefe, lo aisló en la oficina del entrepiso.

De pronto siento un nudo en la garganta. ¿Cómo sabe eso el hombre invisible?

—¿Y cómo sabré que estoy en la tercera fase?

—Hay dos indicios seguros: el primero es que no verá su imagen reflejada en el espejo.

—¿Y el otro?

—Empezará a verme a mí.


Los autores: Ada Inés Lerner, Adriana Alarco de Zadra, Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, Claudia Isabel Lonfat, Daniel Salvo, Dora Gómez Q., Estefanía Alcaraz, Gabriela Vilardo, Gastón C. Caglia, Hernán Bortondello, Itzel Alejandra Flores García, Javier López, João Ventura, Jorge Zarco, Joyce Barker, Laura Irene Ludueña, Luciano Doti, Luciano Lara, Marcela Iglesias, Margarita Pacheco, María Elena Rodríguez, Omar Chapi, Patricio G. Bazán, Sandro Centurión, Sebastián Ariel Fontanarrosa, Victor Lowenstein y Sergio Gaut vel Hartman.