EXCUSADO
Sergio
Gaut vel Hartman
Dedicado a la maravillosa gente de Santa.
Apremiado por necesidades
fisiológicas que las personas deben atender en tiempo y forma, descendí al
subsuelo del restaurante, lugar en el que, según una solícita mesera, estaban
ubicados los elementos y artefactos destinados a satisfacer esas necesidades.
Las instalaciones exponían una impecable pulcritud, realzada
por una iluminación digna de un palacio. No obstante, y tal vez por culpa de un
defecto profesional vinculado a mi condición de encargado de depósito de una
editorial, debido a lo cual estaba acostumbrado a inventariar lotes de libros,
noté de inmediato una anomalía de diseño poco menos que fatal. Había ocho
mingitorios y ningún excusado. ¿Ningún excusado? Eso, consideré, es imposible.
No puede existir algo así. Tardé unos segundos en descubrir una puerta estrecha
ubicada a un costado del recinto, algo que tenía más que nada el aspecto de la
entrada a una oficina del local en la que los empleados administrativos del
restaurante realizan sus actividades cotidianas.
Me aproximé a la puerta y busqué sin éxito el picaporte.
Estaba cerrada, debí haber acotado, ya que eso saltaba a la vista y lo supe
desde el primer momento. Pero un disco de color, en el que, sobre campo verde,
estaba escrita la palabra LIBRE, dejaba bien en claro que había un complemento.
La contracara del disco, deduje, debía tener un campo rojo con la palabra
OCUPADO, aunque en ese momento no fuera visible. Pero si el excusado no estaba
ocupado, ¿por qué la puerta estaba cerrada?
Vacilé unos segundos y luego busqué una tecla, una palanca,
un pulsador que me permitieran liberar el mecanismo que trababa la puerta; no
lo encontré. Presumí entonces que la forma de abrirla requería de una llave o
de un adminículo análogo. Eso hubiera requerido regresar al nivel principal
revelando, al pedir el citado aparejo, cuáles eran mis intenciones. Soy un hombre
tímido y vergonzoso, muy proclive a sentirme abochornado. Y consciente de esa
anomalía de mi carácter preferí agotar los recursos con los que contaba en
aquel momento. ¿Cuál es el recurso al que casi siempre se apela cuando uno está
ante una puerta cerrada? ¡Exacto! Los nudillos.
Golpeé débilmente, apenas un roce sobre la madera, no
obstante lo cual, el sonido generado fue audible como el redoble de un timbal.
Y para mayor sorpresa, recibí una inesperada respuesta.
—¡Ocupado!
Ocupado. ¡Debí suponerlo! Solo se trataba de una falla del
mecanismo que accionaba el disco al abrir o cerrar la puerta. Balbuceé una
torpe respuesta.
—Per… perdón.
El siguiente silencio estuvo cargado de incertidumbre.
¿Debía permanecer esperando en el lugar que el sujeto terminara de hacer lo que
estaba haciendo o era mejor ascender al salón y mantenerme vigilante para
detectar el momento en que el hombre abandonara el sector de servicios?
Vacilé unos instantes y me decidí por regresar al
restaurante, pedir un café y aguardar hasta que fuera oportuno volver a
descender.
Pero quince minutos después nada había cambiado. El hombre
no había pasado por delante de mi mesa, ubicada a pocos pasos de la escalera.
¿Era posible que hubiera salido por otro lado? ¿Era posible abandonar el sector
de los servicios tomando otro camino?
Diez minutos después tomé coraje y volví a descender la
escalera que conducía al excusado.
Todo seguía igual. La puerta cerrada, el cartel verde de libre
y el silencio eran análogos a los de la vez anterior. Volví a golpear la
puerta.
—¿Se siente bien? —pregunté, envalentonado y temeroso a la
vez.
—Sí. ¿Por qué?
—Es que ya vine antes y usted estaba allí.
—Es cierto.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—¿No va a salir?
—No es cosa suya.
Reflexioné acerca de esa afirmación. El sujeto tenía razón.
Pero que la tuviera no le restaba incongruencia a la situación.
—Necesito usar las instalaciones —logré articular por fin.
—Úselas. Yo no se lo prohíbo.
—No me lo prohíbe pero tampoco me lo facilita.
—No está a mi alcance facilitarle nada a nadie.
Miré la puerta una vez más y deploré mi escasa resolución.
Debería sacar a las patadas al tipo que, indiscutiblemente, se estaba burlando
de mí, aunque eso hubiera estado fuera de mi alcance y sería como atropellar mi
naturaleza.
—No me obligue a ser grosero o agresivo —dije.
—No tiene motivos para serlo —replicó él.
—¿Ha comprado el excusado?
—¿Qué dice?
—Pregunté si ha comprado el excusado, que si ahora es de su
propiedad y de uso exclusivo.
—No sé de qué habla.
Era inútil. No habíamos avanzado ni un centímetro desde el
momento en que vi la puerta cerrada. Ya ni siquiera entendía demasiado por qué
estaba en ese lugar ni cuáles habían sido las razones por las que me puse a
discutir con el hombre.
—¿Me va dejar entrar o no?
—¿Qué lee en el disco verde? ¿Sabe leer? Dice LIBRE.
—Pero está usted —protesté.
—¿Lee LIBRE o no?
—Dice eso.
—Entonces entre.
—¿Se burla de mí?
—No, no me burlo.
Volví a leer el disco de la puerta; estaba rojo y decía
OCUPADO.
—Sí, se burla. Y me está faltando el respeto. Hace más de
media hora que estoy tratando de hacer mis… mis necesidades. Y usted lo
obstaculiza.
—Eso es falso. Es usted el que no ha dejado de poner escollos
y trabas.
—¿Yo? ¿De qué está hablando?
De pronto sonaron unos potentes golpes en la puerta. Fueron
cuatro golpes y el cuarto fue tan vigoroso que creí que derribaría la hoja.
—¡Abra de una vez!
—¿Qué yo abra?
—Claro. Ya debería haber terminado. Hace horas que espero.
¿Va a ocupar el excusado para siempre?
—No, escuche… yo. Esto es muy confuso. Fui yo el que… No lo
entiendo.
—¡Salga o lo saco! No me importa si tiene los pantalones en
los tobillos. Esto pasó de castaño oscuro.
El silencio y la oscuridad dominaban la escena. ¿Y si el tipo tenía razón?
Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.
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